“Un bello pasaje de prosa, decía mi padre, puede curar no sólo la depresión sino también la sinusitis”
Benjamin Cheever
Parece que este oficio se ha ido a pique. Imagino que el periodismo de antes debía ser un lugar agradable, a donde poder ir a pasar el rato, como el bar de la esquina. Y marcharse tres o cuatro días a otra ciudad, a otro país. A fumar puros y beber cócteles, buscar alguna amante. A descubrir París, hacer el gamberro. Gastarse todo el dinero de las tarjetas de crédito según se cobrara un cheque y volver a casa un poco confundido, con los papeles del divorcio encima de la mesa. Ah, sí, eso debía ser el periodismo.
Un mundo al que se entrara con sombrero y gabardina, cuaderno de notas y boli, los guantes de boxeo atados a la cintura por si hubiera que subir al ring, la barba bien afeitada, el pelo echado a un lado y la ceniza del cigarro siempre cayendo cerca; y del que se saliera rodando, escupiendo al suelo y habiendo de quitarse algo de polvo de encima, satisfecho, sangrando por la nariz.
Antes, se conseguía hacer de cualquier cosa periodismo, y la banda que escribía torcido logró mezclarlo de buenas formas con la literatura. Eso estuvo bien, muy bien. Las chicas se volvieron locas, los chicos también, de las mejores maneras que puede uno hacer tal cosa. Y pocos episodios de años posteriores me parecen tan periodísticos como cuando Martin Amis avisó a su mujer de que se iba con Cristopher Hitchens a «un sitio de pajas» para documentarse, porque el protagonista de la novela que andaba escribiendo, John Self en Dinero, se iría de putas. Quedé conmovido al leer este fragmento en las memorias de Hitchens (Hitch-22). Y corriendo leí las de Amis (Experiencia), a ver si podía enterarme mejor sobre lo sucedido. Claro que Dinero ya lo había leído, y no tenía desperdicio.
Antes, decía, la literatura era la vida vestida desnuda y el periodismo llevaba minifalda. El periodismo era escuchar en la mesa de al lado, como John Cheever, a un hombre decir: «Bueno, cuando me canso, digo: ‘Vámonos a otra parte y volvamos a empezar. Se puede hacer, ¿no? Recogerlo todo, instalarse en otra parte, en el sur, en el oeste, y empezar de nuevo'». Ahora (y casi ningún oficio lo hace) siquiera se desabrocha los botones más altos de la blusa, y nadie parece irse a ninguna parte. Tú y yo que siempre soñamos con viajar, con irnos lejos.
Cuando, contando con 18 años, les dije a mis padres que iba a estudiar Periodismo, no les convenció del todo. O casi nada. «No había trabajo». Pero qué iba a hacer yo, si era lo que siempre había querido desde que unas semanas atrás me hubiera enterado que la nota no me daba para entrar en Publicidad o en Audiovisuales, y que a esas alturas ya no valía para ingeniero. Si solo queríamos ser jóvenes un rato más, y el resto nos daba igual.
Y digamos que las aventuras de Tintín fueron lo que forjaron, cuando las leí de adolescente un verano en Cabo de Palos, mi ética periodística. Y a partir de ahí podemos discutir cualquier cosa, lo que quieras.
He cumplido años hace bien poco, y no es la primera vez que me pasa. Los 23 me han sorprendido en clase, viviendo así un momento íntimo con la facultad, mientras una profesora nos decía a los alumnos que le debíamos la factura de su psicoanalista. Que así están las cosas por estos lares, la casa un poco en derrumbe.
Pero yo llegué ya al periodismo a trompicones. Solo buscaba alguna juerga que correrme, chicas con las que acostarme, ver un poco el mundo. Y así aprendí a jugar al mus y a faltar a clase con elegancia. A suspender asignaturas y a pasearme por septiembre con temple torero y alegría flamenca. A salir entre semana y a dormir hasta las dos de la tarde. «Siento que no hago nada», decía el otro día mi hermano pequeño quejándose, que anda cursando primer curso de otra carrera de letras. Me levanté entonces las gafas de sol para mirarle fijamente y decirle: «Nosotros sí que no hacíamos nada. Y era maravilloso». Me puse romántico, casi nostálgico. Y es que si en algún sitio aprendí malamente a escribir hasta poder defenderme con esgrimidos movimientos de cadera fue en esos períodos de no hacer nada con mi vida. Nada tan bueno para una pluma.
Casi todos los periodistas a los que he oído hablar últimamente en cualquier tipo de ponencia sobre el asunto hablan con lamento, o también nostalgia, del oficio, echando de menos tiempos mejores. Y bien es cierto que aquí no ganamos ya un duro, y no viaja sobre el asunto casi nadie. Y no sé si alguna vez se ganó, pero sí que se viajó y eso de veras que lo envidio. Sobre el dinero… Yo he trabajado un tiempo en un periódico, ¿sabes? Bueno, he trabajado de muchas cosas: desde camarero en un catering hasta vendedor ambulante de boletos de lotería, dependiente en una tienda de cafés o actor secundario (figurante, que es como ni haber ido a rodar) en anuncios mal pagados. He captado socios para Cruz Roja y luchado con dragones (hipérbole que me venía bien estéticamente, pero ni caso). Pero donde menos dinero he ganado, ha sido trabajando en un periódico. Haciendo de periodista o algo parecido. Ganaba 180 euros al mes como becario, trabajando de lunes a viernes cuatro horas cada mañana. Lo que es muy poco dinero, que el otro día, cuando mi madre me preguntó cuánto me quedaba ahorrado para mis viajes de verano, respondí muy serio: 4 euros con cincuenta y ocho céntimos. Mi hermano pequeňo se echó a reír, y me levanté las gafas de nuevo para decirle que con menos dinero he llegado a hacer auténticas virguerías.
