Mientras cruzo por callejuelas de Velluters –con sus meretrices ajadas y sus yonquis de alcurnia– observo que, en una esquina del conservatorio, resiste al arrancamiento un cartel de la velada floral que Helena Goch y Julio de la Rosa brindaron en la espesura del Botànic. Detenido frente al póster de aquel concierto la visión más nítida que me asalta es la del cantautor jerezano taconeando El traje, envuelto por ese vaivén suave del looper, y la expectante calma al contemplar cómo se agiganta con el ritmo de sus tacones cercanos.
Quiero ver caer los puentes que me unen a tu nombre
olvidar es una guerra y esta vez la gano yo
Sigo ante el cuadro de la primera cita de Sons al Botànic, en la misma pared, más carteles superpuestos y desgajados, esta imagen me lleva a pensar en ese mural de Jorge López, para Inside Out Project que, a pesar de los permisos, los operarios extinguieron por “órdenes de arriba” en el muro de la Casa dels Bous. Un panel intergeneracional con los verdaderos rostros que pueblan la fachada marítima de esta ciudad. El agua a presión desintegrando –literalmente–esa Valencia marinera, tan auténtica, depauperada a conciencia para especular sobre las ruinas del Cabanyal. En una de las caras he reconocido al que toca el cajón en el sarao flamenco de cada martes en La otra parte, lo cual me devuelve a Julio cerrando, a taconazos, con…
Sé bailar y no es tan fácil.
Por debajo de las torres de Quart salgo hacia Extramurs y me da por imaginar a Helena Goch cantando en alguna lengua ibérica –desde un fado a unes albaes–con todo ese candor que la envuelve en el escenario, con sus vestidos (imposibles para muchas) y sus tocados. Por probar, me digo, para transmitir al indagar en los registros vocales del idioma de su abuelo, Sanchís Guarner. En el Jardín Botánico de su ciudad, mademoiselle Goch comparte con los presentes el primer álbum que ha gestado, Little tiny blue men y se percibe como un estallido primaveral. Helena no finge ni medita su pose, le aflora así, ella tiene, innato, ese charming que otras intentan fingir o calcular. Sus melodías transcurren en continua trenza fluida, con esa oscilación característica y su guitarra solitaria, como una ráfaga en la tarde que llega a través de una gran mata de lavanda. Una voz púrpura y aromática.
Tras la gentil dama, se eleva Julio de la Rosa, a medio metro sobre el suelo, carente de artificio, trayendo la pureza que es capaz de imprimir a sus canciones, con el impacto en la desnudez de sus Pequeños trastornos sin importancia. Este llanero solitario, con su calma al hablar y aura de dandy desgarbado, empuja a los asistentes a que salten aferrados -a lianas desde lo alto de los árboles- hacia un vacío desbordante de poesía cruda, de esa que rasga, evoca y cura. La comunión con el respetable llega a su paroxismo cuando, completamente desatado (y desenchufado), desciende a la arena y alza una polvareda en derredor mientras se convierte en un simún, enérgico y sutil, como el sabor del romero en cualquier receta mediterránea.
El Botànic queda en silencio y las plantas, enmudecidas, reposan hasta que las despierte el próximo Modelo de Respuesta Polar. La humedad del extinto Turia hace temblar los huesos, como así ocurre con algunos falsetes de ella, o con algunos versos de él. Jules et Helen caminan de la mano, sobre las tablas y sobre la fina grava, sobre adoquines parisinos o sobre una senda borrosa cerca del cabo Trafalgar, intercambian influjos y miradas; gestos, melodías y cortesías; intercambian el arte que, cada uno en su estilo, propone y transmite para hacer vibrar. Tras concluir el recital, la pareja se retira en íntimo paseo (sin salida) hacia el Jardín de las Hespérides.
Allí llego, ahora, como en tantos y tantos atardeceres, para aplacar La fiera dentro y dejar de girar en mi propia Glorieta de trampas, para lo cual, en ocasiones, sólo me queda recurrir a un Perhaps, ese toque femenino, más dulce (y también ácido) que siempre alegra el espíritu. Así, absorto, contemplo unos matorrales aromáticos y todo cobra sentido, qué escribir e incluso el título. La naturaleza nos ofrece las respuestas y nuestra necedad, a veces, nos impide verlas.
Fotografías: José Bravo