«Vaya donde vaya, soy el primero», dice una voz en Marte. La de Mark Watney, para más señas. El primer colonizador. Acaso el primer botánico (e ingeniero mecánico) en un planeta que abunda en secretos y remolinos oscilantes aquí y allá. Un sindiós, por así decir, arbitrario y letal. Que no conoce sentimientos ni sentimentalismos. Que desde tiempos ya remotos ha convertido a Marte en la cantera semántica de la ciencia ficción firmada por Ray Bradbury, en sus Crónicas marcianas, y por todos nosotros en nuestras particulares crónicas, digamos, del anhelo extraterrestre sin cabezudos ni ojos ovalados lisérgicos.
Una atracción por lo desconocido que nos lleva a preguntarnos: 1) ¿Hay vida (inteligente) en otros planetas?, 2) ¿somos los únicos pobladores de este vasto no ya universo, sino sistema solar que recién comenzamos a descubrir con menos intrepidez y recursos físicos que Ignatius Reilly en el Monsters of Rock?, y 3) de todas formas ¿a quién le importaba aquello de la carrera espacial? Que levanten la mano los paranoicos del alunizaje de 1969. Y los que no lo sean, también. Hay razones para desempolvar antiguos sueños infantiles guardados bajo llave, con rigor científico o sin él, o ambas cosas a un tiempo.
Ya se escuchan nuevamente los tambores de Strauss, los ecos aún recién nacidos del siempre lejano Big Bang, el calor gélido e inasible de las «naves en llamas más allá de Orión», el gótico carpintero HR Giger y sus aliens polizones en la Nostromo, el Robinson Crusoe (Sam Rockwell) a tiempo completo en una base lunar que esconde una terrible revelación genética, e incluso biográfica acerca de quiénes somos o —mejor dicho— cuántos somos. Y hemos sido ya. Y por cuántos eones. Así, sobre el tapete del planeta rojo se levantan de vez en cuando unas tormentas apocalípticas que desmerecen el conjunto. La belleza posee allí una connotación antipática, como esos monumentos —engreídos por la Historia— que sólo pueden ser cautivadores mientras hay buena luz, dinero fresco y cámaras enfocándolos. Porque en Marte hasta la más tranquilizadora panorámica se torna grisácea, y de repente se funden los plomos y el viento arrastra consigo alfombras de un calibre tal que excede la imaginación aunque no así los fabulosos sensores de los satélites en órbita: la ciencia nos hace estar a veces convencidos de que no sabemos nada, y de que más vale no cuestionarse demasiado ciertos asuntos que superan (¡ay!) nuestra potencia de fuego intelectual, pues somos perpetuos viajantes en busca de una cima cada vez más elevada. Y, por tanto, siempre inalcanzable. Casi, casi.
Aún le escuecen a Ridley Scott las críticas por su precuela de la intocable, y no poco meritoria, Alien, el octavo pasajero. No gustó entre los fundamentalistas que se decidiera a escarbar en la mitología del monstruo cuya boca semejaba una matrioska extensible como el cuello de una tortuga adicta a la burundanga. Prometheus se granjeó muchos odios y, también, el cariño irracional de un buen puñado de incondicionales del coguionista Damon Lindelof, quien había saboreado anteriormente la bilis de las redes sociales por su luminoso (para él) finiquito a Lost, tras seis temporadas inventándose fractales narrativas. Es decir, humo. Digital y metafórico. Tampoco su adaptación del guión novelado o novela cinematográfica que firmara Cormac McCarthy, El consejero, le brindó a Scott grandes réditos ni en taquilla ni entre sus fans. El oropel produce aquí un efecto extrañamente ordinario, anodino, ataba en corto las vacilaciones que hacían presagiar una deriva hacia la frontera, donde los perros mueren a balazos y se pudren al sol. En El consejero no había señal del escritor cuya prosa erizaba la piel de la nuca y helaba el gaznate. Ridley se limitó, y gracias, a brindarnos una secuencia memorable: sí, es la del siluro en el Porsche 911 descapotable. Con Javier Bardem como espectador mientras Cameron Díaz se estremece y se agita casi al ralentí, pero a toda velocidad, sobre la luna delantera. Otra (ésta sí) crónica marciana muy terrícola y a mayor gloria de todos los lectores y espectadores y voyeurs en general del universo —interior y exterior— inexplorado.
