El portero de la finca nos advierte de que don Antonio no suele ser puntual con sus citas pero al tocar el timbre del estudio aparece en apenas unos segundos. Se ha anticipado para dar de comer a su gato, testigo privilegiado de la actividad artística que desde hace décadas se cuece entre estas paredes. El maestro viste una camisa holgada con un jirón, marca de la casa, que nos recuerda cómo los convencionalismos nunca han ido con él. Le sabemos poco amigo de las entrevistas, pero hoy la conversación inicial en torno a los orígenes de cada uno de los que allí concurrimos propicia el clima de relajación ideal en esta hora temprana de la tarde. El pintor deja paso al hombre que se siente unido a la vida como cuando era joven. Con voz calmada, con una mirada estropeada pero brillante, va desgranando su existencia, exprimida como un zumo del que quiere beberse hasta la última gota. Cuando regresamos hacia su casa, dando un paseo entre los escasos metros que separan su lugar de trabajo del hogar, nos confiesa con una sonrisa pícara que anda trabajando en la escultura de un perineo femenino. En el fondo don Antonio sigue siendo un eterno adolescente aunque esté encerrado en el cuerpo de un hombre que le pide al futuro menos catarros y al que cada mañana le asalta la angustia de quien siente que sus ojos no le responden y se aferra a unas gafas como a un salvavidas, porque no puede renunciar al detalle del realismo que se lo ha dado todo.
–Gracias en primer lugar por este diálogo. No debe resultar cómodo hablar de cosas tan interiores como las que destila el mundo de un artista.
–¡Y tantas veces! Sobre todo tantas veces.
–Creo que era Francis Bacon quien decía…
–Que las pinturas que se pueden explicar para qué pintarlas.
–Eso. Pero, en cualquier caso, nosotros le agradecemos siempre que nos acerque a su obra en primera persona.
–Bueno, y yo en este caso encantado de poder hacerlo. Siempre hay algo de novedad.
–El Tomelloso de hoy ha cambiado mucho del que usted dejó. Eso sí, sigue siendo buena tierra de vinos.
–Tomelloso y el mundo entero han cambiado mucho.
–¿Era necesario salir de allí para consolidar su vocación?
–Yo pienso que imprescindible. Había que venir aquí a Madrid o algún sitio a formarse. Allí no se podía estudiar pintura.
–Pero trajo consigo la experiencia de sus mayores, con su tío siempre muy presente.
–Yo empecé con él antes de venir a Madrid y él fue el que vio que podía ser pintor y convenció a mi padre de que me trajera aquí. Se decidió Madrid como el mejor sitio para hacer los estudios de Bellas Artes. Había otros tres lugares: Sevilla, Barcelona y Valencia. Mi tío estudió en Madrid. Él recordaba aquello y pensó además que Madrid pillaba más a mano. También estaba El Prado. Era Madrid, tenía ventajas y las sigue teniendo.
–Y Madrid ha condicionado su obra.
–Le ha dado un sello, sí.
–¿Y si hubiese podido elegir otra ciudad del mundo para establecerse?
–Yo creo en el destino. Las cosas han sido así y pienso que está bien que hayan sido así.
–¿Recuerda su primera vez en un museo?
–Mi primera experiencia en un museo fue antes de todo esto que decimos, en un viaje que hicieron mis padres a Madrid. Yo soy el hijo mayor y tendría cuatro o cinco años. Recuerdo la visita a El Prado, fue mi primera vez en ese museo. Tengo en el recuerdo dos o tres momentos de aquella visita.
–El arte tiene muchos lenguajes y usted eligió unos muy concretos, pero imagino que hasta saber que ese era su camino tuvo que fijarse en muchas referencias, tomar prestados otros lenguajes para sus ensayos.
–Sí, claro. Eso pasa en muchas disciplinas.
–¿Cómo fueron esos comienzos hasta afianzar un estilo propio?
