Durante el rodaje de Gone Girl, Ben Affleck cambió los ajustes de lente de una de las cámaras de manera casi inapreciable y apostó con un miembro del equipo a que David Fincher no se daba cuenta. La respuesta inmediata del director fue: “¿Por qué se ve tan tenue?”. No mucho después de este incidente, Ben Affleck pronunciaba lo siguiente: “Él [Fincher] es el único director que conozco que puede hacer el trabajo de todos los demás mejor que ellos mismos”. Ante un genio de este calibre nos encontramos cuando hablamos de Fincher. Es un director con sello propio. Con decir: Gone Girl, de David Fincher y Ben Affleck, la campaña de marketing ya está lanzada. Sus nombres hablan por sí solos, especialmente después de que Affleck se sacudiera su imagen de hombre taquillero al ganar su segundo Oscar por Argo (2012). Sí, este californiano criado en Boston tiene dos premios de la Academia y ninguno por su trabajo frente a las cámaras, algo que ya les ha pasado a dos veteranísimos de Hollywood, Robert Redford y Clint Eastwood. En 1997, Affleck fue el guionista del año junto con su amigo Matt Damon gracias a la historia que ambos escribieron y protagonizaron (El indomable Will Hunting). Después de esperar 15 años –en los que encarnó papeles muy discutidos por la crítica– aquel moreno espigado sorprendió al mundo tras llevarse la estatuilla a la Mejor Película por la sólida Argo (en la que George Clooney, otro chico para todo que sí tiene Oscar como actor de reparto pero no como director o guionista, ejercía de productor). En ese título, Affleck dirigía a actores de la talla de Alan Arkin o John Goodman además de meterse en la piel del personaje principal. Un gran éxito al más puro estilo Eastwood, el rey de la reinvención.
Ahora, Affleck vuelve de la mano de Fincher para reivindicar su calidad interpretativa. Gone Girl, cuya traducción en España es Perdida, es un melodrama que gira en torno al matrimonio de los escritores Nick y Amy Dunne (encarnada por Rosamund Pike) y la desaparición de esta última el día de su quinto aniversario. A través del diario que Amy escribe, vemos cómo la pareja perfecta se derrumba hasta convertirse en un matrimonio lleno de odio. No es Fincher un director con guionista fetiche. En cada uno de sus proyectos –algunos más comerciales que otros, pero todos con cierto empaque– el libreto fue escrito por guionistas diferentes. Su reciente estreno no es una excepción. La autora de la novela en la que se basa la película, Gillian Flynn, es la encargada principal de redactar los diálogos y las situaciones a las que el reparto encabezado por Affleck se enfrenta, circunstancia que parece asegurar que la trama fílmica encaje mejor con el texto literario.
En su décimo largo tras 22 años de carrera, David Fincher, que aún sigue sin estatuilla de oro, mala racha que recuerda a la de Scorsese, se encarga de la dirección con la elegancia y eficacia que le caracterizan. Experto en el cine que confunde la realidad con el horror, el cineasta norteamericano llena sus películas de personajes a los que les cuesta diferenciar su identidad de su personalidad (una constante en su filmografía si exceptuamos su debut como director en la comercialísima Alien 3, allá por 1992). En ese proceso de introspección sus actores solo obtienen verdades a medias. Prácticamente desde Se7en (1995) este esquema se repite: Zuckerberg es un genio incapaz de poner a punto su propia vida privada en La Red Social (2010), el Narrador de El Club de la Lucha (1999) es incapaz de evitar proyectar su personalidad en Tyler Durden, un extraño personaje que aparece para resolver las dudas del protagonista, y los dos policías de la propia Se7en, Mills y Somerset, se hunden en el nihilismo incapaces de atar cabos alrededor de los bíblicos asesinatos cometidos en el filme. De manera similar a Zuckerberg, Amy Dunne es un personaje astuto que no consigue dominar como le gustaría las emociones de los que le rodean. Según se desarrolla Gone Girl, Amy se va dando cuenta de que no había previsto el factor azaroso en su perfecto guión vital.
