Conocí a aquel tipo en la primavera de 2012, un jueves que…

Después de vender cafés en una tienda de Nespresso, embutido en un traje marrón y afeitado del todo, repitiendo durante ocho horas lo mismo, uno de los trabajos más duros que he hecho ha sido el de vender boletos del sorteo de oro de Cruz Roja, por calles y Centros de Salud de todo Madrid. Desde la calle Princesa hasta Vallecas, el Barrio del Pilar y Getafe…

Tenía una matriz de adrenalina, emocionante. Tu sueldo dependía de cuánto vendieras. Costaba cinco euros el boleto, y te llevabas uno de comisión por cada cual vendido. Y el cara al público no se me daba mal, pero el primer día que trabajé no llegué ni a doce vendidos. Paraba a todo el mundo: “Un boleto, por favor, perdone, un boleto, compre un boleto, solo cinco euros…” y así eché la mañana, al final parando exclusivamente a chicas de mi edad sin intención de vender nada más que mi número de móvil, convencido de que iba a dejar ese trabajo cuanto antes. Y, cuando me iba a ir a comer, un chaval, veterano de la campaña, que venía de vender boletos en un hospital, me acompañó al Burguer.

–Lo dejo seguro –le dije cansado, devorando unas patatas–, no compensa.

–Prueba un día más, solo uno –me dijo convincente y sonriendo–. Yo gano unos 150 euros al día, de media. Llevo ya cuatro años en esto, y siempre repito.

Eché cuentas. Cierto que él hacía jornada completa, pero silbé impresionado.

–¿Vendes más de cien boletos en ocho horas?

–Como poco.

–¿Cómo lo haces?

Era de lo más simpático, e hicimos buenas migas. Al salir de nuevo a la calle me cogió los boletos y se puso a cantar, a grito pelado, a dos señoras que pasaban por allí. Era una canción bonita, cantada ridículamente alto. Ellas se empezaron a reír, negando con la cabeza cuando el chaval les enseñaba los boletos, y él empezó a dar saltos, bailando, mientras las seguía. Soltó varios disparates comprometidos sobre lo hermosas que eran. Le compraron tres o cuatro boletos de golpe, y cada una. Yo no daba crédito. Me convenció, volvería a intentarlo un día más.

La mañana siguiente vendí 67 boletos en algo menos de cuatro horas, y a la siguiente, 80. A él no volví a verle. Dejé el trabajo en menos de una semana, agotado, después de haber ganado más de 300 euros.

Al año siguiente repetí, y en menos de una semana volví a ganar 300 euros. El segundo día de campaña corrió un rumor entre los trabajadores. Alguien había batido el récord de ventas de todo Cruz Roja. Había sido un chaval, en el hospital de La Paz. El tipo había pasado los 600 boletos vendidos a media tarde, es decir, se había agenciado mucho más de 600 euros en un día. Nadie daba crédito.

–Yo le conocí –me dijo un compañero cuando salíamos de una reunión hablando del tema– Trabajé con él.

–¿Tan bueno era?

–El mejor. Le vi una vez, en un centro comercial, colar en el carrito de la compra de una pareja una tira de 20 boletos. Fue corriendo detrás de la pareja y les dijo muy serio: “Oh, perdonen, que se van sin pagarme los boletos”. Al final, después de perseguirles con varias bromas más y algún truco de magia, le compraron todos. Y eso que yo viera, imagínate… Dicen que canta, baila, corre,…

–Yo le vi besar a una señora… en la boca, un buen morreo– dijo otro que pasaba a nuestro lado– Es una leyenda.

Aquel vendedor, sin duda, aquel día sí que se convirtió en leyenda. Y yo siempre quise creer que fue el mismo tipo con el que comí en el Burguer mi primer día, aquella primavera de 2012.

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