Las reacciones a los atentados del viernes están tomando caminos similares a los ya recorridos tras el atentado a la redacción de Charlie Hebdo. La propia lógica inmediata y sintética de las redes sociales, sobre todo de Twitter, empuja en muchos casos a caer en respuestas fáciles y provocadoras alejadas de cualquier reflexión. Una vez más, parece únicamente una cuestión de equipos: nosotros contra ellos, buenos contra malos, cristianos contra musulmanes, Oriente contra Occidente. Los telediarios, para variar, tampoco ayudan: en lugar de tratar de analizar y explicar el por qué, aunque sea de forma tangencial (para mayor profundización está la prensa, si bien las portadas caen en la misma tentación sensacionalista), prefieren mostrar una y otra vez las imágenes más aterradoras acompañadas del vocabulario más bélico que encuentran los redactores (heridos, cadáveres, sangre, guerra, matanza, carnicería). Paradójicamente, estas imágenes suelen llevar como telón de fondo declaraciones y llamamientos a no dejarse llevar por el terror, al tiempo que aparece el siguiente muerto en pantalla.
Más allá del papel de los telediarios, en muchos casos las reacciones a los atentados suelen ignorar o malinterpretar diferentes factores (religioso, económico, geopolítico, histórico) mezclándolos en una misma discusión. Imposible ponerse de acuerdo así, pero sobre todo, imposible enterarse, aunque sea de forma superficial, de lo que está pasando. No digo ya empezar a solucionar el problema. Si ya de por sí es complicado tratar de entender las causas de todo esto por la propia multiplicidad de las mismas, resulta aún más complicado comprender algo cuando se reducen esas causas a frases hechas acompañadas de imágenes que no provocan más que un estupor vacío de contenido crítico.
La respuesta a estos atentados no cabe en un tuit, un titular o una colorista frase en televisión, más allá de eslóganes simplistas que difuminen en uno u otro sentido el debate. La respuesta no admite mayor simplismo que el biológico: unos seres humanos matando a otros. En este sentido, los atentados no admiten tibieza en la condena (lo contrario resulta mezquino). A partir de ahí, todo es complejidad. Entran en juego factores religiosos, políticos, económicos, culturales e históricos. No se puede ignorar ninguno, y todos están relacionados de alguna manera.
La primera reacción es el lamento, la pena y la rabia por la muerte de cientos de personas. Hasta aquí todos de acuerdo, salvo algún desalmado, pero no por obvio deja de ser necesario este lamento: al final lo que tenemos son cadáveres en las calles. Luego está la correspondiente islamofobia, nuevamente expresada por la ultraderecha francesa. En este sentido, conviene advertir una vez más –porque los terroristas pretenden lo contrario– que la mayoría de los musulmanes condenan estos atentados igual que otras religiones; que los terroristas son criminales, suníes radicales, sólo una parte del todo musulmán; que los atentados, aunque hoy vuelvan a suceder en suelo occidental, suelen cometerse en su inmensa mayoría en territorio musulmán, y las víctimas son en su mayoría chiíes. Por tanto, procede recordar que es injusto e ignorante criminalizar el Islam en su conjunto, culpar a los musulmanes no radicales por otorgar callando, reforzar el perverso mensaje de que se están colando terroristas entre los refugiados que llegan a Europa (entre otras cosas, muchos yihadistas son europeos, nacidos en territorio occidental) o proponer una especie de frente civilizador cristiano contra la barbarie islamista radical, es decir, religión contra religión, cuando lo que deberíamos oponer y reivindicar como propio sería la razón, la Ilustración, el placer frente al pecado, esas luces de París que hoy parecen apagadas, además de los medios policiales y militares necesarios para el mantenimiento de un modo de vida que no pretenda una vuelta a lo medieval.
Por esta razón, igual que no hay que caer en la islamofobia, normalmente propia de la derecha ideológica, tampoco debemos dejarnos llevar por una especie de islamofilia mal entendida, corriente más habitual en el ala izquierda, que otorga algún tipo de perversa y más o menos sutil legitimación a los atentados basándose en una lógica venganza por las afrentas sufridas a lo largo de tantos años o en la empatía que se pueda sentir por alguna de las causas yihadistas, como la cuestión palestina (con el correspondiente odio a Israel y a los judíos) o la lucha contra EE UU –aliado israelí– como centro y motor del capitalismo consumista globalizado. La complejidad del Islam como religión, sus múltiples ramas, intereses geopolíticos y aplicaciones, no admite semejante ingenuidad.
El autoproclamado Estado Islámico ha dado como doble justificación de los atentados la perversión francesa –han atacado centros de ocio y placer– y los bombardeos galos en Siria, es decir, reivindican los factores político (“Estado”) y religioso (“Islámico”). Otra de las reacciones a los atentados es la negación del factor religioso, que sólo sería una especie de cortina de humo terrorista para ocultar los auténticos motivos económicos y políticos. Nada tendría que ver, según esa teoría, que uno de los orígenes del problema sea la confrontación secular entre las dos ramas principales del Islam: la suní (ampliamente mayoritaria) y la chií, con Arabia Saudí e Irán como respectivos núcleos; nada tendría que ver que los terroristas sean una minoría radical y fanática de la rama suní que ha decidido expandir a la religión cristiana, con EE UU y Europa como núcleos, las habituales matanzas contra los musulmanes chiíes. Más allá de eso, según la reacción que reduce el factor religioso a un subterfugio, todo sería producto exclusivamente de los intereses geopolíticos y económicos occidentales en Oriente Medio, relacionados con la energía (petróleo, gas) y con el reparto de poder en los países de la zona.
Ayer escuché cómo una niña le preguntaba a su madre por qué nos matan si somos buenos. No logré escuchar la respuesta. Es complicada, porque habría que asumir el lógico reduccionismo infantil de la pregunta. Pero Europa, la sociedad occidental actual, no es ni buena ni mala: es buena y mala al mismo tiempo. Es buena si atendemos a los factores religioso y cultural, porque representa la civilización emancipada de la religión, la cultura frente a la barbarie, la Ilustración frente al oscurantismo medieval (la perversión frente a la pureza, en términos yihadistas). Y es mala en el aspecto económico y político, porque forma parte junto a EE UU de un grupo de poder agresivo que desde hace décadas oprime, obliga al exilio y provoca la muerte de miles de personas, además de demonizar la cultura árabe, la religión musulmana en su conjunto y la autonomía de tantos países en favor de intereses económicos y geopolíticos (algo que también hacen los propios dirigentes de esos países, aupados al poder o expulsados de él en función del arbitrio interesado de las potencias occidentales, en especial de EE UU). Cuanto antes asumamos que no podemos solucionar el horror de una sentada, en términos de buenos y malos, antes comenzaremos a atisbar posibles soluciones que pongan freno a la barbarie que mancha de sangre el mundo entero, desde París a Baga pasando por Beirut, Garissa o Ankara.
Fotografía: Blanca Dagheti