El periodismo es un oficio que mantiene una mala salud de hierro. Los diagnósticos sobre la crisis de la profesión se han convertido en lugares comunes que no por repetidos pierden su verdad: altísimo paro estructural, ínfimos salarios, periódicos que agonizan… Sin embargo, las facultades de Comunicación proliferan y, lo que es más asombroso, no decae el número de matriculados. ¿Por qué estudiar una carrera que lleva implícito un voto de pobreza? ¿Cómo surge una vocación tozuda que desafía a los discursos cenizos con la fuerza de su propio entusiasmo? A esta y otras preguntas pretende responder Teresa Gutiérrez de Cabiedes (Pamplona, 1977) en el ensayo Palabra de Hannah Arendt. Ser o no ser periodista en la era punto cero.
El libro se presenta como un intercambio de correos entre Sofía, una brillante alumna de Derecho y Económicas, y su tía Teresa, periodista especializada en Hannah Arendt. En ellos, la joven estudiante expone las dudas sobre su futuro a Teresa y la tensión entre seguir una vocación de dudoso porvenir o continuar con unos estudios que, a la postre, la dejarán con un flamante título por fuera y un gran vacío por dentro: “Quiero cambiarme de carrera. Sé que me van a decir que he tirado dos años a la basura; sé que, al principio, muchos se decepcionarán… Pero también sé que si no lo hago puede que no me lo perdone nunca”. En conversación telefónica, la autora confiesa que de pequeña creció con la idea de que era mejor estudiar una licenciatura “con poso académico” y luego buscar trabajo en un medio de comunicación. Sin embargo, ella estudió Periodismo desde el principio porque “hay llamadas interiores que no se pueden acallar. Yo tenía la necesidad de escribir, de contar a los demás la realidad. No me veía estudiando otra carrera que no respondiera a mis interrogantes más profundos. Me compensaba arriesgarme”.
A lo largo de las páginas aparecen citas de periodistas y, entre ellas, a la obra de Kapuscinski Los cínicos no sirven para este oficio: sobre el buen periodismo. Con la fauna que pulula por las redacciones, el título del polaco parece bien intencionado pero algo alejado de la realidad. ¿La doblez no cabe en un artículo? Responde la autora: “Lo que me parece es que cualquier actividad que quieras hacer para ser feliz y para transformar el mundo hay que hacerla con pasión. Y, para ello, hay que entregarse por completo. Me parece mucho más potente un reportaje en el que alguien, además de querer escribir bien, lucirse, ganar un premio o ascender un puesto, es capaz de descubrir algo medular del ser humano y transmitírselo a los demás. Eso hace el artículo bueno”. Si hay alguien que exploró la naturaleza humana, ésa fue Hannah Arendt (1906-1975), protagonista e hilo conductor del libro a modo de espejo de periodistas. A ella la conoce la joven Sofía gracias a la película de Margarethe von Trotta sobre la filósofa judía y su papel en el juicio a Adolf Eichmann, el nazi capturado por el Mossad israelí en Argentina y posteriormente trasladado a territorio hebreo.
En 1961, fecha del proceso, Arendt contaba con una sólida reputación como intelectual gracias a su ensayo Los orígenes del totalitarismo. Con esa carta de presentación, se ofreció al New Yorker para cubrir las sesiones del juicio. A diferencia del resto de corresponsales, no se conformó con los dossiers entregados por las autoridades y procuró documentarse por su cuenta con entrevistas y visitas a bibliotecas de Europa. Y, cómo no, asistió a todo el proceso de la sala de prensa, con los ojos fijos en aquel hombrecillo resfriado que parecía tan vulnerable. Su trabajo periodístico cristalizó en Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, una obra por la que se ganó la inquina de buena parte del mundo judío y de la intelligentsia norteamericana, y que no se publicó en Israel. Según Teresa Gutiérrez, es un libro que no seguía lo que había orquestado el Estado de Israel “y lo que el judaísmo oficial procuraba”, ya que se salía de las interpretaciones consideradas ortodoxas.
Su teoría sobre la banalidad del mal sentó a cuerno quemado. Eichmann, el hombre que había organizado las deportaciones de miles de judíos de la Europa central a los campos de concentración, parecía cualquier cosa menos un ario feroz y wagneriano. Y, tanto en su fuero interno como en sus palabras, estaba convencido de que había cumplido con su deber de abnegado funcionario. De un Reich asesino, si se quiere, pero como un simple burócrata. Para Teresa Gutiérrez, a lo que se refería Arendt con su teoría de la banalidad del mal era “a la sorpresa y al estupor que le causaron que un personaje como Eichmann, que ni estaba loco ni era malo a lo Hamlet, estaba imbuido de una serie de tópicos y de eslóganes de propaganda, que le habían insertado en un sistema perfectamente coherente en el que se sentía bien cumpliendo su misión, y cometió atrocidades sin tener conciencia de ello”.
Al escándalo de no presentar al nazi como un demonio surgido de las entrañas del Infierno, se añade que Arendt no ocultó en su trabajo la existencia de los “consejos judíos”, miembros de las comunidades hebreas que colaboraron con el nazismo organizando deportaciones, un comportamiento difícil de digerir por los supervivientes.
“En conversaciones con judíos se lo he dicho: ‘¡Sólo faltaba que un judío no pudiera hacer las cosas mal!’. Si fue así, es de justicia con el resto el esclarecerlo. Y lo que no tiene sentido es decir: ‘No, si es judío, no pudo colaborar con los nazis, porque nosotros por sistema tenemos que ser víctimas’. Eso es lo que la filósofa no podía soportar, el victimismo”. La peleona Arendt, que colaboró con organizaciones judías al poco de huir del nazismo, se convirtió en la oveja negra de sus hermanos por ejercer de periodista e ir más allá de la propaganda oficial. Siguiendo a Teresa Gutiérrez, la filósofa judía se tuvo que enfrentar en aquel juicio al nacionalismo hebreo que, como cualquier ideología vigorosa, no admite la disidencia:
–El problema de las ideologías es que simplifican la realidad hasta tal punto, que todo es blanco o negro. El que pertenece a mi modo de ver la realidad no puede hacer las cosas mal, porque parece que eso desprestigia mi discurso. Eso es absolutamente transportable a situaciones que hoy vivimos.
El nombre de Hannah Arendt pertenece a esa estirpe de pensadores cuyo afán es el hombre concreto y no la abstracción teórica. Por ello, cuarenta años después de su muerte, sigue siendo esquiva a cualquier etiqueta: “Si algo tiene esta mujer es que es inclasificable. Hasta el punto de que, cuando empecé a estudiarla, hice una búsqueda en Google y me sorprendieron los lugares en los que la veía citada, porque tan pronto era en un club comunista de la República Checa, como en un discurso parlamentario en Argentina, como en una parroquia católica de Estados Unidos”.
Cuando en la vida se procura algo más que deambular por los caminos del lugar común, las primeras reacciones de los bien pensantes oficiales son de incomprensión y rechazo para, al cabo de los años, asumir aquello que les parecía un escándalo. Arendt sufrió ese ostracismo con la firmeza de quien sabe que no está engañando a nadie. Por ello, pudo escribir: “Al final de nuestra vida sólo es verdadero aquello a lo que hemos sido fieles”. Ella lo fue a sí misma, y esa originalidad es la que perdura.
Fotografías: Wikimedia Commons, Jessica Spengler, Steve Browne y John Verkleir.