Me ha pasado muchas veces, como supongo que le pasa a quien lee y disfruta haciéndolo, lo de sentir —¿cómo decirlo?— una sensación así como un latiguillo, una ráfaga, una descarga cuando leo una palabra concreta, una determinada frase, una oración entera con sus subordinadas adjuntas incluidas que mi cerebro procesa con un placer especial que no experimenta con el resto de palabras, frases y oraciones de esa misma lectura. Instantáneamente se me curva la boca en una sonrisa refleja y pienso que es entonces cuando de verdad se produce esa conexión persona-libro que haría feliz a cualquier autor del universo.
Dando una vuelta de tuerca me gusta imaginar que hay un neurotransmisor específico y de nombre rebuscado que se encarga en exclusiva de transmitirle al cerebro que ha leído algo de lo que debería guardar recuerdo. No ha leído cualquier cosa sino lo que podría colgarse con luces de neón del mismo cielo para que todo el mundo lo disfrute. Palabras-tesoro, frases-tesoro, oraciones-tesoro que significan mucho más que lo que contienen, que la semántica propiamente dicha. Es un gran acto de generosidad que experimento a solas, seguramente a oscuras y con una única luz directa de una lámpara-flexo sobre el libro objeto de mis delirios.
Lo que pasa, me atrevo a opinar, es que el momento en que uno lee lo que lee determina totalmente el modo en que se toma esa lectura. Nunca se puede ser inmune al efecto que producen las palabras. Así, no da igual percibir la Anna Karenina de Tólstoi durante un febrero gélido y nebuloso que en un agosto con mínimas de veinticinco grados a la sombra, a los veinte años que a los setenta, muy enamorado que después de haber dado por terminada una historia frustrada que te haya dejado el corazón desolado. Ni se absorbe de la misma manera, ahora a salvo y recompuesto y con nietos alrededor, una biografía de Hitler y sus «logros» habiendo sufrido, por ejemplo, en Mauthausen, duchas de agua helada, flagelaciones, un hambre atroz, trabajos forzados que pusieron tu cuerpo al límite cada día de los cuatro años eternos que estuviste allí, y al borde del desánimo y de la muerte haber sido liberado por el ejército norteamericano el 5 de mayo de 1945, que no habiendo vivido esas experiencias ni ninguna otra que se le parezca. Las cosas hay que ponerlas en un contexto, siempre, como ese globo rojo que hasta resulta poético cuando se pierde en el espacio pero que a buen seguro ha roto algo más que un hilo.
Por eso tener un libro entre las manos y ser su dueño ya vaticina un uso indiscriminado de él. Lo abriremos cuantas veces nos venga en gana para obtener lo que queremos, que es placer, recompensa, ese gustito físico no muy fácil de explicar que sin embargo hace adicto a quien lo siente. Qué sensación tremenda en el buen sentido es que se te salte la risa, que tragues saliva, que te bloquees, que te aguantes las lágrimas, que las dejes correr, que se te erice la piel tras leer unas líneas escritas con tanta emoción que las tuyas fluyen sin que las puedas reabsorber. Amortizas las páginas con la sonrisa involuntaria y cuanto más avanzas más quieres frenarte para no ponerle fin.
Está contraindicado no leer y por algo debe ser.