Las luces recorrían el techo del lugar a propósito de esa noche, el suelo estaba impecable y el escenario preparado para las palabras que tuviera que decir cualquiera. El Ayuntamiento de Madrid, vacío, parecía enorme; y esperaba paciente la llegada de los invitados. El ambiente era tenso, casi inabarcable para los chicos del catering. Esos éramos nosotros: “Los chicos del catering”, o así nos llamaban. Éramos ciento y la madre, la mayoría veteranos, algún jefe cabrón y los tres novatos: un amigo, mi hermano y yo.

Tras una puerta corredera se encontraba el material: todas las bebidas. Pero era en una suerte de sótano donde varios cocineros preparaban la comida y nos la disponían en bandejas, y allí nos cambiamos, pusimos pantalón negro, camisa blanca, un corto delantal y guantes, y casi con un peine y saliva nos echamos el pelo hacia atrás como diciendo: “se va a liar gorda”. Parecía eso un campo de batalla. Chicos y chicas repantingados por el suelo vistiéndose el uniforme exigido, cocineros que entraban y salían, y una especie de Hitler bajito y rapado, el supuesto jefe, que no dejaba de gritar. Iba a sonar la sirena. Todos a sus puestos. Los invitados estaban al caer, y uno bostezaba entre cansancio y desprecio dándoselas de entendido, aunque jamás en la vida había servido bandejas. Y miraba de reojo a las compañeras pensando que el trabajo era maravilloso. 

–Tú, tú, tú… y tú –así hasta diez o doce–, venid conmigo.

El jefe se subió a varios, entre ellos a los tres novatos. Vaya carajo, como quien dice. Dispuso arriba bandejas con cervezas, champán, vino y demás. Las fue repartiendo y el primero de nosotros en recibir fue mi hermano. Champán.

–Es muy fácil –le dijo–, con una mano agarras la bandeja con las copas, y con la otra, con el dedo gordo bajo la botella y siempre levantada, vas sirviendo. Siempre con una mano.

–Vale –y mi hermano parecía el capitán garfio tratando de alcanzar a una escurridiza campanilla, mientras la bandeja se le zarandeaba de un lado a otro. Yo me reía, claro.

Repartió lo demás, y me tocaron las cervezas. Agarré con las dos manos una bandeja con nueve vasos de tubo, llenos hasta arriba, y las piernas me flaquearon mientras las manos hacían lo suyo, temblando.

–No –dijo el jefe–. Con una mano.

–Pero…

–¡Con una mano! ¡Hostia!

Y así lo hice, y parecía que aquella bandeja tuviera vida propia, jugaba conmigo a su merced, me reducía a una torpe y mala interpretación de camarero, a una actuación ridícula, y no era tal y como yo lo había imaginado.

–¡Vosotros! –me señaló directamente y noté el corazón en la garganta–, vais saliendo fuera y os colocáis en la puerta, en dos filas paralelas, para recibir a los primeros invitados.

Que pensé, quién tendría la droga para colocarnos… a nada, nada. Ya lo entendí.

Yo hacía rato que sujetaba ya la bandeja con dos manos, pecho y hasta una rodilla. Dejé de hablar, consumido en tal concentración que incluso un chaval se me fue a acercar para decirme algo y le dediqué una mirada fulminante del tipo: “Oye, a mí déjame en paz, hijo de puta”. Salí esperando lo peor, como un gladiador dispuesto a morir, que esperara de brazos abiertos la espada. Nos dispusieron como un desfile, mientras las grandes puertas del ayuntamiento se abrían.

Cogí la bandeja con una mano ante el ultimátum del jefe y cuando se giró me ayudé con la otra de nuevo. Contemplaba atónito a los demás camareros, quietos, firmes, templados, seguros, en equilibrio. Yo sentía que el mundo se desvanecía a mis pies y pensaba en el tiempo que faltaba para que aquello acabara. Y entonces aparecieron los primeros invitados, con un elegante tipo de poco pelo y corbata que iba en cabeza, salvando distancias, y, contra toda suerte, venía directo hacia mí. Joder. Se acercó, me saludó, miró relamido las cervezas y cogió un tubo sonriendo. Yo me empleé al máximo tirando de derroche físico y seguridad, y así fue tanta mi coordinación que, en cuanto levantó el vaso, toda la bandeja se me vino encima, que no me dio tiempo ni a parpadear y ya estaban cayendo todas las cervezas al suelo y encima de mí, salpicando todo, rompiéndose los cristales.

Ya está, pensé, me echan. Me echan seguro.

Y el jefe vino corriendo a sacarme del escenario. Yo trataba de balbucear algo y explicarme, mientras sentía una gran alegría de pensar que en nada me iba para casa. Pero él no me escuchaba. Me pasó un nuevo delantal, me acercó una bandeja con caldo hirviendo y me dijo:

–Venga, tira, sal a servir.

–Pero… me acabo de tirar… –yo miraba los vasos de caldo echando humo.

–Vamos, vamos. ¡Vamos hostia!

Y me empujó de nuevo a la pista de baile, a la acción. Le faltó darme una palmada en el culo.

No sé cómo pero conseguí no volver a tirar nada, aparte que algún canapé que desbordaba los laterales de la bandeja que llevara de vez en cuando, y una pequeña fama en el balcón de la gloria del catering, pues no éramos muchos los que debutábamos con tales maneras. Yo casi terminé la noche sonriendo orgulloso, mirando a las chicas y pensando: “Sí, soy yo”. Una mujer mayor de unos 30 años no dejó de mirarme en toda la velada, y cuando había pasado la medianoche y el evento estaba por terminar, me paró ante la risa histérica de sus amigas y me dio un trozo de servilleta con su número de teléfono. Bebimos cerveza, comimos a escondidas (mi hermano salía cada pocos minutos del cuarto de baño con restos de croquetas de jamón cayéndole por la barbilla, y nuestro amigo pasaba casi más tiempo en los suburbios de la cocina que de cara al público, pillando lo que pudiera, y quejándose de que al día siguiente tenía examen), paseamos diestramente entre gente vestida de gala, dimos mil vueltas y más, guiñamos algún ojo y terminamos pensando que había que repetir.

El fin de semana siguiente nos envalentonamos cuando nos llamaron, y dijimos que sí a un evento de empresa en el edificio de la Mutua. Fuimos de resaca y casi sin dormir. Había caído en sábado, en fin. Y las manos nos temblaban más que nunca y lo pasamos en grande. Lo de mi hermano y el cuarto de baño con las croquetas esta vez fue bochornoso. Cada vez que iba le asomaban hasta de los bolsillos, se encerraba largo rato con su bandeja repleta y salía sin nada. Nuestro amigo iba siempre atragantado, casi echando tropezones de tortilla por la boca y discutiendo con los jefes, por lo que fuera, y yo intentaba servir solo a grupos con mujeres, por si caía otro teléfono… Incluso perdimos toda discreción y algún bocado caía entre grupo y grupo de invitados, y lo mismo con los tragos. Estuvo bien, lo hicimos bien, y no sé qué falló que no volvieron a llamarnos nunca más. Siempre he pensado que no les compensó, entre tantas croquetas…

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