Le oí una frase espléndida a una señora de unos ochenta años. Fue en el interior del Okavango (San Vicente). Dijo: “En Navidad son más importantes los olores que las luces”. Pronunció aquello y sopló con gusto el vapor de su taza, luego dejó de hablar. Su acompañante no respondió: se peleaba con un azucarillo, le temblaban las manos y no atinaba.

Esperé con la cara metida en mi libro a que la mujer desarrollara su idea. Me apetecía que dibujara algún detalle de su infancia, fantaseé con las pequeñas detonaciones de la leña en una casa de pueblo, imaginé un suelo de tierra compacta, sin baldosas, y a una niña arrimando a sus labios la taza de leche y vaho que le había tendido su padre como un tesoro matinal.

Me quedé con las ganas: no dijo nada más del tema.

Enseguida comprendí que, con aquella sentencia, no trataba de restarle importancia al sentido de la vista, ni a la iluminación de la calle; lo que hacía  era reivindicar el mundo navideño como un paisaje íntimo, hecho de experiencias y sensaciones propias. No podía tener más razón.

Pensadlo un momento, preguntaos de qué está hecha vuestra Navidad. Llegaréis a la conclusión, por ejemplo, de que el frío es necesario para vivirla con intensidad. Y más en lugares como Alicante, donde las bajas temperaturas vienen cada año a dejarnos un poso de melancólica aventura.

Éramos niños y terminaba el último día de clase. Habíamos aprendido que las panderetas, al sonar, movían un delicioso aroma a polvorón de canela. Habíamos cantado villancicos para acelerar el tiempo y, entonces, por fin, sonaba la campana o la música: ¡empezaban las vacaciones! Aún no sabíamos ni colocarnos la bufanda correctamente. Nos la enlazábamos con un par de vueltas torpes y salíamos de prisa, con la chaqueta también sin abrochar. Al pisar la calle, una humedad ártica nos mordía los dedos de los pies y nos escalaba por el ombligo. Los niños sufren más el frío que los adultos y nuestras madres lo sabían, por eso,  cuando las veíamos en la puerta corríamos hacia ellas. Tenían un remedio implacable. Después de posarte un beso en la mejilla, decían “a ver, ven”, y reordenaban todas tus prendas. La camiseta por dentro,  por delante y por detrás; la manga del jersey bien echada,  abrazando la muñeca, el abrigo abotonado hasta el borde de la boca, y la bufanda completando el trabajo hasta los párpados. Su habilidad para clausurar cualquier rendija por la que el helor nos entrara en la piel nos parecía completamente mágica. Una madre es capaz de eso, de componer un hogar cálido en cualquier lugar del mundo.

Y el frío, hoy, nos devuelve a aquella indefensión y nos predispone a creernos cualquier cosa absurda con la condición de que haga la vida más bella, cosas como que todos los hombres son buenos, que los mendigos sonríen más en Nochebuena o que nuestros familiares fallecidos comparten la cena con nosotros, que se sientan donde siempre y mastican, aunque no podamos verlos. El termómetro nos hace, otra vez, vulnerables, ingenuos… tiernos.

Y si él no lo logra, lo hará, sin duda, el olor a castañas asadas que puebla Maisonnave cada año. Las mujeres que tuestan los frutos con movimientos cortos y precisos contribuyen al ánimo navideño más que las ofertas de paletillas de jamón, los catálogos de juguetes o los anuncios de colonia. No hay nadie que se acerque a ellas  a recoger uno de esos cucuruchos de papel de estraza y se marche con gesto impasible. Haced la prueba, bajad a la avenida y sentaos en la acera de enfrente, sobre el hierro de uno de esos respiraderos del parking: veréis que todos cobijan el cucurucho entre sus dedos y se entusiasman. Las castañas no se compran para llenar el estómago; se compran, las compramos, para que su humo nos abrigue, más que nada, porque nos da vergüenza decirle a nuestras madres que todavía no hemos aprendido a taparnos las rendijas por las que el frío se nos cuela en el alma.

¿Cuál es el olor de tu Navidad?

Fotografía: Edgar-Flickr

 

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