El futuro inmediato de Catalunya está en manos de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP). Ellos, con sus diez diputados, tienen la llave para que Junts pel Sí (JxSí) pueda investir a uno de sus parlamentarios como nuevo President de la Generalitat. Y cabe remarcar lo de «nuevo president» porque Artur Mas, después de montar una candidatura de confluencia con un único punto en su programa electoral (la independencia) está cada día más lejos de recuperar el ‘despacho oval’ de la Plaça de Sant Jaume. La huida hacia adelante del heredero político de Jordi Pujol le ha salido rana. Es cierto que durante la campaña los recortes en Sanidad o Educación y la corrupción endémica de CiU han quedado ensombrecidos por el gran y único tema: la independencia de Catalunya. Sin embargo, las elecciones han sido una bofetada para Mas: los 62 diputados de JxSí se quedan a seis asientos de la mayoría absoluta necesaria para proclamar la independencia de forma unilateral. Su 40 por ciento de votos también es insuficiente para la secesión por la vía rápida. Aliarse con Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y tocar la fibra del votante incluyendo en las listas a mitos del imaginario nacionalista como Pep Guardiola o Lluís Llach apenas ha servido para repetir el número de votos que CiU y ERC sacaron en 2012 (1,6 millones)… a costa de perder nueve escaños.

La caída se debe al aumento de participación en las elecciones, que ha pasado de un notable 67 por ciento a un excelente 77 por ciento. Todo depende, entonces, de la CUP, la otra candidatura explícitamente independentista, la gran triunfadora de la noche electoral junto a Ciudadanos. Pero la CUP no va a tragar con «la corrupción y los recortes» que representa Artur Mas, al que poco le ha valido ir de número cuatro en la candidatura de JxSí, protegiéndose detrás de Romeva (un supuesto político de izquierdas), Forcadell y Casals (las voces de ANC y Òmnium, las dos asociaciones que, bien financiadas por la Generalitat, han coordinado la celebración de las últimas diades), para convencer al personal que, a él, el Procés le toca el corazón y no es una estrategia oportunista para conservar el sillón, mantener a flote a un partido financiado ilegalmente –con las sedes embargadas– y meter bajo la alfombra la pésima gestión de dos legislaturas que, unidas, apenas suman cinco años.

Las elecciones han sido un tsunami del que Mas y sus allegados no podrán escaparse. A Artur se lo ha tragado el Procés. Es un mártir en vida. Porque que nadie se llame a engaño: los partidarios de la secesión están más fuertes que nunca. Aunque entre JxSí y la CUP no lleguen a un 50 por ciento de votos, la cifra necesaria para ganar un referéndum, han conseguido quedarse muy cerca del ansiado porcentaje. En cambio, el PP se ha hundido y el aumento de Ciudadanos es insuficiente para frenar una declaración unilateral de independencia, una vez que caiga Mas y CUP llegue a un acuerdo con JxSí para desbloquear la política parlamentaria catalana. El inmovilismo, por tanto, ha muerto. Tanto el PSC como Catalunya sí que es pot son partidarios de un nuevo encaje catalán en España y, pese a que el batacazo que se han pegado en las urnas ha sepultado completamente la ya enterrada Tercera Vía, no se posicionarán con los autodenominados «constitucionalistas».

Este paisaje conduce al plebiscito por las buenas o por las malas. Si en el plazo de unos meses no se convoca un referéndum vinculante en el que Catalunya pueda decidir su futuro –lo que ya sabemos que quiere la inmensa mayoría de los habitantes de ese territorio–, asistiremos a una secesión oficiosa.

A Ciudadanos y el Partido Popular les quedará el derecho al pataleo. Pueden quedarse afónicos de tanto cantar «yo soy español, español, español» o de repetirle a los independentistas «¿qué pone en tu carnet?». No les servirá de nada. A lo máximo que llegarán será a acusar a JxSí del mismo pecado que ellos cometen: ser nacionalistas. ¿Y qué es el nacionalismo? Sentirse de algún rincón del mapa no es ser nacionalista. El nacionalismo es la exacerbación de ese sentimiento hasta límites demenciales. Detrás de un nacionalismo, propagándolo y apoyándolo, siempre está el dinero. Por eso ha sido la excusa perfecta para enfrentar a las clases populares de países o naciones vecinas, para cultivar guerras, rencillas y temores aquí y allá, para que los siervos le guardaran las tierras y el ganado al amo de la finca por el mero hecho de compartir lengua, tradiciones y lugar de nacimiento. Convertir al ciudadano en hooligan obra el milagro. Con un buen trabajo, la adicción es inevitable en muchos casos. El nacionalismo es cocaína y un nacionalista, un cocainómano: precisa de esa droga que adultera tu realidad, que te sube a las nubes, que te transporta a un mundo ficticio de superioridad donde nadie tiene derecho a contradecirte. Implica adoctrinamiento en verdades absolutas para crear una voluntad férrea que permita al individuo barrer para casa en cualquier tipo de situación. Desengancharse de este vicio mental cuesta Dios y ayuda. Una pelea entre nacionalistas es el cuento de nunca acabar. La chispa puede saltar por cualquier tontería provocando incendios que nunca terminan de apagarse del todo. Solo hay que darse una vuelta por los Balcanes para comprobarlo. O preguntarle a un chaval de Wisconsin las razones que justifican la política internacional de Estados Unidos. O comprender el dolor de un kurdo que decide quitarse la vida en un atentado suicida para conseguir «la libertad» de su pueblo.

