Recargo mi cabeza en la ventanilla. Apenas volteo y el desértico verde ocre del norte me saluda. Huizaches, mezquites, nopales. Escucho a mi padre, don Raúl Cárdenas, narrarnos historias de hace algunos ayeres. El viaje es largo, de regreso al terruño, a la frontera. Nos cuenta, con risa en los ojos, del día de juventud en que descubrió que el grupo de rock Creedence era la razón a sus días mansos. Ni se soñaba el internet, apenas la televisión, pero ello era un lujo al que pocas familias podían acceder. Entonces, entonces el mundo era la radio y la imaginación. Raúl, alrededor de los quince, caminaba con sus amigos ciudad arriba, hasta el borde del Río Bravo: allí la señal de las radios norteamericanas eran más fuertes, allí descubrió que Born in the Bayou podía significar cualquier cosa. Las letras en inglés no son barrera cuando el idioma de la música es lo que importa. Traducían y tarareaban cada uno lo primero que les venía en mente: amor, desamor, guerra, paz, familia, soledad, juventud, pasado, la nada, el todo. Pienso hoy que Raúl Cárdenas pensaba ayer que formaría una banda de rock.
Por aquel entonces, al otro lado del país, en la Península de Yucatán, unos años atrás un niño de nombre Raúl H. Lugo caminaba siempre descalzo. Raúl cuenta la historia del día en que la primer familia del vecindario tuvo dinero suficiente para comprar un televisor. La algarabía entonces tuvo pies y cabezas: niños de todo el barrio se congregaban alrededor del mágico aparato. Fue en ese preciso momento cuando el capitalismo nació en aquél pueblo de Yucatán: la doña dueña del televisor tuvo la brillante idea de acondicionar la cochera de su hogar como un pequeño cine. Dos pesos cada noche de sábado por entrar a ver caricaturas en inglés subtituladas al castellano. Raúl H. Lugo, por ser el único niño que sabía leer con rapidez, recibía entrada gratis al cine improvisado bajo condición de leer en voz alta los subtítulos con el fin último que los demás niños entendieran lo que veían. Raúl H. Lugo no sólo cumplió con su trabajo de traductor al instante, sino que además se enfrascó en la tarea de darle a sus frases el énfasis necesario en cada diálogo, en cada expresión. Pienso hoy que Raúl H. Lugo pensaba ayer que formaría una compañía de teatro.
Vienen estas historias a mi mente para recordar que las verdaderas cosas que valen la pena en la vida son las más simples. Rememoré estos cuentos del ayer al leer la nota periodística sobre otro Raúl, uno muy diferente, uno al que la simpleza parece darle urticaria: el hermano incómodo. Recién exonerado de delito alguno, luego de 19 años de infructuosas y no muy quisquillosas pesquisas, el hermano mayor del clan Salinas de Gortari, acusado de malversar por lo menos 224 millones del erario –cifra paupérrima comparada con los 2.228 millones de pesos que desaparecieron de la partida secreta presidencial–, aprovechó hace unos días un bautizo de gato para restregar en la cara del pueblo mexicano su opulencia y exuberancia. Llegó acompañado de Peralta en un coche deportivo de lujo, un BMW i8 del que no quiero ni investigar su costo. Y sí, para qué nos hacemos majes; ofende. Ofende no por pasear en coches deportivos, fotografiarse en yates con sus queridas, usar nombres y pasaportes falsos, recuperar cuentas bancarias que no son suyas y bienes materiales de los cuales, desde hace un mes, goza con cabal libertad. Lo que más ofende es lo que está detrás de este acto: la extensa mano de Carlos Salinas de Gortari quien nunca ha dejado el poder fáctico de este país. El clan sigue manejando a su antojo parte de la economía, de la política, de la justicia y de los medios de comunicación. Quien lo dude, basta ver al presidente Peña Nieto, basta ver a los dueños del poder y del dinero, basta analizar a los magistrados, basta escarbar un poco, muy poquito, en sus vínculos y conexiones, en las complicidades entretejidas a base de dinero, corrupción y matanzas.
Al final del día no sé cómo duerma Raúl Salinas de Gortari. Imagino que cepilla sus dientes, porta pijama de seda y al cerrar los ojos se dice a si mismo: “Mañana me dejo fotografiar de cacería en África nomás para joder al vecino.” No lo sé. Lo que sí sé es que al contrario de los dos raúles de mi vida, Salinas no puede caminar libremente entre la gente, entonar canciones en libertad, actuar obras sin fin: respirar la vida con cada poro, rememorar los días de antaño sin un dejo putrefacto; Salinas y su clan no pueden vivir la vida.
Posdata en botella de mar: