He empezado la segunda temporada de Fargo. No les voy a hacer ningún spoiler, así que pueden continuar leyendo esto sin cuidado. Hay muchas cosas que me gustan de Fargo, tanto de la película de los noventa, como de esta serie de ahora. Lo bien que está hecha, calidad de las interpretaciones, el cuidado de los detalles, las metarreferencias, la banda sonora. Y también, que siempre gane la ley. Hay en Fargo, en esta nueva temporada, un poli adusto, espigado, serio. Un tipo antipático, que sonríe poco. Que no habla lo justo. Es un policía del Estado de Minnesota, aunque eso da lo mismo. Es un representante de la ley. Como ésta, aquél es gris: funcional y burocrático, metódico, insobornable. No intenta compadrear con ninguno de los malos. No empatiza. No cae bien. A veces, esa rectitud, ese rigor, lo pone en bretes delicados. Eso también me gusta de las películas americanas: los buenos, los representantes de la ley, los que la encarnan, son fulanos rigurosos porque el que empatiza, el bonachón, el comprensivo, el que llama a los malos por su nombre de pila, o por el apodo con el que los conocen en el pueblo, es el que acaba deshinibiéndose de la obligatoriedad la ley: el que siempre está presto a encontrar una solución intermedia, el que quiere hablar, aquel para el que nunca nada es lo suficientemente grave, y siempre puede llegar a un acuerdo. Es lo que decía don Vito Corleone: el que propone dialogar, ese es el traidor. Pasa un poco lo mismo que con Rajoy. No es que el Presidente del Gobierno caiga simpático a los que quieren saltarse la ley en este momento concreto de la Historia de España. Tampoco propone un pacto a medio camino entre la ley y la felonía. Su impasibilidad lo acerca más al delito por omisión, y a la irresponsabilidad moral, que a otra cosa. Sin embargo, Rajoy comparte una cosa con los polis de Fargo proclives a prosternarse ante los malos. La cobardía.
El poli bueno de Fargo, el sieso, el que no va de duro, sino que lo es, el que no cruza la línea, jamás habría esperado a que los independentistas catalanes pusieran al Estado en el precipicio en el que hoy se encuentra. Rajoy lo ha permitido y en mi modesta opinión, no porque esté dispuesto a ceder en las pretensiones sediciosas de esta gente, (eso faltaría) sino porque es un pusilánime, carece de las virtudes necesarias para liderar una nación, y desconoce la ley. Está más cerca de ser el otro tipo de poli que sale en Fargo, tan típico también de las películas americanas. El que llega al cuartel general de los malos e intenta agradar, ganándose así el desprecio y el vilipendio tanto de los malos, como de los buenos. Ya saben, aquel que sobrevive, el que obliga a Serpico a aceptar el soborno puesto que así se hace en la comisaría y así se hará siempre. El poli bueno de Fargo habría desenfundado al primer envite serio de la Generalitat catalana, que tuvo lugar, por ceñirnos a un marco temporal próximo, el pasado 9 de noviembre de 2014. Rajoy se acogió a la táctica fabiana de la contemporización, pero enfrente no tenía a Aníbal ni a las legiones victoriosas de Cannas, sino a unos titiriteros a los que la menor demostración de fuerza política y jurídica del Estado hubiera espantado por una buena temporada.
Rajoy no va a aplicar ni el Estado de Excepción ni el Estado de Sitio, aunque en su condición de Jefe del Gobierno, aunque en funciones, podría y debería hacerlo. Cuando un Estado renuncia a protegerse, y a accionar todos y cada uno de los mecanismos diseñados a tal efecto, basando su renuncia a la acción en el miedo a ser percibido por sus enemigos como autoritario o privador de derechos, ya ha perdido. Lo peor no es que pierda Rajoy, al fin y al cabo, un registrador de la propiedad cuya jubilación holgada ya está garantizada a costa de las arcas de ese mismo Estado que él renuncia a defender. Que él está poniendo en grave aprieto postergando una decisión inevitable: desposeer a los cargos electos del Parlamento autonómico catalán en virtud del delito, ya proclamado, de sedición. Un delito para el que no es necesario un resultado, sino que es denunciable en su cualidad declarativa, precisamente lo que ya ha hecho ese mismo Parlamento, anunciando una moción que dará lugar a un proceso de independencia unilateral. Al poli bueno casi siempre le disparan, y muchas veces muere. No cae bien. No es simpático, porque la ley tampoco lo es. La ley y el derecho no existen en el mundo para divertir a nadie, sino para delimitar el comportamiento de los individuos, encauzarlos en unos términos que hagan viable la convivencia. No son un asunto de broma, y todos quienes pretenden buscar una solución política desprendida de lo jurídico en el asunto catalán, obvian que la ley y el derecho no son sino las expresiones básicas y sustentadoras de la pretensión de una comunidad de vivir en armonía consigo mismo y con el mundo. El muro que nos separa de la condición selvática del hombre, del chamanismo, de la legitimidad tribal.