–En principio los comienzos fueron de preparación para ingresar en la Escuela y los cinco años de estudio en Bellas Artes. Ahí encuentras unos compañeros que te gustan, algunos mucho, con los cuales tú haces tu vida, tu vida de aprendizaje. Para mí fueron muy importantes estos amigos. Y te vas abriendo a todas las cosas que te llaman la atención. A mí me gusta mucho la escultura, me gusta la literatura, me gusta la música y me gusta mucho el cine. En fin, no solamente era la pintura. Ibas… no aprendiendo, ibas disfrutando de todas las cosas que se han hecho con los diferentes lenguajes de las diferentes disciplinas del arte. Y a mí todo eso me ha valido muchísimo, como espectador y como pintor.–Así que tomó prestadas unas muletas hasta que ya pudo andar solo.
–Un poco es así, sí. Es así para todos. Hay algunos que no abandonan las muletas nunca y otra gente a las que las muletas no se le notan tanto porque son personas con mucho talento y no necesitan el apoyo en los demás. Yo lo he necesitado mucho.
–¿Tanto?
–Sí, lo he necesitado mucho. No de los artistas famosos, también de mis amigos que sabían más que yo y que eran mayores. Me he apoyado mucho en ellos.
–Háblenos de ese grupo de amigos, porque su obra no se entiende sin ellos. Su relación no es la que se concibe como la de un grupo artístico, una generación. Son, simplemente eso, amigos.
–Sí, solo eso, un grupo de buenos amigos.
–¿Se siguen juntando?
–Pues algunos han muerto ya. Pero los que quedamos sí. Yo no he regañado con ninguno. He sido fiel a todos estos amigos de mi primera época de aprendizaje de la pintura. Han sido siempre los mismos.
–Usted era el más joven.
–Yo era el más joven, sí. Después acabó siendo más joven Isabel Quintanilla. Pero yo a Isabel Quintanilla la conocí junto con Mari, mi mujer, cuando yo acababa los estudios de Bellas Artes y ellas empezaban. Yo iba cuatro años por delante.
–Hay una primera exposición en la Dirección General de Bellas Artes que marca el comienzo de su relación con el público.
–Sí, era el año 55, yo tenía diecinueve años, estaba todavía estudiando Bellas Artes y fue el comienzo de mi vida profesional hacia el exterior.
–Una época de juventud en la que absorbió muchas influencias ¿Su relación con El Jaramade Rafael Sánchez Ferlosio sigue inalterada pese al tiempo?
–Hay muchas cosas que han tenido una influencia muy fuerte. La música de Bach, por ejemplo, a mí me ha influido mucho. Uff, ¡si es que han sido tantas cosas! Lo que pasa es que El Jarama de Ferlosio nos atañe mucho porque lo ha hecho un español, porque es una obra que se hizo cuando ya nosotros estábamos trabajando. Rafael Sánchez Ferlosio la publicó en el año 56, yo ya había acabado Bellas Artes. Refleja un mundo que está muy cerca de nosotros. Nosotros podríamos haber sido los bañistas del Jarama, podríamos haber estado allí. Y a mí me impresionó mucho sentir esa cercanía, porque era una referencia como reflejo del mundo que me parecía muy ejemplar. Yo estuve una semana en el verano del 56 en la Magdalena, en Santander. Me dieron una beca y estuve con otros pintores mayores que yo de la Escuela de Madrid. Estaban Redondela, Macarrón, Martínez Novillo, Zabaleta… En el exterior, al salir, había unas mesas con los últimos libros que habían aparecido. Vi uno que se titulaba El Jarama. Empecé a hojear y no lo podía dejar. No lo podía comprar porque no tenía dinero y, cada vez que salía, pasaba y leía unas páginas. Fue un deslumbramiento verdaderamente asombroso, porque yo tampoco sabía mucho de literatura, no tenía experiencia. ¡Cómo me sedujo aquel relato!¡De qué manera tan fuerte! No lo podía dejar, no lo podía dejar… Y en cuanto pude lo compré.
–¿Lo ha vuelto a releer tiempo después?
–¡Claro! Siempre lo releo de vez en cuando. A mí me llama la atención que a Rafael Sánchez Ferlosio no le guste. Si tuviera confianza con él le diría: «Dime por qué no te gusta, explícamelo».
–Muy joven, ya lo ha nombrado, se enamoró también de la escultura.
