La inflexibilidad del calendario nos conduce un año más al 20 de noviembre. Ya han pasado 39 otoños desde la muerte de Francisco Franco. 78, desde la ejecución de José Antonio Primo de Rivera. En webs como www.generalisimofranco.com (la primera que aparece cuando introduzco en el buscador la fórmula «Franco 20-N») informan de los fastos que se están celebrando estos días para recordar a estos dos próceres, el Caudillo de España (por la gracia de Dios) y el fundador de Falange. Misas, marchas, cenas y actos patrióticos desperdigados por todo el país. De Jerez de la Frontera a Santander varias hogueras se inflaman de nostalgia hasta converger en el Valle de los Caídos, el inconmensurable mausoleo que Franco, cual faraón contemporáneo, se hizo construir aprovechando la ganga que suponía disponer de miles de presos republicanos necesitados de purgar sus delitos comunistas, masones y judíos, esas faltas que casi terminan con la unidad de la España que más de uno concebía como sagrada. Los constructores de su tumba (y la de José Antonio) eran los despojos de la «anti-España», como se definió a los opositores del golpe de Estado militar del 36. Haciéndole el favor de construirle su última morada se ganaban el perdón. Tan magnánimo fue que los enterró a su lado. Una mentira a la Historia más de un caudillo militar que consiguió eternizarse en la poltrona negándole a todos lo que le pedían, pero haciéndoles creer que algún día se lo concedería. Antes, claro, se había aprovechado del infortunio más o menos casual de sus compañeros, pero rivales, de sublevación, aprovechando su recuerdo en beneficio propio, tal como hiciera con el mismo José Antonio. El vehemente abogado y el militar gallego nunca lograron soportarse, pero una vez muerto el adversario, Franco supo sacarle rédito a la autoritaria y sanguinaria Falange eliminando su incómodo sindicalismo.
Algunos rinden homenaje hoy a esa y a otras miles de tretas contra la libertad que desplegó el dictador. Mientras eso ocurre, desde el poder se les deja hacer.
En el PP, a los abuelos que acuden a proclamar consignas fascistas y autoritarias se les califica de nostálgicos inadaptados a las nuevas circunstancias. De los chavales se considera que su comportamiento es una chiquillada digna de la edad, que ya se templarán. El PSOE, pese a tener la oportunidad de darle a este país una Ley de Memoria Histórica que sí tienen otras naciones golpeadas por luchas fratricidas más recientes, como Colombia o varios estados de Centroamérica, prefirió sextuplicar la venta de armas a países en guerra mientras dejaba morir por anemia presupuestaria el texto legal que debía cerrar las heridas de la Guerra Civil española. Según el PP, aquella idea era «reabrir heridas» gratuitamente (¿acaso se cerraron si bajo nuestros sembrados hay fosas comunes a tutiplén?). Aunque unos se disgusten más que otros de cara a la galería, como formaciones políticas, PSOE y PP se comportan de forma muy parecida ante el 20 de noviembre.
La indulgencia es máxima ante los que reivindican un tiempo de totalitarismo, barbarie, cerrazón, persecución, miedo y torturas. Un horror convertido en dictadura de casi cuatro décadas. A los últimos años del franquismo lo llamaron «aperturismo». Algunos hasta quieren ver una cierta disposición del régimen para preparar al país de cara a una democracia liberal y parlamentaria. Para ello, en pirueta histórica digna del mismo Franco, deben olvidarse del garrote vil que acabó con Salvador Puig i Antich en el 74. O de los últimos fusilados de la dictadura, abaleados un 27 de septiembre de 1975 pese a la dura oposición de los activistas demócratas, buena parte de la opinión internacional y, asómbrense los maniqueístas, del máximo representante de la Iglesia Católica en España, el Cardenal Tarancón. A quienes firmaron esas sentencias les reclama actualmente la justicia argentina ya que aquí gozan de indulgencia plena. O, ya finado el golpista de El Ferrol, han de obviar las cargas policiales de Vitoria que dejaron cinco muertos y 150 heridos durante el Estado de Excepción decretado en el 76 por Manuel Fraga, que pasó de afecto al régimen a demócrata en menos de lo que canta un gallo.
