El otro día me contaron una historia maravillosa. Ya saben ustedes que en Cien Lanzas en Orán se escribe sobre lo divino y sobre lo humano; acerca de la política de los hombres, de su poesía, y muy especialmente, acerca de su prosa. Que por lo común es lo más generoso en frutos narrativos. Con mejor o peor acierto, se intentan tratar asuntos de gravedad dispar. Hoy quiero traerles aquí una anécdota que no aspira nada más que a ilustrar una situación concreta en un momento específico de nuestra Historia contemporánea. Quiero evitar sacar ningún tipo de conclusión: la realidad es demasiado compleja como para fotografiarla así a la ligera, en tres párrafos y de un brochazo. Les quiero contar la historia de un médico y un coche.

Pongamos por caso que estamos en un pueblo andaluz. Es verano. Tenemos un médico, no sé su especialidad: sigamos poniendo y digamos que es, ejem, generalista. Trabaja en la sanidad pública. Estamos en los bonitos y felicísimos años 2000, edad áurea y de prosperidad sin fin en la tierra española. Este médico, casado, tiene con su mujer una casita en la playa. Sin pretensiones, un apartamento modesto, segunda residencia veraniega en donde gustan de solazarse además los fines de semana. Allí se alejan de la ciudad y su alboroto; respiran aire puro y salubre, pasean junto al mar y comen pescado que está, imagínense, fetén. O cómo va a estar, qué se creen ustedes. La cosa es que este hombre está muy orgulloso de ir y volver desde el dúplex en la playa hasta la ciudad en un precioso coche utilitario, un Mondeo que se acaba de comprar. Un coche que no es nuevo, sino de segunda mano o como lo ha rebautizado el marketing moderno: de kilómetro cero. Está contentísimo con su coche, una berlina que funciona perfectamente y que satisface todas las aspiraciones automovilísticas de su vida, incluso las más altas.

Quedamos en que estamos en verano, o acercándonos a él; este buen hombre llega, con sus vacaciones recién estrenadas, a la playa, y aparca su Mondeo en la calle donde está su casita. El hombre se baja, y mira a un lado: BMWs, Audis, Mercedes. Mira al otro: Cayennes, todoterrenos, coches de gama altísima. Pero qué es esto, se pregunta su hombre. Cagüendiela, qué poderío. Al lado de estos coches asombrosos, de lujo, el Mondeo luce un tanto pequeñoburgués, casi mediano. Vamos a decirlo así: reducido en su brillo. Ya no es un coche del que ufanarse, como hacía nuestro esforzado médico cuando le quitaba el polvo con mimo de niño pequeño en Reyes. En esto que se acerca un vecino de la calle. Del pueblo. Un señor normal, cuyo oficio por aquel entonces era el de acarrear patatas al mercado local, aborda a la señora de nuestro hombre mientras él vaciaba el maletero del Mondeo de marras. El tipo, gordote y guasón, cargando en una mano la silla de la playa y caminando sin camiseta –la tripa pantagruélica asomándole por el vientre como el caparazón de una tortuga galápago incrustado en el torso– le espeta, socarrón: “¿Y dice usted, señora, que su marido es médico? ¿Con ese coche de mierda que tiene?” Sin tiempo al ver la cara de estupefacción de nuestro matrimonio, el hombre se aleja murmurando “¡me debe estar vacilando!” mientras con el mando a distancia abría un BMW negro de los de a quince o veinte millones de las pesetas de entonces, con nuestro médico riéndose por lo bajini y parando mientes en lo que son (eran) las cosas.

El corolario de esta historia, contada por nuestro protagonista al discurrir de los años, es una calle vacía de coches y llena de apartamentos, pisos y dúplex cerrados, mordidos a yerbajos, con el cartel de ‘Se Vende’ o ‘Se Alquila’ amarilleando al sol en balaustradas de hierro, yeso y hormigón.

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