–La escultura fue un amor muy primero. Cuando vine a Madrid uno de los sitios de formación fue en el Casón [del Buen Retiro]. Allí estaba el Museo de Reproducciones, con copias de todas las grandes esculturas de Grecia, de Roma, del Renacimiento… Y yo nunca había visto todo eso. Conocía la obra de mi tío y El Prado pero para mí eso fue la gran revelación, fue una de estas cosas que pocas veces suceden tan pronto, una atracción por un trabajo que yo no conocía. No conocía el arte, no conocía la música, no conocía prácticamente nada, era un ignorante total, tenía 13 años y venía de Tomelloso. Ver aquellas esculturas me hizo una impresión enorme, enorme, enorme… ¡Más que las pinturas de El Prado! ¡Mucho más! A mí la escultura me ha gustado y me sigue gustando muchísimo como espectador.–Debe ser muy especial para quien tiene esa sensibilidad especial de dejarse interpelar por los volúmenes.
–Encierra algo muy misterioso. Es verdaderamente llamativo que a alguien tan poco culto como yo ese lenguaje, que es muy sofisticado, el de la escultura, me atrajera tanto, tanto, tanto.
–Un amor a primera vista, un amor sincero.
–Enorme, enorme, enorme, enorme… Yo iba para pintor y aquello me deslumbró de una manera que pensé que yo lo que tenía que hacer era escultura. Llegó hasta ahí la cosa. Lo que pasa es que no me atreví a plantearlo en mi casa porque hubieran dicho: «Bueno, ¡esto qué es!». Hice escultura como una asignatura en mi primer curso de estudios. Las asignaturas ocupaban toda la jornada pero yo ya, al final, en el quinto año que tenía tiempo libre, empecé a hacer escultura por mi cuenta. Y desde entonces.
–Un día alguien le dijo a Picasso que si sus cuadros estaban en chino, porque no los entendía. Y el malagueño le respondió que, si así fuera, el chino se podía aprender. Volvemos a hablar de experiencias personales. Hay millones de páginas en manuales o tratados que nos intentan acercar al arte pero, ¿puede explicarse o solo vivirse?
–Se puede intentar explicar, claro. Hay libros y libros y libros. Algunos de ellos son de los propios creadores que tratan de explicar su trabajo con muy buena voluntad. Intentan explicarse por si sirve de algo.
–Pero hay una parte que cae también del lado del espectador.
–Ser espectador sensible del arte es un poco como hacerlo. No todo el mundo tiene esa forma de sensibilidad, no a todo el mundo le gusta leer a Baroja, o le gusta leer a Tolstói, o le gusta leer a Kafka, ni escuchar a Bach, ni disfrutar o sentirse atraído por todo eso. El mundo del arte es un mundo que no es de mucha gente. En ese grupo selecto están incluidos los que lo hacen y los que lo miran, lo escuchan o lo leen.
–¿Y cómo se siente usted al ver interpretada su obra? En ese momento deja de ser suya y son otros los que la cogen y la experimentan.
–Sí, claro, es así. Se hace para los demás. Si la tratan bien está muy bien, sientes que se ha cumplido bien tu destino. El drama es que la rechazaran, que eso puede ocurrir, que no se comprenda… Eso ocurre muchísimo, ocurre constantemente. Si tu trabajo es aceptado es una bendición.
–Aparte de la voz del público también está la de la crítica. Usted ha visto su obra sometida constantemente a juicio. ¿Se vive con presión?
–Sí, se vive con presión. Yo creo que todos lo vivimos con presión, todos. Unos quizá de una manera más neurótica, otra gente tratando de relativizar las cosas. Sabemos que nadie es Dios para saber la verdad de todo eso. Incluso pueden pasar siglos y las cosas todavía no están fijas. Pero cuando te atañe algo eso te importa mucho, claro. He leído biografías de gente como Williams y te cuentan todo lo que le ha hecho padecer una mala crítica, todo su sufrimiento. Puede llegar hasta extremos terribles. Otra gente, como Truman Capote, parece que lo llevan mejor.
–¿Y cómo se encaja una crítica cuando se intuye que viene desde la mediocridad?
