A las seis y pico de la mañana, el joven comprende que existe algo físico, un hilo orgánico que une nuestros recuerdos al cuerpo de aquellos con quienes los vivimos.

Dentro del Hospital General de Alicante, la noche es imprecisa: larga y corta a la vez, analgésica y dolorosa. Se asemeja a un trozo de memoria de esos a los que se recurre mucho, por ejemplo, a las viñas de La Mancha en agosto, a un niño que pedalea detrás de la bicicleta de su abuelo y observa con atención su brazo extendido, señalando llanuras y caserones en ruinas, y lo oye mencionar apellidos y épocas y hambres. Al niño le gusta ver las piernas finas de su abuelo, intuirlas debajo de sus perneras trabadas con una pinza para que no se enganchen en la cadena. Al pequeño le suelen repetir que ha heredado la delgadez de él, entonces se mira las canillas secas y se enorgullece. Y cuando otros chiquillos lo insultan y lo desprecian, “saco de huesos”, “esqueleto”, él sonríe y piensa, “como el yayo”.

La planta octava del hospital está llena de respiraciones cansadas. En algunos rostros viejos la fatiga parece un estado del alma. Al llegar las once de la noche, los corredores se vacían de visitas, decae el flujo de médicos y carros hasta extinguirse. Desaparecen las conversaciones y las bocanadas de nicotina de las escaleras de incendios. Las puertas de las habitaciones se entornan, invade el pasillo el burbujeo de las máquinas de oxígeno, soterrado durante el día por un ajetreo de fingimientos, temores y bromas con saliva fría.

Quedan los enfermos y unos pocos acompañantes: sorprende la cantidad de pacientes solitarios. La ciudad bosteza, se le van cerrando los ojos, se apagan las últimas luces de los edificios que rodean el Castillo de San Fernando. Duerme Altozano, Campoamor… Los Ángeles duermen.

***

Al echar un par de monedas a la máquina de café, brota en él un sosiego inesperado. Quizás nazca de la aceptación del insomnio, de saber que durante horas los hierros de las butacas fustigarán sus muslos y sus vértebras.

El joven se queda quieto en la oscuridad de la habitación y vigila la respiración trabajosa que mora en la camilla. De vez en cuando el ritmo se ralentiza o se tropieza, y se muere de miedo. Es inevitable adivinar que ese cuerpo humano y agotado por 82 años de vida de pobre está apurando sus últimos litros de oxígeno. Ya faltan pocos días de dolor. A veces, uno puede pensar esto sin llorar. La costumbre es que se llore a escondidas hasta que llegue el final, como si cada lágrima fuera un asunto íntimo. Hasta entonces la tristeza será un gotero de suero sigiloso que baña sin pausa la memoria.

Sin embargo, en esta noche, el joven es capaz de ver la muerte con calma. Tal vez la relativice su presencia discreta por cada tabique de la octava planta. Tal vez comienza a funcionar el asqueroso instinto de supervivencia emocional, tal vez la resignación come de la rabia… Sin otras vidas y otras muertes a lo largo de décadas y siglos, aquel chaval no habría sido niño en agosto, no habría volado por los campos de La Mancha ni habría escuchado la risa de su abuelo al verle devorar las uvas que robaban de camino a alguna vega. El chiquillo no entendía entonces por qué la vida no podía reducirse a salir en bici con su hermano y el yayo, regresar a casa y jugar los tres a las cartas, a cinco pesetas por partida, y pasar todo el día oliendo a carrizos, y luego sacar las sillas a la puerta para esperar la noche. Deseaba firmemente que la vida consistiera en aquello, por eso lloraba tanto con el ojo clavado en el retrovisor cuando volvía a Alicante.

De crío, sólo recibía la parte amable; sin embargo, lo cierto es que ya había sido engendrado todo lo que lo ha traído a esta camilla: bronquios de pobre, piel de pobre bajo la radiación cancerígena del sol de los pobres y semanas de pobre con domingos que reconfortaban menos que una ducha rápida.

El chaval sale a pasear por la octava planta. Se cruza con una mujer leve que le enfoca sus ojos hinchados pero no saluda. La comprende.

Te esfuerzas en despegarte del dolor, en razonar sobre la naturaleza de lo inevitable. El empeño es inútil, al final amanece y la luz vuelve a dibujar con nitidez los rasgos de esa cara hundida por la fatiga. Ahí se agota la serenidad. A las seis y pico de la mañana, el joven comprende que existe algo físico, un hilo orgánico que une nuestros recuerdos al cuerpo de aquellos con quienes los vivimos. Lo ve apocado y soñoliento y sabe que le arrancará un pedazo el día en que se marche.

Hace poco, el hombre le habló de la muerte de su abuelo. La historia sonó vacía y lejana. Él intentó implicarse y sentir el peso de la vida de aquel señor que nunca conoció. Evidentemente, no lo consiguió.

Cuando dentro de muchas décadas reúna a sus nietos alrededor de un álbum de fotos y les hable de su abuelo y de sus bromas, ellos contemplarán la fotografía y sólo verán un hombre. Insistirá, un poco desesperado, les dirá que tenía los ojos pequeñitos como rendijas de tanto reírse, pero de nuevo sólo encontrarán un anciano con boina. Luego le mirarán extrañados, sin adivinar por qué observa la foto durante un rato y se le llena la boca de melancolía y de agradecimiento. Nunca sabrán lo que esconden las llanuras manchegas, no sabrán lo que él guarda detrás de la palabra agosto.

Antes de abandonar el hospital, lo mira a los ojos con toda la felicidad a sus espaldas y le da un beso. No rompe el secretismo que siempre rodea a los enfermos y se queda con las ganas de darle las gracias a pecho descubierto.

Al chaval se le ve alejarse en busca de los ascensores de la octava planta, va a paso lento, arrastrando sus canillas secas.

Fotografía: Felipe Antonio Sepúlveda Rodríguez 

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