El acto de votar en España está revestido, todavía, de una gravedad ceremoniosa que ciertamente lo desnaturaliza. Toda esta pompa, quincalla de una época –la del advenimiento democrático– en que la revalorización de los partidos, tras 40 años de prohibición y anti-política, era condición sine qua non para la restauración de las libertades civiles, está hoy desfasada. Hasta tal punto que el mero ejercicio físico del voto es una cosa más artificial o simbólica que eficaz. En la era del hombre digital ya existen los instrumentos tecnológicos que se precisan para efectuar el sufragio de manera telemática; están los protocolos de seguridad, están los dispositivos móviles necesarios, y está, ya, el documento nacional de identidad digital. Más, evidentemente, lo que no hay e intuyo que no habrá en mucho tiempo, es voluntad. En el año 2015 yo ejerzo mi derecho al voto en las mismas condiciones ambientales y contextuales en que lo hizo mi abuelo por primera vez a finales de los 70. Más aún: se vota hoy igual que se votaba en 1931. Urnas, papeletas, cabinas y mesas electorales siguen ocupando la posición dominante de una representación que, en esencia, sobra.
Piénsenlo con detenimiento. Las cabinas. Me siguen fascinando esos espacios acotados, reservados mediante un biombo de color verde, destinados a la intimidad del voto. Lo considero un vestigio antropológico tan viejo como el miedo del hombre a expresarse sin ataduras en medio de su comunidad: en el fondo, el votar a uno significa descartar a los demás, eso tan delicado que es lo de posicionarse y que socialmente puede tener consecuencias perjudiciales en cuanto a cómo nos perciban los demás. Votar sigue siendo algo sucio pues se recalca siempre lo del secreto del voto, como si el vecino tuviera un legítimo derecho a decir algo sobre nuestra propia decisión. Era un recurso comprensible en 1978, cuando la presencia de la Guardia Civil también garantizaba que nadie fuese a tirotear la puerta de los colegios o incendiar ninguna mesa llena de urnas. La cuestión es, como decía al principio, que desde entonces han pasado 40 años y sobre todo, una revolución técnica y metodológica que ha cambiado el estado de las cosas tanto como lo pudo hacer la Revolución Industrial o el Neolítico.
Hoy, desde mi teléfono móvil, puedo mandar miles de euros a cualquier persona desde cualquier lugar del mundo. Sólo necesito descargarme la aplicación de mi banco, introducir mis claves de seguridad y ordenarlo. Son varios clics que pueden hacerse tranquilamente tumbado en el sofá, o en la playa. Si la tecnología ya está, todo el vodevil de mesas de colegio decimonónicas desplegadas en colegios e institutos, legiones de ciudadanos molestados a la fuerza y obligados a pasar todo un día sujetos a una silla, legajos subrayados, cartulinas colgadas en las paredes, cartas enviadas a cada español recordándole –como si fuese el mapa de un tesoro– cómo llegar a su urna, y el gasto en general de papel y tiempo, es un despilfarro lamentable. Sobre todo, porque el Estado, acostumbrado ya a disponer cada vez de más cuotas de poder sobre la vida de los ciudadanos (y según lo votado ayer, parece que esto no va a disminuir, sino al contrario) debería garantizarnos, al menos, el uso responsable de lo más preciado que tenemos como individuos, que es el tiempo. Aunque, en relación a esto, hay que destacar la figura tan acabada del interventor: por lo visto siguen habiendo ciudadanos encantados de pasarse horas deambulando sin objeto aparente en torno a las mesas y por entre los pasillos de los colegios electorales. Lo hacen con una acreditación al cuello que los identifica según el partido en el que militen. La primera vez que los vi pensé que aquella gente estaría allí cobrando, pues es natural que toda labor tenga su compensación: quién puede ser tan gaznápiro como para perder todo un domingo haciendo guardia al modo de los evzones de la Plaza Syntagma junto a unos señores cuyo único cometido es pedir dnis y meter papeletas en una caja de cristal. Resultó que, para mi asombro, los interventores estaban allí por gusto. Luego descubrí que todos solían ser parte de la comitiva de pedigüeños que merodea alrededor de los partidos en los municipios al modo en que prostitutas y vendedores de baratijas perseguían a los ejércitos en marcha por los países conquistados, en la Antigüedad. The Entourage. Ya saben, todos esos individuos que son los primeros en ofrecerse para pegar carteles el primer día de campaña o para gastar la gasolina de sus coches dando vueltas alrededor de las ciudades el último día, pitando como si todos los demás sufriésemos algún tipo de discapacidad cognitiva que nos hiciera insensibles al espectáculo de esta pobre gente agitando banderolas y haciendo, gratuitamente, el ridículo.
Todo lo cual viene a redundar en una cuestión fundamental: mientras el mundo avanza hacia el siguiente escalón, los modos y procedimientos electorales consagrados por la Junta Electoral Central y venerados por todos los partidos políticos, veteranos y noveles –no hay distingo en la invasión agresiva del espacio público y privado de los ciudadanos– continúan anclados en el amanecer democrático de 1978, cuando lo que había que proteger era, en justicia, aquello tan denostado por el régimen anterior. El sujeto que reclama hoy protección es, al fin y al cabo, el depositario supremo de todos los derechos y deberes constitucionales. El pobre individuo como usted y como yo, que ha de mirar la Babilonia electoral con la resignación del banderillero aquel de Belmonte que se lo encontró años después, como recuerdan, hecho alcalde honorable de su pueblo. Degenerando.