A renglón seguido llegarían las memorias apócrifas del hombre que separó en dos mitades el mar Rojo. Y nunca lo hubiéramos imaginado así, con ese aire patricio antes incluso de que los patricios asomaran por la margen noble de la Historia con mayúscula, transformado primero en el príncipe de Egipto y después en el faro de un éxodo hebreo que, rebelándose al látigo y la marginalidad secular, se refugió en la cabalística del mismo Dios (un niño en calzones, con perdón) mediante su muy barbudo altavoz: Moisés. Apunten otro asterisco negro, esta vez por su incompetencia formal. Y es que cuesta subirse a una historia cuyas escenas de acción desubican la mirada del espectador gracias, en parte, a sus continuos fallos de continuidad. Llega un momento en el que uno ya no logra discernir si los judíos siguen adelante o si han retrocedido en la autopista recién abierta del mar Rojo. Quizá ya no importe. Al fin y al cabo todo estaba grabado en piedra desde el principio. Hay combates imposibles, amañados por una mística ociosa, que consisten en dejarse vencer por KO en el quinto round, sin querer queriendo, como un Chavo del 8 con corona de rey lumpen.
Ahora cambien las coronas por escafandras, e imaginen una isla llamada Marte. Un grupo de astronautas toman muestras del terreno para analizarlas una vez en casa, algunos meses más tarde. Si es que regresan. En realidad el espacio, en su concepto más prosaico y desmitificador, es tan sólo una forma de muerte recordada. Todo es más grande visto desde abajo, sí, pero aquella inmensidad nunca ofrece la necesaria y definitiva contrarréplica a nuestro solipsismo. Con el espacio sueñan los niños buscando escapar a la planicie de la rutina en la Tierra, y justo ahí es donde la ciencia vuela literariamente hacia la ficción, y lo imprevisto puede saldarse con un hombro dislocado y unas grapas en el abdomen y un reencuentro más o menos feliz después de pasarte dos años cultivando patatas con la mierda de tus compañeros. Ahí está el espacio. Su verdad, árida y liberadora, resumida en un primer plano: Mark Watney (Matt Damon) pensando que va a morirse antes de que llegue ayuda; pensando que a lo mejor no está tan claro eso de la muerte por inanición, por asfixia, por cualquier accidente indeseable; pensando que la música disco es también una música para perdidos en el espacio, la banda sonora de una alegre desesperación retransmitida por la NASA; y al mismo tiempo gritándose que «más vale el suicido que acabar hablando con un tubérculo».
Respiren. No hay prisa. Aún.
Solo en el erial bermellón, Matt Damon se reafirma como un actorazo infalibe: no importa tanto lo que le ofrezcas sino hacerlo a la hora justa. 20th Century Fox ya contaba con él antes de que Ridley Scott tomara las riendas del filme, cuando Drew Goddard (La cabaña en el bosque) era todavía el director al mando, además del guionista que —afortunadamente— firma la presente adaptación de la novela homónima de Andy Weir. Un producto sin demasiadas ínfulas, más bien al contrario. Marte (The Martian) se acerca más a la ya mencionada Moon, brillante ópera prima del británico Duncan Jones, que a Interstellar o Gravity. Toda decisión técnica juega aquí en favor de la historia, no al revés, cosa que a menudo ocurre en superproducciones hollywoodienses de este pelo. A Damon lo acompañan profesionales como Jessica Chastain (posiblemente la mejor actriz joven en activo), Kate Mara, Michael Peña, Jeff Daniels; segundos violines del calibre de Kristen Wiig y Sean Bean y Chiwetel Ejiofor. El score recuerda por momentos a Vangelis. Los grandes planos generales seducen como pinturas expuestas en ese observatorio pop que es el cine actual. Ridley recupera viejos códigos y firma un survival defoeniano que alude a un mañana cada vez más pretérito, a punto de, cuyo gran marciano es en realidad aquel hombre común descrito por J. G. Ballard. Un hombre cualquiera, más bien vulgar, en un continuo «presente visionario».