–De la mediocridad también puede venir el entusiasmo por tu trabajo. Si ese juicio tiene relación con el mundo profesional es una mediocridad dentro del mundo profesional. También hay pintores mediocres. ¡Pues qué vas a hacer! Manet parece que se batió con un crítico que le dijo no sé qué, porque con él se metieron muchísimo. Pero no hay que llegar a esas cosas [ríe]. Hay que tratar de convivir con todo eso, porque si no te vuelves loco.
–Hay que relativizar hasta cierto punto.
–Hay que convivir, hay que convivir. Si las cosas vienen bien es más fácil que cuando no vienen bien. A mí me ha ido bien. Así, resumiendo mucho, yo he tenido suerte.
–¿Ha sentido siempre libertad para poder hacer lo que quería o en el mundo del arte también hay grandes tiranías?
–Libertad es la que tú te quieras tomar, como en la vida. Si no te quieres tomar toda la libertad a lo mejor nadie te va a decir nada, allá tú. En el arte no es como en la política, que hay cosas que no se pueden decir o no se pueden hacer. En el arte se puede hacer casi todo. En este momento no parece que haya ningún problema que lo impida. Ahora, si tú lo que quieres es gustar a todos e ir rápido en la escalada del éxito, te saltas esa libertad y entras en otro territorio.
–Ha citado antes a Pío Baroja. No sé si es uno de sus autores favoritos, pero creo que sí que toma de él cierto pragmatismo en su vida análogo al realismo en su obra.
–A mí me gusta de Baroja, cómo diría… ¡Lo libre que va! Los pocos compromisos que va adquiriendo. Eso le hace disponer de una libertad enorme en sus juicios y en sus acciones. El precio de Baroja ya sabemos que fue el ser mirado a veces por unos y por otros como alguien sospechoso. No ha sido una persona bien entendida muchas veces. Pero es una persona admirable. Yo le admiro por eso y porque escribe muy bien. Bueno, no sé si escribe muy bien. Es una persona con peso, como lo es Unamuno. Es una figura muy importante dentro del arte español.
–¿Y tiene usted algo de esa praxis barojiana o hay también espacio para la utopía?
–Pienso que vivo en una especie de equilibrio entre los ideales y el sentido práctico. Ahí es donde tienes que moverte.
–En su proceso creativo, ¿cuándo considera que una obra está acabada?
–Toda obra tiene un fin razonable. Lo que todos deseamos es llegar hasta donde podamos de una forma fluida, darla por terminada, firmarla y sacarla al exterior. Luego hay acontecimientos que aceleran el proceso de finalización de una obra y la alteran mucho. Cuando trabajas al natural puede haber un modelo que no te viene o una persona que no quiere continuar, unas flores que se te secan, un cuadro que lo comienzas muy ilusionado y a las pocas sesiones esa especie de hechizo o enamoramiento se esfuma y la obra queda interrumpida ahí… ¡Muchas cosas!
–Y hay veces que, cuando se trabajar por encargo, el fin lo marcan los plazos pactados.
–Con el encargo sucede como con el cine o la arquitectura. Aunque un director vea que las cosas no van bien no puede dejar una película inacabada. Hay demasiados intereses de por medio y hace lo que puede para terminar.
–Se pierde la libertad que mencionaba antes.
–El trabajo nuestro se hace con una libertad enorme. Lo que pasa en el estudio no lo sabe nadie, depende de ti nada más. Eso es un espacio de libertad muy válido que también lo pueden tener los poetas, los escritores y, quizá, los músicos. Siempre que no medie el encargo y el dinero, claro. Cuando la obra está encargada y hay dinero de por medio eso se convierte en una atadura. Pero no suele ser así. Somos libres de hacer lo que queramos. Hasta de romper el cuadro. Bacon rompe cuadros, según parece. ¿Quién lo va a impedir si son suyos?
–¿Se hado esa circunstancia alguna vez en su vida?