Que Larra ganara ya un dineral cuando regresara de Francia para escribir en El Español de Andrés Borrego (1835) como colaborador estrella, y creo que solo escribiendo seis artículos al mes (más o menos), es un claro ejemplo de que se han complicado las cosas en la profesión. Luego se metió en política torpemente y se enredó de tal forma que terminaría por suicidarse en febrero del 37. Con 27 años, un poco a lo estrella del rock anticipada a su tiempo. Y, lo que digo, es que el periodismo ya ni da dinero ni hace estrellas… pero la política sí se sigue pareciendo al «pasteleo» de entonces… En eso sí nos parecemos. Porque la vida va en ciclos, un poco como la cadena de una bicicleta, y si siempre ha habido crisis, siempre se caga en la puta a quien le toca. «Esta crisis ha acabado con todo. Y lo que es peor, se ha llevado hasta mis ilusiones», me decía el otro día un amigo, mientras se comía un helado de chocolate. Que no sé yo si hablaba en broma o en serio.
Pues no es más, el periodismo, que otras cosas. Y así que la crisis se lo esté llevando por delante, y con la mera supervivencia se está quedando en los huesos, amigo. Y saldrá de esta, seguro, porque hará falta como nos hace falta contar historias y que nos cuenten historias. De hecho, si hay una frase que me gusta con creces del fallecido Eduardo Galeano es esa que dice que «estamos hechos de historias». Me hace gracia comprobar cómo mis amigos de ciencias se jactan de los que estudian periodismo, como si no tuvieran «ni puta idea de nada». En mi caso les permito tal licencia, pero sospecho que haya gente interesante en el mundillo, quizás a la que valiera la pena leer o escuchar de cuando en vez.
Uno se ha cruzado ya tantas veces con eso de que es «el mejor oficio del mundo», desde en las Memorias líquidas de Enric González hasta en textos de García Márquez, que insiste, aun sin vocación ni nada, ni siquiera grabadora, por si acaso. Para darle una oportunidad. Que así, una vez que tropecé con este arte de letras, había imaginado yo el oficio: como la hora de las cenas del Regente, con el que se veía la escritora Madame du Deffand, que se encerraba con sus amantes, asiduamente chicas de la ópera o similares, junto con sus hombres de estrecha amistad, de su intimidad, a los que él llamaba «libertinos», y cada cena se convertía en una orgía. «Las inmundicias e impiedades» (contaba Javier Marías en su obra Vidas escritas) eran por lo visto el fondo de cada conversación hasta que la ebriedad dejaba a muchos fuera de juego, y los que podían andar cuando terminaba la fiesta, se retiraban. Y los que no podían, eran sacados de allí a rastras.
Sí, así lo imaginaba yo.
Y supongo que, si de algún modo me he aficionado al periodismo, no es de otro que por el gustarme tanto escribir para contar historias, lo cual se me termina pareciendo mucho a esas cenas. O invita a desembocar en ellas. Precipitarse a la vida, que se podría decir.
Ni soy ni seré periodista. Si acaso un periodista imaginario que juegue con la actualidad para hacer literatura. Porque sin la literatura no entendería del todo bien el periodismo, pero tal vez sin el periodismo no del todo bien la actualidad. Como si fueran tres piezas de un puzzle que se escurre goteando en el mismo folio de una época.
Decía, que parece que el oficio se haya ido a pique. Por los pasillos de la facultad de periodismo, desde luego, corren esperanzas nulas, ninguneadas por un futuro incierto o tal vez por la crisis, y reprobadas por los mayores. Como si tan mal pintara todo. Y hasta a veces se nos olvida que, al fin y al cabo, los que pintamos somos nosotros. No son pocas las veces que he escuchado esto entre pupitres:
–A lo mejor dejo la carrera.
O me escribió hace poco un viejo amigo, que terminó el año pasado de estudiar, y cuando le pregunté por el trabajo me dijo:
«Acabé de trabajar en Efe. Y estuve el verano en El economista, de becario. Luego seis meses en BBVA con una beca. Y en septiembre empiezo un máster en ESIC. Así que poco o nada bien, porque al final no me he quedado en ninguno».
A un jovencísimo Ben Bradlee (el célebre periodista fallecido en 2014 que fue director del Whasington Post), el 4 de septiembre de 1948 le corrían inquietudes parecidas. Tenía un cuaderno con anotaciones para buscar trabajo, llamado ‘El libro del futuro’:
“–Gasolinera súper… Me quieren, pero yo a ellos no.
–Alimentación al por menor en Nueva Inglaterra… Seguro, pero les voy a rechazar.
–Washington Post… Improbable, pero lo quiero, trabajando.”
Menos mal que no quisiera ser director de nada, porque lo de trabajar nunca se me ha dado bien. Yo solo quiero poder un día decirle a mi mujer, acompañado de un amigo:
–Cariño, nos vamos a un sitio de pajas. Que tengo que escribir una novela.