“Johnny Cash mentía: desde la prisión de Folsom no se alcanza a oír el tren”
(La educación de un ladrón, Edward Bunker)
Uno nunca sabe cómo acabará sus días en la ruleta de la fortuna callejera. Es difícil pronosticar si este ratero o aquel otro cerrará su historia con un navajazo de buenas noches o, en cambio, feliz junto a su familia tras convertirse en un escritor no ya famoso sino algo muchísimo mejor: un escritor leído con el celo del voyeur que por nada del mundo quiere que su Hemingway («¡pero qué!», repite incrédulo, «¡qué animal tan admirable! Este párrafo es un seco resbalón en una ducha de miradas sospechosas») devenga en best-seller mundial. Yo, por citar al lector más incauto, procuro distanciarme en un primer momento de los autores –sobre todo de novela negra, hoy tan en boga– cuyos libros vienen ratificados por los mismos gurús de siempre, con frases grabadas en piedra igual que los diez mandamientos: no robarás libros de bolsillo, no cometerás actos impuros (como leer a Jorge Bucay), no tomarás el nombre de Kurt Vonnegut en vano, honrarás a tu padre (Vladimir Nabokov) y a tu madre (Flannery O’Connor), no citarás mal a Borges ni mentirás acerca de sus fobias literarias, amarás a Proust sobre todas las cosas… Y no codiciarás –sólo un poco, sólo todo el tiempo– haber escrito como Roberto Bolaño. Hay fajas tan exquisitas, con adverbios de tal calibre, que después de leerlas ya no quedan fuerzas para seguir descubriendo el libro en sí, auténtico: esto es, el apasionante submundo que se esconde bajo las sábanas de los compañeros escribientes (muchos no tienen siquiera tiempo para decidir si les ha gustado o no, y finiquitan su opinión con alguna referencia al talento narrativo, cuando no con un sintagma de llave yudoca salido del pubis, que a veces hasta parecen competir por ver quién tiene el calificativo más grande) y la editorial en sus lógicas y lícitas ansias de vender el mayor número de ejemplares posible. Para, con suerte, convertir al escritor «de culto» en uno de culto, sí, vale, pero superventas. Que de algo hay que vivir y pagarles el Erasmus a los críos. Para, también con algo más que buena suerte, seguir escribiendo sin interrupción ni concesiones. Ni vergüenza. Y así seguir cobrando título tras título, reportaje tras reportaje, columna tras columna, los dineros de un trabajo consistente –todo lo más– en mezclar realidad y ficción.
A menudo el interés literario es proporcionalmente inverso al éxito comercial, pues en cierto modo la admiración es tanto más justificable cuanto mayor es el fracaso del autor; no se sabe muy bien por qué. Quizá sea una impostura torticera, como la de esos lectores que en privado devoran La torre oscura de Stephen King o Los pilares de la Tierra de Ken Follett, y después van por ahí pregonando únicamente las virtudes del último «clásico moderno» (oxímoron de crítico más bien perezoso). “Es un mundo complicado”, el de prescriptor literario –conviene aclarar–, “lleno de dudas… y bananas”. Eso le dijo un rubicundo recién baleado a Corto Maltés. Y aquí las balas no se escatiman, rugen incluso en el temblor de la noche, se reciben a quemarropa, se mantienen en el cargador a la espera de que la bestia muestre sus fauces. Nuestro protagonista, Edward Bunker (Los Ángeles, 1933–Burbank, 2005), aprendió muy pronto a esquivarlas y temerlas y cubrirse ante un posible rebote en el cemento de las numerosas jaulas que visitó a partir de los 17 años, edad a la que ingresó en San Quintín convirtiéndose en el preso más joven de Alcatraz.
De alguna manera la suya es una historia de redención –si bien parcial– a través de los libros, y no precisamente de la Biblia. Tras haber pasado su infancia y gran parte de la adolescencia en reformatorios y escuelas militares (el divorcio de sus padres, un tramoyista y una corista de Busby Berkeley, agravó el conflicto del ya de por sí conflictivo Edward, al que terminarían abandonando en una casa de acogida) debido a su carácter antiautoritario y a su “necesidad de satisfacción inmediata”, Bunker se refugió primero en la lectura de los clásicos y después en el estudio minucioso de las técnicas narrativas útiles para llevar a puerto novelas como No hay bestia tan feroz, Stark y Little Boy Blue. Todo en Bunker —a ratos su conducta errática, a ratos su nerviosa quietud en una selva cuya única ley vigente es la del talión— revela los códigos del joven delincuente de los años 50 y 60: para qué esforzarse por alcanzar el sueño americano si puedes sobrevivir vendiendo marihuana y dando pequeños golpes aquí y allá.