–Una vez nada más. Y mi padre me echó una bronca horrorosa [ríe pero cambia a un gesto serio y deja unos segundos de silencio]. Porque eso no se debe de hacer. El lienzo no tiene la culpa. Es un material que puede tener su utilidad. No lo debes romper. Pero yo lo hice cuando era muy joven. Hay gente que lo hace. Yo sé de pintores que lo hacen, que lo han hecho a toda conciencia, porque no quieren correr el peligro de que alguien coja esas cosas en un momento determinado y las saque a la luz. Por eso las destruyen. Volviendo al tema de la libertad, eso no lo puede hacer un director de cine que fracasa con una película, porque la película es de un productor. Ni tampoco lo puede hacer un arquitecto, porque le matan. Pero nosotros lo podemos hacer, ya te digo siempre que no medie el dinero.
–Mientras permanece en el estudio el autor sigue teniendo el poder de decisión.
–Eso es. Una vez que la sacas fuera y te la compran la obra ya no es tuya, ya estás como los demás. Pero hasta ese momento la obra es tuya, puedes hacer lo que quieras y nadie sabe nada.
–¿Usted es de los que se pelea mucho con sus obras durante la creación?
–Yo me llevo bien con el proceso. Hay gente que tiene muchos conflictos con todo eso. Hombre, siempre hay pactos que haces y a lo mejor no deberías haberlos hecho, cuadros que tenías que haber dejado y… [comienza a toser intensamente e interrumpe la conversación por unos instantes] Perdona, es que he cogido una especie de… Bueno, da igual, te decía que yo he tenido una buena relación con el proceso. Hay que tenerla porque si no no puedes continuar.
–El trabajo del artista sabe mucho de la soledad.
–Sí, es un trabajo muy íntimo. Hay trabajos y hechos del hombre, como los amorosos, que tienen mucha intimidad. Este es uno de ellos.
–¿Le gustaría salir más a pintar a la calle?
–A mí me gusta salir a pintar a la calle.
–Pero, ¿puede?
–Bueno, pintar la calle también lo llamo yo a hacerlo desde una ventana. Es salir de tu espacio privado, de tu estudio, al mundo exterior. A mí eso me gusta, coger el metro, ver a personas, salir de tu mundo… Es algo que me resulta muy estimulante. Lo he vivido como algo muy positivo. Hay gente que no podría hacer eso. A mí me lo dicen. Pintores que a lo mejor les gustaría, pintores figurativos que no tienen carácter para vivir esa situación de trabajar entre los demás en la calle. Esta es una de las cosas que me gusta porque ha ampliado temáticamente mi profesión. Tampoco soy el primero que lo ha hecho. Ya Corot iba a pintar al campo y se ponía a hacerlo en las calles de París o de Roma. Y mi tío lo hizo también, yo lo vi. [Vuelve a toser] No es catarro, ¿eh? Es que soy muy sensible a los cambios de temperatura al entrar a los sitios. Me afectan mucho y hace dos días… Bueno, da igual.–Gracias a usted tenemos para siempre unas vistas increíbles de Madrid, como aquellas desde el parque de bomberos de Vallecas.
–Son retratos de la ciudad donde yo vivo.
–Le apasiona también la fotografía. Parece que ella es la que ha heredado definitivamente la responsabilidad de dejar testimonio de la vida.
–Tiene que ser así. Isabel II, la madre de Alfonso XII, tiene muchos retratos, de los Madrazo, de Casado del Alisal… No es una persona a la que hayamos podido conocer pero cuando ves fotografías de ella, la imagen tiene una veracidad que no la encuentras en las pinturas. Yo lo creo. Esa parte que tiene la fotografía de testigo imparcial del mundo me gusta muchísimo. La pintura no es un testigo imparcial, es un testigo parcial, esa es la diferencia. El Bosco es parcial, Velázquez es parcial, el Greco es parcial, Goya es parcial… Todos somos parciales y nos ponemos a nosotros mismos sin quererlo. Por transparencia se ve la personalidad del pintor, inevitablemente. Y en la fotografía no se tiene que ver. Cuando veo mucho la personalidad del fotógrafo me gusta menos la fotografía. Me gusta más cuando, en la medida de lo posible, él desaparece.
–Partiendo de condiciones tan distintas no parece justo enfrentar a la pintura con la fotografía.
