Durante ocho minutos, la voz de Julio de la Rosa me invita a despertar con…
Si yo te doy, si tú me das.
Si te hago bien, si te hago mal
¿me puedes explicar de qué va el juego?
¿Por qué me odio si te vas?
¿Por qué me puede el animal?
¿Por qué no puedo yo ponerle freno?
El triunfador absoluto de la pasada edición, llena con sus versos la terraza soleada desde la que escribo. Coincido con el compositor de La isla mínima, el Deleste no es un bebedero de patos, y no soy un cronista festivalero. Apenas conozco a media docena de grupos del cartel, sólo llevo barba de tres días y mi indumentaria no es armónica con la corriente estética que me envolvía anoche.
Mi intención era venir a contar un relato ambientado en este evento y, en fin, la escritura se me ha llevado por delante. Excúsome por la excesiva intensidad dramática de ayer. Ahí queda. Pero, voy a seguir un ratito más con Pequeños trastornos sin importancia.
Mientras desayuno, a mediodía, evito elucubrar sobre puntos de giro en el guión de la velada anterior. Necesito encontrarme con la paz de las zancadas. A las tres de la tarde salgo a correr por el antiguo cauce del Turia hacia Cabecera. Un botellín de agua y dos glucomovidas, sin reloj y sin móvil. Enfilo por el Parc Fluvial hasta que llego al Plan Sur, cabalgan mis piernas en dirección al mar, absolutamente solo, por una senda que discurre sobre el lecho del Cauce Nuevo. A la altura de La Torre, miro hacia la Rambleta y por poco piso una serpiente de metro y medio. Un bramido asustado sale de mí.
Ausentarme de este modo, en medio de la nada, es una puta gozada. Durante siete kilómetros recorro un paraje que es mezcla entre sabana, estepa y dunas de ribera. Me está gustando este festival. Me gusta estar viviéndolo así, con todo y pese a todo, y lo que aún resta. Disfrutar del sonido, de la magia del teatro, de cómo la música en directo atraviesa la cuarta pared. Disfrutar de ello en esta ciudad, tan meretriz -que albergó el más exquisito lupanar de la Europa medieval-, tan incierta, y tan sorprendente.
El Deleste está en las antípodas de lo que sería un “Mesinfot Festival”. En la costa oriental de Iberia la creatividad se nos derrama pero no solemos contar con espacios para la expansión del potencial que nos inspira este sol mediterráneo. Somos demasiado pólvora. Valencia es fuego fatuo. Esta movida que han organizado es más bien una pirotecnia sugerente, casi impropia de La Terreta.
Llego hasta el puerto de Baltimore, perdón, al espigón de Pinedo, el paisaje es casi idéntico. Regreso hacia las naves espaciales de Calatrava. Trencadís trencat. Maldigo para mis adentros, mil doscientos jodidos millones, qué maestría para el despilfarro.
Sigo trotando hasta el Pont de la Mar, qué bonito es, y no nos dejan escalar sus arcos, hijos de puta. Tras dejar a un lado Viveros, me adentro por Gobernador Viejo hasta desembocar en el Sol i Lluna, cerveza isotónica, y en marcha. Paso por bajo del Micalet acariciando, en la curva, los sillares de su base. Ya sin glucomovidas, voy trotando sobre el césped del río hacia las pistas de atletismo del Estadi del Túria. Así, con el piloto automático, y el festival como pensamiento recurrente.
La consolidación de esta cita, parece estar fraguándose, según me contaba Eugenio Viñas, mucho más versado en estas lides. Otro colega con el que me crucé, cuyo criterio tengo en consideración, afirmó que, tan sólo la delicia auditiva en este “lugar para contemplar”, ya vale más que los cuarenta maxwells. Un analista-adorador de conciertos me hacía ver: esta es la línea adecuada pero que hay que rejuvenecer a la concurrencia.
Sigo aún, trotando hasta el Bioparc. El sol empieza a bajar, bordeo el lago para regresar.