El director centra la atención del espectador donde quiere, a través de los flashbacks y el juego entre las dos versiones de Nick y Amy. Como Edgar Allan Poe nos descubrió en su cuento La carta robada, el mejor sitio para esconder algo es a la vista de todos y donde menos lo esperamos se encuentra el engaño, un hueco libre para un giro argumental de los que tanto uso ha hecho Fincher durante su impecable carrera. La película ahonda en el campo de las falsas imágenes, convenciones, fachada de un falso estado de bienestar, realmente construido sobre la corrupción, mentira o control de los medios. Estos últimos se convierten en el eje central del caso. La denuncia está clara: los medios de comunicación influyen demasiado en los procesos jurídicos que afectan a temas morbosos. Mas no conviene adentrarse en este tema para asegurar el disfrute por parte de aquellos lectores que aún no han tenido la oportunidad de ver el filme.
Sin embargo, sí se puede establecer un paralelismo entre la última cinta de Fincher y otro título perdido en la noche de los tiempos cinematográficos utilizando el papel de los medios en el argumento. Leave Her To Heaven (1945), película de John Stahl que cuenta también con un personaje femenino muy fuerte, Ellen Berent, una atractiva y adinerada mujer cuyos celos enfermizos perjudican su matrimonio hasta el punto de convertirlo en escándalo público, ya circulaba hace casi 70 años cuando el acceso a los teléfonos era un lujo de los más pudientes, en contrapunto con los smartphones actuales. Con uno de estos móviles se desencadena la presión mediática, que en Gone Girl toma mucha mayor importancia que en Leave Her To Heaven, pero las bases son las mismas: Richard Harland, a quien Cornel Wilde da vida, es un joven y educado escritor que conoce a la fría y calculadora Ellen Berent, encarnada por Gene Tierney. Ella se enamora perdidamente. Él también. Hasta ahí todo tiene parecido con la historia de los Dunne, y aunque a ella no se le pierda de vista y los periodistas solo tengan una breve aparición, la sensación que genera en el espectador Leave Her To Heaven (o Que el cielo la juzgue, frase extraída del Hamlet shakesperiano) es muy similar a la obra de Fincher.
Los medios de comunicación estadounidenses acentúan el enfrentamiento de dos dinámicas casi opuestas en el país más poderoso del siglo XX: la frenética vida de la gran ciudad y el frágil sosiego de los pequeños pueblos. El matrimonio Dunne lleva la agitación de Nueva York a Missouri, rompiendo la tranquilidad de un pueblo que rápidamente se vuelve contra la pareja.
Affleck acapara la mayor parte de las portadas. Sin duda, es el gancho para atraer a la masa a las salas de cine y saltarse la tentación de la piratería –especialmente en nuestras salas–, pero la película de Fincher no se sostendría sin el trabajo de Amy, su réplica fría y calculadora, pero también atormentada y poliédrica. La actriz principal no defrauda ni mucho menos en su complicado rol. Rosamund Pike, conocida por personificar a Jane Bennet en Orgullo y prejuicio (adaptación cinematográfica del libro homónimo, que curiosamente se menciona en Gone Girl) fue elegida como protagonista por la ambigüedad de su apariencia, permitiéndola hacerse pasar tanto por una sofisticada joven como por una mujer más vieja, algo ideal para un personaje tan versátil y cambiante como el de Amy Dunne. La actriz inglesa se encuentra en un punto significativo de su carrera, más aun sabiendo que su papel podría haber caído en manos de intérpretes de la talla de Natalie Portman, Charlize Theron, Olivia Wilde o Reese Witherspoon (esta última es además productora del largometraje). Pike es capaz de aportar el misterio, la cautela y la intriga de la escritora en sus momentos más ambiciosos y mantener el tipo cuando Amy se encuentra esposada a un Nick Dunne venido a menos que invierte su tiempo en jugar al Battlefield 3 y beber cerveza.
Ese Nick Dunne demacrado se parece al Ben Affleck de las películas de Kevin Smith, un tipo que sigue Persiguiendo a Amy –como ya hizo en 1997– aunque haya pasado de veinteañero guaperas a atractivo cuarentón. En esa ocasión, Ben escribía cómics junto con Jason Lee (¡el mismísimo Earl Hickey de Me Llamo Earl!). La rubia que cautivaba su corazón esta vez era Joey Lauren Adams… y en realidad no se llamaba Amy. Ben Affleck se declaraba bajo la lluvia, a gritos. “Te quiero. Y no, no de una manera amistosa, aunque pienso que realmente somos buenos amigos.” En cambio, en Gone Girl se declara con estilo y picardía, aludiendo a la “vagina de clase mundial” de Amy.