–No lo es. Goya fue testigo de la guerra pero al lado de las fotografías que se han hecho de los conflictos del siglo XX no hay comparación. La obra del fotógrafo tiene un calado inmenso como testimonio real, porque está hecha a una velocidad que no tiene el pintor .
–Volviendo a la pintura, ¿qué peculiaridades propias tiene la figuración de estos comienzos del siglo XXI con respecto a las de tiempos pasados?
–Somos hombres del siglo XX y del siglo XXI. Yo me considero un hombre de mi época. Lo que vaya a contar con mi pintura, aunque sea referido a temas que ya se han hecho, desnudos, retratos, niños, ciudades, frutas… yo lo voy a hacer desde la sensibilidad y desde mi experiencia como hombre de mi época. Eso es algo que tampoco tiene vuelta de hoja, sale sin tu pretenderlo. Esa huella queda impresa ahí. Lo veo en los pintores figurativos que me gustan del siglo XX, en Andrew Wyeth, en Hopper, en Balthus… Es la realidad pero son ellos, pintores de nuestra época. No hacen fotografías de nuestra época, son pintores y en su obra va incluido el testimonio del tema y su huella como personas sensibles que han estado pintando sobre el tema.
–En su pintura y escultura los objetos y las personas cobran vida precisamente porque nacen de la vida.
–Supongo que un trabajo de Mondrian también nace de la vida, nace de su vida. Y una escultura de Chillida también nace de la vida, nace de su vida, de que es vasco, de que le gusta el hierro, de que ama una serie de cosas. Es una opción que no cambia tanto las cosas en relación a lo que vuelvas ahí.
–Pero qué lectura de la realidad hace usted para decir «aquí hay una obra», qué siente como primer impulso creativo.
–Es muy difícil. Es el secreto de todo esto. Desde que el pintor es libre y ya no tiene la necesidad de obedecer al encargo él se encarga sus propias cosas. Eso es nuevo desde el impresionismo y lo ha cambiado todo mucho. Para mucha gente es un tormento porque hay gente a la que le gustaría tener un guionista como lo tienen algunos hombres del cine, algunas personas que le marquen un tema. Ahora la elección del tema, que es lo primero, lo primordial, depende de ti. ¿Qué es lo que pintas de la inmensidad de aspectos que tiene la vida, el mundo? Una vez que te has situado dentro de la figuración y la has elegido frente a la abstracción tienes que tomar muchas más decisiones, si pintas cuadros grandes o cuadros chicos; por qué aspectos o matices optas; calles o interiores; pintura pesimista u optimista… Dar con el tema, sentir que tienes un territorio desde donde poder trabajar y expresarte es primordial. Cuando tienes eso ya puedes ponerte a pintar.
–Si no, corres el riesgo de caer en la esquizofrenia.
–Yo creo que lo tendrá también el escritor y todos los trabajos que son muy personales. En el cine es un equipo el que está allí trabajando, incluido el guionista, y puedes hacer Lo que el viento se llevó de una novela que te gusta. John Huston, por ejemplo, trabaja casi siempre a partir de relatos de otros. Hay unos cuantos cineastas, pocos, entre ellos por ejemplo Almodóvar, que son su propio guionista. Pedro últimamente menos, pero en sus primeras películas él elaboraba su propia historia, lo cual me gusta mucho, me parece muy importante, me parece muy decisivo, me parece que dice mucho. Woody Allen también.
–¿Hay que proteger el arte del presente, que será el del futuro?
–Al arte hay que ayudarlo, porque todos lo necesitamos, pero el arte va a salir de todas las maneras. Así salió Goya, pese a hacerlo en un mundo tan absolutamente turbulento y entre tantos inconvenientes. La persona poderosa sale, en la arquitectura, la literatura… ¡Es un milagro! Y este milagro a veces se da con más frecuencia que otras. Es como el milagro de la vida, para que se dé tiene que haber una semilla, tiene que haber un lugar donde la semilla tiene que caer, no se la tiene que comer un burro ni una cabra… ¡Yo qué sé la cantidad de cosas que suceden hasta que el árbol nace y crece! Es una combinación de fenómenos que se puede detener en cualquier momento, pero en algunos casos sigue hasta el final. Por eso mismo existe el arte. Las dificultades que han puesto los curas, los políticos, los torpes, toda la gente que ha metido la cuchara ahí y que no sabía mucho, no ha sido suficiente para que se haya dejado de dar la obra de arte de valor desde siempre, desde las cuevas de Altamira.