Los festivales implican ese escaparate de aspectos y poses; de apariencias meticulosamente descuidadas, o estudiadísimas. Nunca me ha ido el postureo. Me resulta fácil socializar pero odio el baile de máscaras. Si un narrador se adentra entre bambalinas, creo que la perspectiva se pierde. La aura invisible del escenario se desvanece. Por esta razón eludo, aunque me inviten, entrar en el backstage, salvo que haya una entrevista de por medio. Además, algo muy llamativo de este festival es la cercanía con los artistas cuando deambulan entre el público y los conciertos.
Quizá logre no consentirme que La Sacudida entorpezca el disfrute en el segundo round que el Deleste hace posible esta noche. Quizá te encuentre. Pero no voy a escribirte, no puedo. Me resulta inconcebible hacer como si nada, como si sostuviéramos un vínculo intrascendente. Me agrada la densidad de tu mirada y me duele cruzarme con ella.
No voy a cambiar jamás, no puedo cambiar.
Mientras Madee se dispone a concluir su repertorio entro en la Rambleta. Se me ha ido la olla corriendo por la ciudad. Qué tal habrán sonado Montero y Holzwarth; indagaré más tarde. Desde la misma ubicación que ayer me dispongo a presenciar lo que nos vayan a servir… precisamente, uno de los organizadores –con gorra de béisbol roja– se sienta a mi lado, receso en penumbra, a los cinco minutos se marcha con la hiperactividad de un mánager. Debe ser toda una experiencia la que están viviendo los propulsores de este quilombo, además, todas las bandas (que he visto) están siendo manifiestamente agradecidas para con ellos, por lo que, concluyo, que algo deben estar haciendo muy guay en el trato –y el mimo– hacia los grupos .
Evitamos las preguntas y empezamos a bailar
Un quinteto venido del norte, Joe la Reina, comienza así, sacudiéndome entre aullidos, y es que, con un pensamiento similar pedaleaba hacia aquí. “Estar en este festival tan… bonito.” El cantante, con sencilla síntesis, destila lo que se respira en las entrañas de La Rambleta.
Cantaremos a la nada sin saber qué contar
Enérgicos agudos brotan de ese cruce entre Corto Maltés y Robert Zimmerman.
Dichosa la tempestad.
Me embriagué con tu gracia […]
Tus ojos son un mar… de ahí sale todo lo demás.
Me gusta cómo suenan. Franqueza norteña y sensibilidad destilada frente a la bahía de la Concha.
Fuera de esta habitación caigo en la interpretación…
Cuatro focos con rectángulos danzantes. Por cierto, sutil y muy bien fusionada la luz a lo largo de (todas) las actuaciones.
Bajaré de mi falso pedestal sin ayuda de nadie.
Aplaudo complacido cuando los Joe la Reina cierran el telón del auditorio. Cae la noche húmeda. Cerveza y humo. Escribo en la terraza lateral, absorto. Solitario y ausente. La nebulosa me envuelve en esta región austral de mi ciudad.
Me acerco a indagar en la enérgica puesta en escena de los Fuckin Bollocks, pero entre la lasitud que me aportan los kilómetros –al asentarse en mi cuerpo– y el ánimo calmado con el ritmo de las olas de Zurriola, ahora mismo, no me apetece brincar. Acudo a por gominolas al kiosko de Sandokán. Y a por un litrito.
En un lado de la Rambleta, escribo en mi bloc de notas. Pasa una moderna que me hace recordar a una amiga. Le envío un mensaje a Helena Goch, y por esas (no) casualidades, horas más tarde, a través de ella, acabaré haciéndole llegar al mismísimo Julio de la Rosa, una sonrojante nota de audio versionando “Déjame hacerte feliz (aunque sea un rato)”. Compréndase la osadía después de la euforia que será desatada con Nueva Vulcano.
Aquí, acodado sigo, cuando se me acerca un tipo sonriente, con aspecto de surfer y pidiéndome fuego, en él reconozco al batería de Joe la Reina. Durante noventa minutos me comparto con este grupo hasta que la noche dispersa a las fieras. Brindamos con pacharán de un modo extenuante. Un barman castizo nos ilustra acerca de Emilio Solo, ilustre vecino del barrio, al micrófono. Lo equipara con Nino Bravo y Bruno Lomas. Los vascos, y su teclista navarro, alucinan. Cae otra botella de pacharán en San Marcelino. Disfruto de la autenticidad de esta gente.
