Uno suele querer ir más allá, pero a veces la cosa se resume en que hay días buenos y otros no tanto. En los buenos, buscarse las castañas sin ayuda de nadie es hasta gratificante. En los malos, uno se queja de la falta de apoyo. De quien sea el apoyo que falta también depende del día, y por supuesto, de quien sea el que se esté quejando. De las instituciones, de la empresa, de la pareja, ¿de los lectores que ya no compran los periódicos ni los libros suficientes?
Mi segunda experiencia como periodista fue en un gran medio. Grande por el nombre, por el recorrido y el prestigio, y también por el número de trabajadores. Todo estaba cambiando e internet ya no era una opción sino una necesidad. A nuestra sección le tocaba montar un servicio web propio. A mí, cubrir noticias con una grabadora, un bloc de notas, una cámara réflex (que era mía) y otra de vídeo (que era prestada de otra sección). Al llegar a la redacción, además de escribir, había que intentar vender los otros contenidos, la foto y el vídeo. Nosotros auto-gestionábamos la web y dábamos todos los palos de ciego que podíamos para que los buscadores la indexasen. Aquí, con “nosotros” me refiero a los becarios, no al resto. Recuerdo que una chica un par de años mayor que yo daba gracias a Dios por haber sido contratada un año antes de la crisis. Aunque por los pelos, se había salvado de ser de la generación del auto-todo. Y eso implicaba que podía viajar ligera a cubrir las noticias, sin cámara de fotos. La réflex la llevaba uno de los fotógrafos profesionales de la empresa, que iba con ella.
Recuerdo bien una vez que una vez coincidí con uno de esos fotógrafos en la cobertura de una noticia. Yo estaba tirado en el suelo intentando conseguir un ángulo original para una foto. Colgados de mi cuello o apoyados a mi lado estaban el trípode, el bloc de notas, el micrófono con el logo de la empresa, la grabadora y la cámara de vídeo. Al verlo, fui a saludarlo y a decirle que, ya que había venido él para hacer el trabajo, cosa que no me habían dicho en la redacción, me guardaba la cámara réflex y me dedicaba “sólo” a tomar notas, hacer alguna entrevista, sacar algunos planos para el vídeo y otros totales de declaraciones con los protagonistas. Él no me miró, me hizo un gesto de desprecio con la mano tras sacarla de la empuñadura de su Canon de empresa y volvió a tomar fotografías. Me quedé con cara de gilipollas o de becario traidor de clase, con ínfulas de querer hacerlo yo todo. Le hubiese jurado que en realidad no era así, que me hubiese bastado con escribir. Además de poder concentrarme más y mejor en una sola labor, así posiblemente él y yo nos habríamos llevado bien. Que igual hasta cabía la posibilidad de tomarnos una caña luego. Como se hacía antes. Que yo, incluso habría tenido un sueldo que alcanzara para invitarle. Pero en su gesto no había espacio para réplicas, y no lo culpo. Aún era pronto. Él no sabía que yo, como representante del auto-todo, no era un caso aislado. Por desgracia, veníamos pisando fuerte.
A nuestra generación se nos dijo a toro pasado que lo que debíamos era emprender. A la sociedad ya no le hacían falta periodistas, pero sí zuckerbergs. Nos tocó comernos un discurso muy hermoso y muy bien doblado. Nos dijeron que en Estados Unidos los niños de seis años ya venden limonadas a medio dólar. Si al menos hubiésemos hecho caso del espíritu emprendedor que transmitían las películas… Porque verlas, sí que las vimos. Pero, al caso, yo sigo con mi triste historia.
En ese año, los becarios habíamos ganado un puñado de premios importantes por nuestros reportajes. Sinceramente, yo me veía encaminado al Pulitzer. La realidad fue otra. Me despedí del trabajo con una empanada de vieiras que me hizo mi madre y que se comió mayoritariamente una mujer de otra sección a la que no había visto en la vida. Me emborraché un poco. Creo que a nuestros jefes y a alguna de las compañeras les jodía que nos fuéramos. A nosotros también nos jodió irnos. Pero bueno, cosas peores se han visto. Nos aconsejaron que probáramos suerte lejos. Alguien propuso Sudamérica. Otra de ellas, Australia. Creo que si fuera posible la emigración intergaláctica, esa hubiera sido la siguiente recomendación.
