2666, la gran obra de Roberto Bolaño, es el libro más largo que he leído nunca. Sin embargo, de las 1119 páginas que conforman esta vastísima novela, lo que más me impresionó fueron apenas dos frases recogidas entre las líneas 22 y 25 de la página 742 de la edición de Compactos de Anagrama.
Antes Bolaño nos ha presentado a uno de los múltiples personajes de la novela: Albert Kessler, el criminólogo más famoso del mundo, miembro retirado del FBI, leyenda viva entre los policías y detectives. Kessler es ya un hombre de edad madura que vive en apariencia una vida dichosa y satisfecha. Viaja a menudo fuera de Estados Unidos para impartir conferencias y firmar ejemplares de sus libros. Cuando no viaja vive una vida apacible junto a su mujer con quien desayuna todos los días tostadas de pan congelado que ella pone en el microondas y que le quedan deliciosas, mejor que cualquier tostada que él hubiera comido. Mientras se las come su mujer aprovecha para narrarle los sueños que ha soñado esa noche. A diferencia de ella Kessler tiene pocos sueños y en caso de tenerlos los olvida al despertar.
Entonces, una noche (y aquí las dos frases): “cansado, soñó con un cráter y con un tipo que daba vueltas alrededor del cráter. Ese tipo probablemente soy yo, se dijo en el sueño, pero no le dio ninguna importancia y la imagen se apagó”.
La novela continúa y ni Kessler ni Bolaño vuelven a mencionar el sueño. Y como ellos, tampoco yo le di importancia. Esas dos oraciones debieron sin embargo resonar en mi cabeza y de alguna forma quedar adheridas igual que un chicle en la parte de atrás de mi mente porque, tiempo después de acabar la novela, la imagen de un hombre dando vueltas alrededor un cráter siguió volviendo a mi cabeza de cuando en cuando, siempre de forma inesperada, involuntaria e inexplicable, de forma parecida a la melodía de una canción pegadiza, lo cual me provocaba cierta perplejidad, cierto desconcierto, cierto no entender, como si esa imagen contuviera un significado oculto, un enigma que me interpelaba a ser resuelto.
Para Sigmund Freud todo sueño es un símbolo. En su obra La interpretación de los sueños el padre del psicoanálisis mantiene que los sueños expresan un deseo o un miedo del soñador mediante un lenguaje codificado: los símbolos. Carl Gustav Jung, el que fue en un principio principal colaborador de Freud y enemigo íntimo después, define un símbolo como algo que dice y significa más que lo que dice y significa en apariencia. Hay innumerables cosas más allá del alcance del entendimiento humano, conceptos que no podemos definir o comprender por completo, pero que están cargados de significado. Para eso sirven los símbolos. Los usamos para representar aquellas cosas que no podemos comprender por completo. Y eso es precisamente lo que los hace tan poderosos.
Algunos de estos símbolos son los llamados arquetipos: son universales, comunes a toda la humanidad, sea cual sea nuestra nacionalidad, edad, cultura o religión, habitan dentro de nosotros desde tiempo antiquísimo, heredados de generación en generación y pertenecen a lo que Jung llamó el inconsciente colectivo.
Durante un tiempo no supe qué significaba el cráter. Y a pesar de que ese símbolo pertenecía al personaje ficticio de una novela, de alguna forma a mí también me atañía (y también a Bolaño: dado que los escritores ponen mucho de sí mismos en sus obras, tiene sentido por tanto pensar que en realidad fue el propio Bolaño quien soñó alguna vez —o muchas— con aquel hombre dando vueltas alrededor de un cráter).
Así, aquella imagen siguió haciendo acto de presencia en mi vida asomándose por una esquina de mí conciencia sin pedir permiso. Podía ocurrir en cualquier lugar, sentado en un asiento del metro, colgando calzoncillos en el tenderete, mientras desayunaba Chocapics¸ leyendo una novela en el metro, durante una comida familiar, entre copa y copa en mitad de una fiesta un sábado por la noche, en cualquier momento. Lo que sí, me di cuenta de que aquella imagen venía acompañada de una sensación desagradable, una desazón a la que no sabía poner nombre pero que lograba hacerme pensar en mi vida, en mi familia, mi pareja, mis amigos, mi trabajo, y en la novela que estoy escribiendo y de forma súbita todo ello se me antojaba dolorosamente efímero, fútil. Como si nada de eso dispusiera de verdadera importancia, como si, en el fondo, toda mi vida careciera de sentido.
El cráter es el símbolo del vacío. Lo comprendí al contarle todo esto a una compañera mía de profesión, psiquiatra. Ella me explicó que hay cosas que son inherentes a la vida humana, como la muerte, la soledad, la tristeza… realidades universales, fuerzas negativas, oscuras, que no solo constituyen una parte ineludible de la existencia, sino que, según Platón, tienen necesariamente que existir para que puedan existir sus contrarios: la vida, el amor, la felicidad.
El vacío es una de esas experiencias universales. Ese cráter existe en el interior de todos nosotros. El de algunos es pequeño como una bañera, el de otros minúsculos como un vaso de agua, y el de otros en cambio más grande, del tamaño de un estadio de futbol, o aún más, del tamaño de un océano. En mi caso, del tamaño de una piscina hinchable más o menos.
Lo que sucede con el vacío es que asusta. “Cuando miras algo largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”, dijo Friedrich Nietzsche. Para no mirarlo los seres humanos hacemos como el hombre del sueño de Kessler/Bolaño: dar vueltas alrededor de él. Esto es, mantenernos activos, ocupados, estimulados, cada uno a su manera, trabajando sin descanso, haciendo deporte de forma compulsiva, escuchando música a cada momento, ordenando el escritorio, limpiando la casa, hablando por whatsapp, cazando pokemons, reactualizando Facebook cientos de veces al día, bebiendo alcohol, fumando porros, esnifando cocaína, e igualmente tratando de llenar ese vacío con cosas, con ropa, series, comida, pornografía, libros, viajes, juergas, éxitos, acumulando más y más cosas, y también cosas que todavía no son, sueños, planes, proyectos, fantasías, acumulando deseos, deseo tras de deseo, todos urgentes, pero caducos, nunca perennes, confiando en ilusiones, la ilusión del dinero, la ilusión del poder, la ilusión del saber, la ilusión de la religión…
Y sin embargo todas esas estrategias nunca harán que el vacío desaparezca. ¿Qué hacer entonces con él?, le pregunté a esta psiquiatra. ¿Y por qué hay que hacer algo?, me contestó ella. No entiendo, le dije. Déjalo estar, aclaró ella. Aunque su respuesta me desconcertó, de todas formas asentí con la cabeza. Creí intuir lo que ella trataba de transmitirme, pero no estaba en absoluto seguro. Aparentemente lo que ella me pedía era que dejara de luchar contra el vacío, que dejara de tratar de llenarlo, que lo mirara de frente y aprendiera a vivir con él. Ah sí, añadió después, y ponle nombre a ese vacío, así te familiarizarás a él como a un animal de compañía. En un primer momento pensé que era broma, pero por cómo me miró comprendí que lo decía totalmente en serio. El vacío no es ensimismo nada y con la nada nada se puede hacer.
Decidí, lógicamente, que se llamaría “cráter”.