Ilustraciones: Matías Eidelman
Ya ha empezado la campaña electoral. El país bulle de algarabía. ¡La fiesta de la democracia! No sé si lo habrán notado, además de por el chisgarabís interior que seguro les llena como si fuesen apóstoles el día de Pentecostés, por cómo están las calles. Lonetas, cartelones, pancartas, y cientos de carteles con los caretos de Rajoy, Sánchez, Iglesias, Rivera y Garzón: invadiendo el espacio público como si no fuera de nadie, que es como, efectivamente, el español medio se concibe lo que es de todos. Sin embargo, hay una subespecie de individuos típicamente española, que está más contento que ustedes y que yo. Y que nadie. Son ellos. Es su momento. Llevan esperándolo desde la última campaña electoral. Son los pegacarteles.
Es una lástima, pero el sistema de partidos que tenemos en España no deja otra opción. Para ser relevante en política, ya se trate de la cosa municipal, regional o nacional, no queda sino subir La Escalera. Peldaño a peldaño. La Escalera es un pasillo muy recto y muy estrecho en donde decenas de individuos con pretensiones de todo tipo han de ir dándose de codazos hasta llegar al umbral de la gloria. Que no es otro que un lugar preeminente en la lista electoral del partido.
Puesto que los partidos españoles son entes opacos y muy jerarquizados, a los puestos de libre designación que tiene a su disposición el jefe, sólo acceden los pegacarteles más bragados. Los más fieles y los más leales, como rezaba el lema de Ultra Sur. Los que, como estudió Diego Gambetta, se han pasado diez, quince o veinte años exhibiendo tontuna y disfrazando cualquier atisbo de virtud o talento, si lo hubiera, con tal de parecer lo más cretino posible y, en consecuencia, inofensivo del todo para los intereses de la jefatura.
Verán ustedes a los pegacarteles mucho a partir de ahora. Conduciendo los coches de los candidatos, de aquí para allá: serán chóferes, aplaudidores a tiempo parcial, relleno de grada al modo aquel en que los chinos atiborraron las tribunas de sus estadios en los Juegos Olímpicos de 2008 para que pareciera que había gente, y harán un poco de todo. Serán apoderados el día de las elecciones, cómo no, disputándose con arduo furor partitocrático el primer lugar en la generación de la vergüenza ajena entre quienes vamos a votar, ciudadanos de infantería; les parecerá todo bien y bonito, siempre que lo haga el jefe; tuitearán todo el tiempo con muchos hashtags y no se perderán un debate, siquiera aparición pública, de los cabecillas de la tribu. ¡Todo por el partido!
El pegacarteles tiene como criterio, no tener criterio: sus principios terminan y acaban cuando así lo establezcan los jefes de prensa de sus partidos. Poseen, en cambio, una destreza admirable para camuflarse dialécticamente bajo el paraguas general. Apostillan cuando es preciso, tocan los timbales cuando el clan lo exige, y dejan en barbecho todo el perímetro de su cualidad dialéctica, para sembrar lo que digan los patrones.
Como en España la sociedad civil tiene menos vida que un cementerio, aparecer en política, adquirir un rol relevante, protagonista, es poco menos que imposible si uno no quiere atravesar La Escalera. A nivel nacional, se puede saltar hasta el último escalón desde un trampolín alternativo, si uno se organiza convenientemente y consigue recursos nuevos: lo ha hecho Podemos, gracias a YouTube, la tele en español de los ayatolás, y La Sexta. Pero pensar en una alternativa similar a niveles inferiores, no digamos ya, en una ciudad pequeña, es pensar en Saturno.
El pegacartelismo exige, como decía, lealtad incondicional, pero también una pituitaria insensible a los olores. Los pegacarteles han de tragar con lo que se les eche, pues la menor muestra de desacuerdo o, ¡anatema!, un simple análisis crítico de la situación, puede costarles la excomunión en el partido. Los pegacarteles han de ser esforzados y estar siempre sonriente, pues a nadie le gusta, en esta sociedad nuestra, la gente que no ríe. La España de hoy exige, para no ser reconvenido constantemente y en último término, desterrado socialmente, ser un Milikito full time. Esto afecta de manera especial a los pegacarteles, quienes han de sonreír, no pensar, ser la carne de cañón de todo el trabajo propagandístico durante las campañas, ir corriendo junto a los candidatillos de turno por esas provincias de Dios, prestándose para lo que haga falta, y, en fin, madrugar mucho, comer poco, trabajar finísimamente lo banal, y ser un acabada y perfecta almohadilla del engranaje estructural de nuestra democracia de partidos.
No obstante, la motivación que encuentran los pegacarteles es extraordinaria. ¡Piénsese en Susana Díaz, en Artur Mas, en Pedro Sánchez, en Pablo Casado, en Moreno Bonilla, en Andrea Levy! Todos, modélicos ejemplares de pegacarteles que alcanzaron el edén del escaño, del protagonismo, de la primera plana política. Evolutivamente perfectos. Darwin estaría orgulloso de ellos: lustros de guerra por la supervivencia y adaptación al medio. De pegacartel a apparatchik, como de larva a mariposa. Sólo continúan los más fuertes.