–Hemos hablado de sus influencias pero usted también es maestro de una nueva generación que se abre paso pese a esas trabas. ¿Se siente reflejo para ellos?
–Pues yo esa pregunta no te la sé contestar [ríe]. No lo sé. Pienso que en mi caso y en el de otros pintores realistas significamos una mirada respetuosa sobre el mundo que puede ser a su vez respetada y estimada por un grupo de personas. Y se ve ahora, al cabo de tantos años de trabajo.
–Decía antes, hablando del proceso creativo, que cuando acaba una obra ya no es suya. ¿Qué se siente al ver su trabajo fuera del contexto donde fue creado, fuera de su estudio y colocada, por ejemplo, según el criterio de un comisario en una exposición?
–Yo lo vivo con inquietud siempre. Me parece como una especie de suave ruleta rusa. Siempre tengo temor. No lo puedo evitar. Estuve muy tranquilo unos cuantos años que no hice ninguna exposición, estaba encantado de la vida. El peligro mayor que puede darse en mi caso es que entres a ver tu exposición y no te guste tu trabajo visto al cabo de los años. Eso puede ocurrir. ¿Y qué haces? Para mí eso sería una cosa horrible, macabra, terrible. Siempre lo temo. Por el color de la pared, por ejemplo. La pintura es una cosa muy frágil, la escultura también. Cualquier cosa exterior puede malbaratar o enturbiar la buena sensación de un trabajo. Las meninas, por ejemplo, si la sala tiene demasiada luz, o el color de la pared sobre la que está el cuadro no le conviene a la pintura, o hay demasiada cercanía con otras cosas… Ese hechizo se enturbia, se pierde fulgor. Eso es lo que más temo siempre. Entrar cuando ya están colocadas las cosas. Me ocurrió con la última exposición en el Thyssen. Algunas piezas no las había vuelto a ver desde que las hice hace 50 años. Por ejemplo, El cuarto de baño no lo había vuelto a ver. Y yo pensaba: «¿Qué le habrá pasado a este cuadro? ¿Estará sucio? ¿Estará negro? ¿Qué le habrá pasado? ¿Me gustará o no me gustará?». No tenía ni idea.
–¿Y cómo fue el reencuentro?
–Me gustó mucho, porque además vi una cosa que no recordaba para nada porque no aparece en las fotografías, y es que pinté dos moscas en primer término, sobre la pared que es el marco del cuarto de baño. Eso de pintar dos moscas españolas me gustó mucho, dos moscas grandes de esa época. Me gustó, me gustó… ¡Me gustó mucho! Yo iba siempre a ver las moscas. Me pareció precioso porque yo siempre he dicho que en la pintura española no se pintan ni gotas de vaho ni moscas. No es como en las naturalezas muertas flamencas, que aparecen las gotas de vaho en las flores y aparecen moscas, perros, gatos… El arte español está limpio de todo ese ropaje. No lo hacían porque pensaban que así iban a enriquecer el trabajo. Yo siempre hablo de este despojamiento del arte español como algo extraordinario y sin embargo yo ahí pinté dos moscas que no hacían ninguna falta. Y me gustó verlas, me gustó ver mi trabajo, ver el trabajo de todos. Disfruté esa exposición como ninguna otra. Estaba lo de Mari [María Moreno, su esposa], estaba lo de Francisco López, estaba lo de Julio [López], lo de Isabel Quintanilla, lo de Esperanza Parada y lo de Amalia Avia. Todo junto formaba un acorde que a mí me parecía muy intenso. Me impresionó. No me tenía que haber impresionado tanto porque es una forma de exposición colectiva que se ha hecho ya muchas veces desde el año 70. Nosotros hemos expuesto como grupo en muchos lugares, muchas veces. Pero en esta ocasión, por lo que sea, ha tenido una resonancia muy grande dentro de mí.–¿Por el momento de su vida en el que está?