Y a mí me gustaba viajar, no se crean. Me flipa la aventura y eso que dicen de “salir del círculo de confianza” y del “crecimiento personal” cuando se está fuera, pero me gusta sobre todo cuando sé que voy a poder volver. Si no ya no me hace tanta gracia. Así que no me quedó otra, y siguiendo el ejemplo de tantos otros jóvenes imbuidos por el espíritu capitalista más noble, emprendí.
Me empapé de la jerga: startups, capital semilla, acudí a meetings y a interchanges. La peña no tenía un pavo pero estaba como loca porque tenía una idea. Yo flipaba con ese entusiasmo porque otra cosa no sé, pero ideas siempre he tenido. Así que pasé un poco de todo aquello y me puse a darle forma a la que mejor pinta me tenía. Encontré un par de socios para llevar a cabo la primera novela geoposicionada de la historia. Se trataba de un formato digital en el que el lector debía acudir con su dispositivo a puntos concretos de la ciudad para que la trama avanzase. De ese modo, se ofrecía una literatura literalmente sensorial, un auténtico “viaje” literario. Si un pasaje de la novela transcurría en una iglesia, el lector experimentaría esa atmósfera. Al estar allí, podría tocar por sí mismo las piedras del muro donde están a punto de matar al protagonista, etc. Además, planteaba un encuentro físico entre lectores. Las opciones se multiplicaban y, por qué no, también las relaciones o el sexo casual entre ellos.
Teníamos un logotipo la hostia de chulo y moderno y un dossier minimalista igualmente impactante, pero nadie nos había enseñado por dónde seguir. Dónde pedir financiación o a quien presentarle la idea. La única certeza que yo tenía era el miedo a que nos robasen la idea. Imperdonable. La generación del auto-todo no sabía hacerlo todo. (Por supuesto, ahora confío en que si alguien que lea esto sabe por donde retomar esa idea, me pague a mí una parte de los substanciosos beneficios que sin duda reportará “la primera novela geoposicionada de la historia”).
Pero no desistí. Recordé que “reponerse de los fracasos” era uno de los mandamientos del emprendedor de provecho: nuestro nuevo credo. Actualmente empieza a irme bien con otro servicio por cuenta propia. Sobre todo, me deja tiempo para escribir ficción, que en el fondo es lo que siempre quise hacer.
Mi mujer auto-gestiona el blog doramatos.com, en el que ella lo hace todo, desde vídeos a artículos a código informático para pelearse contra bots y troyanos que le atacan desde Malasia, además de ser mi socia en la nueva empresa. Por mi parte, estoy a punto de publicar mi primera novela, que se llama “Lo que sueñan los perros”. En la novela, todos los seres humanos se convierten en dicho animal, y unos cuantos intentan superar ese hecho como buenamente pueden. Básicamente, porque no les queda otra. Pienso que tal vez la historia tenga algo que ver con todo esto que cuento aquí. Pero lo cierto es que estoy en un punto en que parece que casi todo me parece tener que ver con la novela. He leído que es algo que les pasa a muchos autores al final del proceso de escritura. Me alegra decir que una editorial ya se ha interesado por mi manuscrito y…
Mentira. Como no podía ser de otra manera, se trata de una auto-edición. Esto tiene sus partes buenas, aunque a veces fantaseo con una idea más romántica de la escritura. Sobre todo, con tener a alguien que tome por mí algunas decisiones. Que después de cinco años de escritura, me diga: No, Alfonso, esto es mejor así. Y yo ver lo que propone y decir: Pues sí, amor mío, tienes toda la razón, a la mierda esa frase. Un buen editor es últimamente el protagonista de mis sueños húmedos. Fantaseo con dejarme llevar por sus manos experimentadas y con poder relegar cosas como la promoción para poder dedicarme exclusivamente a escribir. Pero esto es lo que hay. Soy de la generación del auto-todo, y el auto-bombo también forma parte de eso.
Y sobre el día hoy en cuestión, la verdad es que tras un rato escribiendo esto, ya no es tan malo como al primer párrafo. A veces sólo hace falta una pequeña pataleta. Pero si necesito un azote, más vale que sea yo mismo el que me lo dé. Porque se trata de eso o de seguir quejándome, y tampoco es plan. Además, como ilustra la foto, nos hemos comprado una auto-caravana. Podemos viajar, dormir, comer (y cagar) y seguir trabajando. A veces creo que hemos llegado a un culmen del auto-todo. Que esta auto-caravana es un símbolo generacional.