Catalunya será lo que los catalanes quieran que sea. Y, si no, habrá que sacar tanques a la calle y revivir desgraciadamente tiempos dormidos que nunca llegaron a morir. Cuanto más se oprime a una nación, un pueblo o un colectivo, más se radicalizará. El Partido Popular (con la colaboración de Zapatero, años antes, y su marcha atrás en el apoyo al Estatut que preparó Maragall y que refrendó la mayoría de catalanes) es el principal culpable de que en Catalunya haya más independentistas que nunca. Es difícil vivir en suelo catalán y no sentirte ofendido cada vez que Rajoy y toda la tropa abren la boca. Los ejemplos son tantos que no cabrían en esta columna. El efecto que producen esos comentarios es lo interesante: por primera vez en la Historia, personas no nacionalistas quieren la independencia. Muchas de ellas han votado a la CUP. Solo hay que escuchar a David Fernàndez, cabeza visible de la formación en los últimos cuatro años: «Soy independentista, no nacionalista». Sí, se puede ser independentista y no nacionalista. Lo dijo hace apenas una semana en La Sexta el ex diputado, ante el asombro de muchos de sus compañeros de debate. Él, ellos, la CUP, reivindican la España de Machado o Lorca. Reivindican la República. La libertad de los pueblos. Saben que Catalunya está tan podrida de ladrones como España y ya se han encargado de demostrárselo a los directivos de Caixa Penedès o Caixa Catalunya con la misma rebeldía con la que le enseñaron la alpargata a Rodrigo Rato. La independencia que se olvida de los desahucios, las preferentes o las torturas policiales no sirve para nada, es solo fanfarria para distraernos de lo importante: las personas. Es una Transición española a la catalana. En la CUP quieren irse de la España actual, pero para construir algo nuevo, renovando el edificio desde los mismos pilares. Y saben que para ello es necesario el apoyo de más del 50 por ciento de los electores. Se irán, pero no a costa de tapar las vergüenzas de otros. Así lo ha dicho su nuevo referente, Antonio Baños.

En cambio, para JxSí el «mandato es irreversible». Cualquier duda que se plantee a una independencia sin la mitad de los votos de unas elecciones que se convocaron en clave plebiscitaria es tachada de españolista. Así lo expresó Romeva en la noche electoral. La cerrazón del Gobierno Rajoy les protege de cualquier crítica y les permite soñar. Ellos quieren estar en la Unión Europea. Tejer fuertes lazos con Israel. Proclamar su derecho de autodeterminación al mismo tiempo que se lo niegan a otros. Ser la Dinamarca del Sur. Presumir, por fin, de ser ciudadanos de primera y codearse con los Estados más molones de la ONU. Marcharse de España implicará mejorar porque para algo los catalanes fueron «la primera nación en aprobar una Constitución democrática en Europa». España es el mal, la cerrazón, el fascismo, la oscuridad absolutista, el ladrón que lleva centurias expoliando la riqueza catalana para costear la siesta y las tapas. Eso sí, por si acaso, habría que conservar el pasaporte español –esa que se les ha impuesto durante tantos siglos por «derecho de conquista»– hasta que Catalunya consiga por sus propios medios integrarse en la UE. Curioso, unos reivindican la cultura compartida y, otros, se acuerdan del Estado al que se quiere decir adiós para que las pensiones se sigan pagando puntualmente desde Madrid el día después de la independencia.

Unos y otros, propalestinos y prosionistas, tendrán que ponerse de acuerdo para alumbrar el Estado que quieren crear. En esa entente no estará Mas. Veremos cuáles son las condiciones de la CUP. Al menos, ellos tendrán la libertad para decidir de quien no es nacionalista. En JxSí no pueden decir lo mismo.

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