Describe Edward Bunker en sus memorias, La educación de un ladrón (Sajalín Editores), a un tipo con los sentimientos deshuesados y un pronto imprevisible del que conviene refugiarse puntualmente, y al que conoció durante su condena en una prisión de California. Se llamaba Bobby Hedberg y era “un chiflado auténtico”. Bunker recuerda de él su ascendencia nada marginal, contraria a los derroteros delictivos que identificamos con las clases más desfavorecidas en los entornos menos alentadores: su padre, un tal R. B., “se había hecho rico con la construcción de casas baratas en el valle de San Fernando al término de la II Guerra Mundial”. Era un católico irlandés recalcitrante que despachaba insultos racistas como el charcutero el jamón york. Para este hombre, incluso Hitler podría haber sido un chav, un spide, un negrata, un sidoso, un asaltacunas, un judío sionista, un protestante de mierda que promulgó políticas perniciosas; todas esas políticas infectas que nos han llevado al naufragio actual. “Si ya lo decía yo”, vendría a ser su muletilla acompañada de ajos y de una cruz a lo Van Helsing.
Así, su hijo mayor escogió el lado salvaje y desvió su trazada como los coches con sobreviraje en las curvas traicioneras. Un día Bobby arrancó el carro y se dio a la fuga hasta cruzar la frontera con México, donde se rindió a las ráfagas de ametralladora del FBI. En otra ocasión un agente de la condicional lo encerró en un despacho sito en una planta novena, y entonces Bobby empezó a romper los muebles; abrió la ventana y lanzó todo lo que pudo y más, incluido un retrato de Ronald Reagan. Habla Bunker de confeti. Y dice que otro día, en Los Ángeles, fue a visitar a Bobby y al llegar a su casa se encontró un perímetro con varios polis apostados tras los coches patrulla, como en un filme de Michael Mann, al que por cierto Bunker asesoró en Heat. Obviamente cumplió, expeditivo, situándose a la altura de su breve papel en Reservoir Dogs, donde interpreta a un ladrón apodado Mr. Blue. Fíjense bien. Durante la escena de la charla grupal, al comienzo de la película, la cámara va repasando rostros de outsiders que no dicen ni pío al tiempo que toman nota mental de su próximo golpe: atracar un banco a plena luz del día. Michael Madsen sueña con orejas y alivia tensión dándole giros en la boca a un chicle sin azúcar. Tim Roth, peinado y vestido igual que el telonero de Bon Jovi, hace la chimenea con un cigarro interminable, siempre en las últimas. Steve Buscemi parece el típico empollón debilucho que en Navidad llega a casa agitando violentamente el boletín de notas, lleno de suficientes altos y una observación al pie: No participa apenas en clase, y dice muchas «palabrotas».
–¿Por qué tengo que ser yo el Señor Rosa? –pregunta con tono amargo Steve Mr. Pink Buscemi.
–Porque eres un marica –responde Lawrence Tierney–. ¿Okay?
Mientras que Chris Penn –quizá un proto-Soprano, el amigo voluble de Paulie Gualtieri– se rasca la nariz o piensa en rascársela o sólo en aquel chiste tan gracioso que le contaron el otro día. Y Harvey Keitel aprieta la mandíbula como si estuviese rumiando un plan infalible: irse de allí sin levantar acta de los inconvenientes a que se enfrentan; y justo detrás de él, robándole el plano, hay un señor –bigote cobrizo de ranger y ojos de águila verdes incandescentes– casi recién salido de la prisión de Folsom, caverna de parias en donde coincidió tiempo atrás con Danny Trejo, un sublime fabulador que ya había probado las drogas y la canallesca del volando voy/volando vengo/por el camino/yo me entretengo mucho antes de anunciar fajitas y bailar el machete del ñeris Robert Rodríguez.
Qué no repetir sobre Bunker.
No hay banalidad en él. No hay contemplaciones. No hay sentido del humor.
O sí. Pero bajo tierra.
Hay boxeo intramuros. Venganzas. Yonquis. Prostitutas. Guerras raciales. Agradecimientos tenues: a los que pasaron de tapadillo sin tatuarle cicatrices. Agradecimientos de por vida: a usted, Louise Fazenda. Que le dio un trabajo legal. Que lo ayudó a creer en su estilo macerado a golpes.
Porque Edward Bunker es un género en sí mismo (hardboiled hiperrealista), y las fajas de sus novelas exponen las reverencias de, entre otros titanes, Quentin Tarantino y James Ellroy.
La educación de un ladrón es, también, una dedicatoria a su hijo Brendan.
O mejor: la puerta batiente a su lijoso infierno azul.
O peor: un pozo sin fondo en el que oímos el intermitente ploc-ploc de una gota caer.
Y aquí va un jab de izquierda patentado por Mr. Blue: “En este mundo oscuro no hay nada más prometeico que acuchillar a un guarda”.
O como ya señaló el huidizo Max Dembo a modo de sortilegio en No hay bestia tan feroz: “Cuando se piensa en vivir, también se piensa en morir, porque la vida y la muerte están entrelazadas. Y pensar es una maldición. (…) Me marcho de este lugar paradisíaco. (…) Cogeré un avión a Ciudad de México y cruzaré la frontera por El Paso. A lo mejor esta vez me trincan”.
“¡A la mierda!”.