–Sí, al final de la vida de todos nosotros. Muy al final, muy al final de la vida. Algunos ya no viven siquiera, dos de las mujeres ya no viven. Los que vivimos tenemos ya mucha edad, seguimos trabajando pero la edad que tenemos es ya muy avanzada. Yo trabajo bien todavía, pero hay una vida de trabajo ahí enorme, de muchísimos años, porque empezamos todos muy jóvenes.
–A veces da vértigo mirar para atrás y ver lo que hemos cambiado. Aunque a lo mejor no hay tanto de cambio como de evolución.
–Claro, cambio no ha habido, solo el propio que impone la edad. Creo que hemos sido todos fieles a una forma de trabajo. El trabajo ha sido a partir del mundo real, objetivo, con todas las variaciones que cada uno dentro de sí haya podido desarrollar. Pero hemos sido muy fieles desde el principio a una forma de trabajo. En la exposición del Thyssen había una cosa mía del año 60, el primer trabajo que hago sobre Madrid como protagonista absoluto. No es fondo de un tema, ni de una figura, ni de un bodegón… Es un retrato de Madrid, grande. Lo hice como te digo en el año 60, fíjate si hace años. ¿Qué te puedo decir? Ahí se quedan las cosas. Pienso que hemos hecho, en general, un buen trabajo. Nos hemos quedado en el sitio, no hemos sido arrollados por la búsqueda del éxito o un trabajo más fácil. Hemos continuado, hemos perseverado, hemos esperado… Pienso que todo eso dice cosas que no son frecuentes oír ahora en relación a la pintura.
–Pero no quiere hacer esa renuncia a la precisión.
–No, y eso lo vivo como una contradicción… Como una contradicción. Porque no debiera ser así. Yo creo que en la antigüedad la persona se quedaba sin oído y vivía en un mundo del silencio, no tenia ayudas. Se quedaba con menos vista y trabajaba como podía. Iba adecuándose porque no había posibilidad de otra cosa. Ahora como tienes tantas ayudas echas manos de ellas. Todo eso distorsiona en algo el verdadero mensaje que tú tienes que dar. Yo ahora tenía que pintar confuso porque veo confuso. Y esa es la única cosa que yo pienso que no he sabido resolver.
–Ha sido una opción personal.
–Bueno, sí, ha sido así, porque como las cosas van siendo poco a poco… De repente vi que veía menos, empecé con unas gafas de cerca, ahora de cerca veo bien, pero de cerca es aquí [señala un punto entre nosotros dos], aquí ya no veo bien, a partir de aquí ya es lejos.
–¿Cómo afrontar las limitaciones?
Son cosas que pienso y no le puedo consultar a nadie. ¿A quién le vas a consultar una cosa así? No hay un médico de esto. Pero yo lo pienso… Y pienso todos los días en esa servidumbre de las gafas para retratar algo que no veo así, que lo veo un poco disuelto.
–¿Ha hecho alguna vez el experimento de huir del detalle?
–No, no lo he hecho. En el cuadro de la familia de los reyes lo hice contra mi voluntad, porque las fotografías no eran muy buenas, no había detalles, no había tiempo ya. Habían pasado años, los personajes ya no eran los mismos y tuve que trabajar las cabezas y algunas cosas que yo quería explicar bien con unas fotografías que no tenían mucha nitidez, estaban hechas a distancia y en un plano general. Y eso lo viví como una cosa que me quitaba la paz. Es como si a un médico no le entregas todas las cosas que le puedan valer para dar el diagnóstico. Al final hice lo que pude.
–Y de lo que pudo salió otra obra maestra. Muchísimas gracias por este tiempo, don Antonio.
–Sabes, preguntas muy bien
–Y usted responde mucho mejor.
Dialogados es un proyecto de periodismo tranquilo que quiere recuperar el tiempo para el diálogo. Son los testimonios personales los que muchas veces ayudan a entender un momento, un lugar, una obra, una generación. Son las emociones transmitidas las que pueden ayudarnos a comprender una utopía en un tiempo exacto.