Por suerte, ya no tienen que venir los hispanistas británicos y estadounidenses a explicarnos lo que pasó en los primeros 40 años del siglo viejo, desde la pérdida de las últimas colonias, pasando por el patético imperio de salón que fuimos en el norte marroquí y la dictadura de Primo de Rivera padre, hasta llegar a la República, los alzamientos que intentaron proclamarla por la fuerza, primero, y acabar con ella, después. Y, por supuesto, la Guerra Civil, tema incómodo de conversación en muchas familias cuando llegan las fechas navideñas o cuando la prole se reúne a celebrar un cumpleaños. Por suerte, entre Preston y Thomas hay voces críticas desde la razón y la investigación con el tiempo en el que nacieron y fueron educados: la dictadura de Francisco Franco. Esos son Julián Casanova, Ángel Viñas o Ignacio Merino, entre muchos otros. Sin embargo, su labor como escritores, divulgadores y profesores universitarios tiene un gran problema. Sus conocimientos, 36 años después de la Constitución que acabó de finiquitar el régimen militar (o eso nos dijeron Suárez, Carrillo, González y el propio Fraga), esas ideas críticas siguen sin traspasar la barrera de la educación obligatoria.
En el instituto, la II República y el franquismo se ventilan en tres clases… ¡de segundo de Bachillerato! Tres horas y una decena de páginas de libro de texto repasan medio siglo clave para entender dónde estamos, quiénes somos y por qué andamos todo el día a la gresca. Para entender por qué el PP siempre ha tolerado los delitos y crímenes de una ultraderecha que le hace el trabajo sucio mientras se queda fuera de las instituciones, salvo en los municipios españoles más racistas. Para comprender por qué un PSOE mutado en partido de centroderecha sigue cosechando alcaldías, diputaciones y juntas en Extremadura, Andalucía o el campo manchego mientras se presenta como el representante del jornalero oprimido por los terratenientes franquistas. En paralelo, miles de edificios siguen conservando yugos y flechas falangistas, las cruces de los caídos saludan a quienes entran y salen de cientos de pueblos españoles y algunas callen tienen el deshonor de llevar el nombre de amantes de la decapiticación humana como el General Millán Astray, que conserva aún su vía en Aluche (Madrid), para más escarnio, un barrio tradicionalmente obrero. En vez de en lo económico, a los alemanes se les podría haber imitado en la gestión de su recuerdo histórico. En el centro de Berlín, ciudad golpeada y dividida como pocas durante el pasado siglo, a escasos 200 metros de la Puerta de Branderbugo se construyó un museo para recordar el holocausto entre alemanes que fue y no debe volver a ser. Si alguien se negara a retirar una estatua de Adolf Hitler en el país germánico sería tratado de tarado y procesado judicialmente. Algunos campos de exterminio nazis se pueden visitar. ¿Aquí alguien sabe de los campos de concentración que llenaron el país de perdedores sin rostro durante los 40? Aquí, en vez de sacar el pus y coser la herida, se escucha el ruido del afilador sacando punta al bisturí de la discordia.
Ha llegado el momento de girar el reloj de arena. Franco duró en el poder tanto como ha durado Juan Carlos de Borbón, el sucesor que le admiraba a principios de los 70 y que luego renegó de él de la manera que mejor se nos da a los españoles: con el silencio. El franquismo se ha convertido en el alcoholismo del padre maltratador. Atenuado por los centros de desintoxicación y los medicamentos, se sufre en silencio mientras se calla a la hora de comer y se mira hacia otro lado. Pero las botellas siguen guardadas en el mini bar y los porqués sin responderse. Los españoles, en conjunto, seguimos durmiendo con la bomba del franquismo debajo de la cama. Tiene la mecha cortada, pero sigue debajo de la cama. La amnistía de la Transición puso en el mismo nivel a los golpistas antidemocráticos y a los legalistas de la democracia republicana. Que volvieran Carrillo o Tarradellas solo solucionó el problema a medias. Aquellas élites siguen siendo las nuestras. Aquella amnistía dejó insatisfechos a muchos y ayudó a separar aún más a España en dos bandos, sin diferenciar a falangistas de aficanistas, a carlistas de monárquicos; y, sobre todo, a demócratas de derecha (que algunos hubo), centroderecha, centroizquierda e izquierda de las facciones revolucionarias. Nuestra educación tampoco nos ha hablado de la pobreza, el hambre y la miseria, la humillación y el sometimiento que llevaron a muchos a abrazar el ideal revolucionario. No en vano, mientras se ignora en España a los revolucionarios ibéricos, años después, sus levantamientos fueron una de las inspiraciones del extracto que en la Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma que cualquier persona tiene la potestad de rebelarse contra el poder cuando su dignidad está siendo aplastada.
España superará sus problemas atávicos cuando se quiera libre. Hasta entonces, Franco no habrá muerto, solo seguirá dormido. Ya lo dicen algunos: la mejor artimaña del Diablo es hacer creer al hombre que no existe.