Regresamos al festival y eludo el ofrecimiento de seguir brindando con ellos. Una vocecilla me recuerda que no debo perder la perspectiva. Me cruzo diversos rostros conocidos con los que me detengo mientras los Polock se pasean por sus melodías de hervideros hormonales, a ratos, psicodélicas. O así me lo parece, o así me entra. El guitarra solista, en su burbuja, es una suerte de Frusciante, virtuoso y preciosista. Sobre la tablas, suenan más cuajados, con Papu, y el resto, más conscientes de sí mismos. Se aprecia en su expansión escénica, en lo bien que suenan haciendo lo que hacen.
De repente, una de las canciones del Fifa’15, con unos teclados propios de Frankenstein resucitando.
En la recta de meta de Polock, mi colega Íñigo me lleva, sin querer, hasta ti. Trayecto vacuo.
Condición de aturdido,
encuentro que todo está perdido,
pero ahora que el mal ya está hecho…
lo bueno va a encontrar su oportunidad.
Ahora, tú, no dejes que hable…
te debo un baile, y no una explicación.
Te debo un baile.
La próxima vez que levantes las cejas de incredulidad
que sea al mundo y no a mí…
Me acerco, sonriente y ya no me asalta, de nuevo, el lamento sordo de aquel amanecer.
He oído que acostumbra a haber… una mañana siguiente.
En posición flor de loto, a tu lado.
Y sólo te hablan mis ojos.
A lo que respondes: Por favor, no me mires así.
Entre parapadeos, sin despegar los labios, en el telepronter de mi retina desciende este texto:
¿Habría costado tanto que hubieras sido menos críptica?
No eres una musa transitoria a la que adorar futilmente.
Me fascina que de niña fueras cautivada por Bergman.
Cuánto regocijo en mis circunvoluciones al creer…
al creer que puedo expresarme en cualquier registro sabiendo que comprendes
(que compartes los códigos)
Desnortado en el Deleste.
Por qué accediste a danzar conmigo en espiral si no te atreves, si no puedes, si no…
Si te da miedo cuando expongo el fluir de mi conciencia.
Persiste “un silencio triple, profundo y amplio como el final del otoño” (Rothfuss).
Salgo de escena, y me voy de viaje por el sol mientras Jota y los de la Cultural Solynieve, se ventilan su show con la veteranía del toro de Osborne. Tan lejos de las antiguas murallas, aquí, a la lluna de València, sobreponiéndome y respirando. Levitando y sereno. Lucidez incandescente. Liberado. Escucho, desde las inmediaciones de la Rambleta, los estertores sordos que atraviesan las paredes y se me estampan, acicateándome a regresar –en solitario– ante la fragua de Nueva Vulcano.
Tus (mis) palabras, ayer, inadmisibles, hoy, entrañables, mañana, memorables.
Pensando en el horizonte de incógnitas que sacude mi prisma estético en casi cada concierto del Deleste. ¡Boum! Se estampa contra mí una joven adorable.
Me siento en un taburete, en el lateral derecho del escenario Jagger, entre la penumbra y los focos a ras de suelo, las conversaciones vacuas, el juego de falsedades y/o de sinceros encuentros. Fumo. Escribo a mano, en un trozo de papel: como si la escena final de Apocalypse Now tuviera lugar en mi pecho.
Acudo a por cerveza con el último ticket que me queda y, cargado con un litro de Ambar, me desvío para evacuar. Aquella chica que se había chocado conmigo, dos horas antes, me hace ahora un gesto reverencial –socarrón y muy parecido a uno de mis recursos habituales. Me hace gracia. Sigo camino de los baños.
Sonrío ante el espejo. Al salir y cruzarme con ella, intercambio en slow motion mi cubalitro por la cerveza que sostenía en su mano. A los siete pasos me coge del brazo… resquebrajándome con la suavidad de sus dedos hasta el amanecer, envueltos por el eco de la música delestial.