Está de moda pasear, lo dicen los artículos que sospechosamente citan a Thoreau ahora que le llueven reediciones. Me parece bien, y es que si la literatura es el reverso de la vida, pasear está más cerca de la primera que de la segunda. Si alguna vez un niño quiso ser escritor y ese deseo no le estaba esperando agazapado en la primera juventud, estoy seguro de que fue porque ya se le hacían desagradables las mañanas laborales, el horario del colegio, ser arrebatado de las sábanas y arrojado a las calles con una o muchas misiones. Porque escribir es una profesión hacia dentro (de uno, del fondo de las cosas) mientras que el resto son todas profesiones hacia afuera: hacia los demás, hacia el invierno, hacia los atascos. De ahí que pasear sea lo único que salva la calle para el escritor, porque paseando no hay misión y puede mirarse hacia sí mismo en el espejo de todo lo que ve a su alrededor, de todo lo que hablan los demás. Hay que observar con la minuciosidad con la que un trompetista ensaya antes de un concierto, con el tesón del atleta que prepara una olimpiada. Se necesita tiempo y menos mal que gracias a Antonio Vega sabemos que no se acaban las calles, que venía la física a decirnos que también espacio.

Es por eso que en la época del utilitarismo distribuir así las horas, perder el tiempo con esta despreocupación frívola, supone una militancia mucho más trascendente que la de la mayoría de las causas. Es por eso que tenemos que reivindicarlo.

Así que escribir y pasear, lo demás es dedicarse a la falsificación, y de eso sabía mucho el maestro Pedro Luís de Gálvez, tan bueno que se falsificó un hijo —yo no me lo explico— y lo mató —al muñeco— para que los demás le pagaran el entierro, o por lo menos las copas para ahogar la pena.

Claro, que yo también tardé en entender esto. Antes había pensado en hacerme abogado, de los que trabajan en un despacho de madera, que esos también están calentitos. Pero para ser abogado hay que tratar con la gente y ya sabemos que la gente da asco, cosa que por cierto es más una oportunidad que un problema.

También miraba con envidia a los policías locales, cómo desayunaban en bares, cómo aparentemente tampoco tenían rumbo, pero eso sí que lo comprendí más pronto que temprano: con una pistola al cinturón no se pasea, se desfila.

Total, que otra vez, escribir, pasear y convertir la torre de marfil en el puente de mando de un barco de madera, de los que largan los temporales, remontan las avenidas y necesitan temporadas en el astillero—como Onetti en la cama—para ser calafateados.

A lo que voy con esto, por cierto, es a que estaría bien que pusieran alguna mesa por Madrid donde sentarse sin una cerveza en la mano. Que el ayuntamiento ya podría ayudarnos a juntar estas actividades, que luego quieren que no nos droguemos pero para sacar esto me he tenido que gastar dos euros y medio en una caña de cerveza y además con el vaso cerca se hace peor. Que en las terrazas cambia el gesto y se está a brindar por las que pasan. Dos euros y medio para llegar hasta aquí. Bueno, menos habría sacado en la Bolsa.

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