Dejando de lado el cine de Kevin Smith, Affleck despeja cualquier duda sobre su capacidad de actuación en Gone Girl, habilidad recientemente cuestionada debido a su fichaje por DC Comics para rodar Batman vs Superman. Fincher es capaz de llevar al actor a sus límites con su primer desnudo completo en pantalla, una licencia que el director quería incluir para que su filme fuese “como una película europea, con verrugas y todo”. Sin vanidad los personajes son más verosímiles y realistas. En ese contexto se aprecia a las claras que el hermano de Casey ya no es el chico del anuncio de Burguer King. Tampoco ese joven actor, aquella promesa que de la mano del mencionado Smith participó en obras como Mallrats (1995) o El indomable Will Hunting (que por favor en paz descanse Robin Williams, dan escalofríos solo de pensar en esa película) y, ni mucho menos, el aspirante a galán que encandiló a un público adolescente y poco dado al cine bélico en la patriotera Pearl Harbour (2001).
No obstante, cuando Affleck entra en escena el debate estará servido entre los aficionados del celuloide: muchos recuerdan que ya cuenta con dos premios de la academia a sus 42 años, mientras otros insisten en recalcar que el californiano es también una de las celebrities del cine más polémicas y cuestionadas del star system. Y aunque es innegable que su carrera no es la más prolija, véase Daredevil (estrenada en 2003 posiblemente sea la elección que más ha dañado su prestigio como intérprete), el director de Adiós, pequeña, adiós (2007) o Argo ha mejorado progresivamente la elección de las producciones en las que participa. El mejor ejemplo es la misma Gone Girl. Y cumple las expectativas, que no es poco teniendo en cuenta la presión mediática que debe aguantar cada vez que su nombre aparece en la prensa como cabeza de cartel. Uno podría pensar que en su vida real, Affleck comparte rasgos con su alter ego Nick Dunne.
Tampoco pasa desapercibido, aunque lo intenta tímidamente bajo unas gafas de sol, Neil Patrick Harris. Su rol es el de Desi Collings, el maniático exnovio de Amy, que se acerca a “ayudar” en su búsqueda cuando ésta desaparece. La cruz de Neil Patrick Harris en este caso no es su incapacidad para separarse del papel que cumple en Cómo conocí a vuestra madre, que se hace más difícil aún si va trajeado tal y como vestiría Barney Stinson. El problema al que se enfrenta Harris es que el personaje que encarna es tan ingenuamente rebuscado que cuesta aceptarlo con seriedad. Y la misma falta de seriedad transmite Tanner Bolt (Tyler Perry), abogado de Nick, que parece un individuo más propio de un dibujo animado que de un melodrama de calidad.
Sin embargo, para compensar el vacío en el ritmo de la cinta que provocan estos personajes tan pobres está el arte del montaje y la fotografía. El trabajo fotográfico llevado por Jeff Cronenweth, operador que ha acompañado a David Fincher en casi todos sus grandes proyectos, es sobrio pero efectivo, buscando siempre que puede la simetría y los espacios minimalistas generando un clima de tensión y relax perturbador. En la misma línea se encuentra la banda sonora, que nace de una visita a un salón de masajes, en el que Fincher no pudo dejar de notar que la música ambiente era “relajante y espeluznante al mismo tiempo”, haciéndole sentir incómodo y quiso recrear esa sensación para Gone Girl con una banda sonora que inspirase con mucha calma un sentimiento de pavor. Para ello, volvió a trabajar con Trent Reznor (conocido por su trabajo en Nine Inch Nails) y Atticus Ross como ya hizo en La red social y Se7en. Son precisamente en esos detalles, en los colores y en las inquietantes melodías que empapan sus películas donde se crea el sello Fincher, una marca que no depende de guionista de cabecera porque el mensaje del director ya es tan potente que por sí solo se desplegará ante ese espectador fiel que regresa al cine para circular entre lo oscuro y lo trágico sin renunciar a los golpes de humor negro tan propios del regista norteamericano.