A mí la muerte casi siempre me ha inquietado un poco. Nunca me ha hecho gracia. Como ese chupito de hierbas al final de las comidas copiosas, que no me entra, que ni me apetece ni me gusta. Prefiero que se lo tome otro.

Me refiero, prefiero que se mueran los demás antes que yo. Una chica con la que había quedado un par de veces cuando estaba en primero de carrera me preguntó: ¿Si solo pudiera seguir viviendo uno de tú o yo, a quién salvarías de los dos? Y nunca más volvió a escribirme. Porque soy uno de esos valientes contemporáneos: sensible, que huye si hay una pelea, que da hasta los calzoncillos si alguien le intenta atracar, que incluso daría a la chica. Y hace poco, tumbado en la camilla de un hospital, mientras me ponían vía intravenosa algo de enantyum a la espera de unos análisis, una señora de unos sesenta años se tumbaba a mi lado con gran alboroto alrededor, pues decía tener un amago de infarto. Que cerca estuve de alzar la voz: ¡Pueden no montar tanto escándalo, hostias, no ven que estoy con anginas!

Mi salud no atraviesa su mejor momento, no siempre el camino de dos amantes es camino de rosas. Y van a tener que operarme para quitarme las amígdalas, me han dicho. Esto, en primer lugar, se me antoja detestable, pues no veo bien que nadie me tenga que andar quitando nada, y menos mis amígdalas. Pero una vez asumido, lo he asumido como si de un cáncer se tratara: Les mando a mis amigos y amigas notas de voz por el móvil a modo de despedida, y casi me escribo un obituario, a lo Javier Ortiz, pero menos politizado.

Lo único que le saca uno de provecho a todo esto es que se me ensancha el corazón de pensar en poder pasar una noche en el hospital, siempre he soñado con enrollarme con alguna enfermera, un poco como Daniel Brühl en Good Bye, Lenin.

Pero mientras tanto, y no sé si es culpa mía por todo esto de la garganta, mi casa se está volviendo un despropósito. Mi hermano gemelo y yo hemos terminado con todas las asignaturas de nuestras respectivas carreras, y, como no tenemos nada que hacer con nuestra vida, literalmente, porque nos parece muy arriesgado y precipitado empezar a trabajar de lo nuestro así de sopetón, sin venir a cuento, paseamos por casa de un lado a otro, con camisetas dos tallas más grandes y sucias, en calzoncillos y con los calcetines subidos hasta la mitad de la espinilla. Nos sentamos en el sofá a ver películas y acariciar a los perros (dos carlinos), negándonos a sacarles a pasear. Y cuando vienen invitados de mis padres a cenar, nos ponemos a hablarles de antiguos viajes, de anécdotas sexuales, hasta que se miran preguntándose: ¿Pero y estos dos quién coño son?

Leemos libros largos y tratamos de escribir cada cual por su cuenta como poetas malditos, cínicos, con barba por todas partes, firmando hasta en el papel higiénico. A mí el pelo me ha crecido tanto que me lo recojo en coleta. Y leo compulsivamente a Paul Theroux y sus viajes en tren y le enseño fragmentos que me gustan; él acumula libros y más libros en su cama, que ya no sé ni cómo carajos duerme, y me habla todo el rato de los egipcios y el alcohol, que no entiendo nada.

Y como el otro día participamos, vestidos de traje y todo, en un pequeño desfile de marca gracias al enchufe de una amiga de nuestra madre, ahora tenemos el dinero suficiente como para justificar el seguir así un par de meses, y andamos con mayor desenvoltura, como más seguros, más atractivos. Incluso nos han salido abdominales. Aunque mi hermano, por lo del dinero, siempre me garantiza que tiene apalabrada con mis padres la paga hasta que cumplamos los 40.

Y mientras yo trato de cuidar mi garganta, él anda saliendo de fiesta de vez en cuando. Se lamentaba un amigo que vino a verme de que cada día de la semana le toca salir con alguno de nosotros, así de desestructurado anda el grupo, y que necesitaba un descanso.

–Pues hoy tienes que salir conmigo, que he terminado el TFG –le decía otro.

–¿Pero no has visto que es domingo?

Hasta tal punto vivo desenchufado del mundo que lo único que sé de las elecciones catalanas es que tuvieron lugar en Catalunya (y de casualidad, porque alguien me lo dijo), y solo utilizo internet para navegar buscando chats de ligue baratos.

Y mi hermano pequeño, mientras tanto, cada vez que me lo cruzo viene de haber salido de fiesta, de no haber ido a clase porque no le apetecía o de ver a alguna chavala, que yo miro entonces al cielo, nostálgico de mis tiempos mozos. Ahora soy como un anuncio estampado en cualquier farola de la ciudad: «Busco a una mujer buena con algo de dinero para mantenerme y garantizarme una temprana jubilación».

Y al final, con todo esto, he terminado por aburguesarme un poco. Que ni estoy tan malo ni nada, pero a raíz de mis problemas de anginas y fiebre, solicito siempre que se me lleve la comida a la cama en bandeja, y cada vez me pongo más exigente.

–¡Lasaña! –grito desde mi habitación según lo que se me antoje– ¡Y un puto zumo de naranja! (imagínenme zarandeando un puño al aire).

El otro día tuve que cocinarme yo a mediodía porque no había nadie en casa y si comí fue por mera supervivencia, pollo medio crudo y unas hojas de lechuga sin aliñar. Esa noche, indignado, tras comerme la lasaña, hice como el gordo de Resacón:

–¡¿Y qué pasa?! !¿Que en esta casa ya no se come postre!?

Esa misma madrugada, apareció mi hermano gemelo en casa. Mientras subía las escaleras al parecer yo estaba hablando en sueños. Pero abrí un ojo en cuanto se asomó a mi habitación. Debido a mi reciente carácter imperativo le exigí que me subiera un plátano de la cocina y un ibuprofeno (a las tres de la madrugada).

Y tras hacerme tal favor, y lavarse los dientes, me encontró sentado en mi almohada, con la cabeza caída sobre los hombros, la luz encendida, el plátano a un lado, y completamente dormido.

Duermo tanto y llevo tantos días en la cama, paseándome de una esquina a otra haciendo la croqueta, que ayer desperté sin saber muy bien qué día era, qué hora. Me asomé a la ventana y vi que hacía un sol de justicia. Me tumbé de nuevo y me quedé mirando al techo con cierta aprensión, temiendo haberme hibernado todo el otoño y todo el invierno, Navidades de por medio.

Fotografía: Pexels

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