La pequeña hija de Adela y Manuel se llama Guadalupe en honor a “la madre de todos los mexicanos”. Amamanta el cansado seno de su madre mientras un par de perros ruanos, acostados sobre el zaguán, observan la escena como si quisieran formar parte de ella. Mientras sorbe, con su rechoncha manita izquierda Guadalupe dibuja figuras conversas en el aire con tonalidad a notas musicales.
Sus padres se casaron en la pequeña aldea de Pinabetal, situada justo al centro de la sierra cafetalera en los Altos de Chiapas, al sur de México, hace apenas tres años. Su unión, como la mayoría de los matrimonios de esa región, no fue sencilla. Un buen día de otoño, mientras Manuel regresaba de revisar las colmenas, vio a Adela, su amiga de siempre, con otros ojos y otra mirada que nunca antes había notado. Fue entonces cuando ambos, tan sólo comunicándose con la vista, supieron que no podrían volver a hablarse por algún tiempo. Y es que en Pinabetal y sus alrededores si un hombre corteja a una mujer, si tan solo le dirige la palabra sin contar con el previo consentimiento de los jefes de ambas familias, se hace acreedor a tres días de cárcel.
Así fue como Manuel inició el enredado y parsimonioso proceso de llegar hasta Adela por los caminos de usos y costumbres que siguió su padre, el padre de su padre, el padre del padre de su padre y que ni la llegada del ‘México moderno’, ni la televisión o el cura de la Pastoral de Ocosingo han conseguido alterar.
“Padre, creo que encontré mujer”, le dijo Manuel a su papá con voz firme y segura mientras ambos se dirigían a la parcela de café a limpiar el terreno de las hierbas malas. Hoy día, mientras lo platica, Manuel aún recuerda el largo silencio de su padre en aquel entonces. Ese silencio que dice mil palabras y que puede llegar a pesar una tonelada. No fue sino hasta la tarde, después de haber merendado el zizol preparado por las mujeres de casa, cuando el patriarca le requirió apilar más leña en la pared contigua a la cocina al tiempo que le preguntaba en lengua tzental: «¿Estás seguro?» «Estoy», contestó Manuel, mientras en su interior aún revoloteaba aquella mirada de Adela.
Al domingo siguiente, después de regresar de la misa que se oficia abajo la montaña, en el pueblo de Ocosingo, el padre de Manuel, ataviado con sus mejores ropas, inició el rito: presentarse ante el padre de Adela, comentarle las intenciones nupciales que tenía su hijo para con su hija y preguntarle si reservaba algún impedimento ante ello. El padre de Adela se lo pensó por algunos minutos en los que el mutis se respetó para luego pedirle volviera en dos semanas por respuesta. Durante ése tiempo meditó la situación, la consultó con sus dos hijos varones, con su esposa, con sus amigos más cercanos y finalmente con la propia Adela. Luego de las dos semanas acordadas los patriarcas se volvieron a reunir frente a una humeante tasa de café. El padre de Adela le expresó que al no existir traba alguna por parte de él o su familia y de constatar que Manuel proviene de una familia respetada entre los 350 habitantes de Pinabetal, entonces podían pactar una tercera reunión para el siguiente fin de semana en la que se negociarían los términos y condiciones de la futura boda. Feliz noticia para Manuel y Adela que, durante todo ese tiempo y el que pasaría antes de su unión, aun no habían podido cruzar palabra alguna.
El siguiente fin de semana fue más sencillo. La gente de Pinabetal esperaba con entusiasmo las fiestas del Santo Patrono, antesala a la temporada en que los granos de café empiezan a ponerse colorados y aumentar de tamaño, por lo que el ánimo de fiesta es propicio para el aquelarre. Se llegó al acuerdo de que la familia de Manuel sacrificaría dos gallinas para caldo, compraría seis Coca-Colas de tamaño familiar y recolectaría la leña necesaria para cocinar. En contraparte, el padre de Adela sería el anfitrión de la celebración, pondría el zizol para todos y se haría cargo de invitar a gran parte de los habitantes de Pinabetal al convivio. Previendo el tiempo, Manuel comenzó a construir una choza dentro de los terrenos de su padre, justo al lado de unos cafetales mientras que sus hermanas empezaron a desgranar las mazorcas de maíz para las más de trescientas tortillas que habrían de cocinar. Manuel soñaba con escuchar de nuevo la voz de Adela. Pensó en mandarle algún recado pidiéndole escapar por una tarde a Ocosingo para conversar un poco, pero entonces recordó que en los pueblos chicos todo se sabe tarde o temprano además de que había que honrar las usanzas de su comunidad. Fue entonces que se dio cuenta que no sólo se iba a casar con Adela, sino también con una bola de tradiciones que él también heredaría a sus hijos y que formaban parte del orgullo de ser Tzental en Pinabetal.
Más de un mes después de que el designio cruzó las miradas de Manuel y Adela, en una pequeña iglesia improvisada en lo alto de la sierra cafetalera de Chiapas, justo al lado de unas rocas enormes a las cuales nombran Palu Chen, un cura y dos padres de familia daban la bendición a dos enamorados que hasta ése entonces seguían sin poder conversar directamente y escuchar el sentir y pensar de su futura pareja. No fue sino hasta el mediodía, cuando el pueblo entró a los terrenos de la casa de Adela y previa autorización no verbal del padre de ésta, cuando Manuel, con Pinabetal como testigo, le preguntó con la voz de siempre: «Y tú, ¿cómo estás?»
Después, después llegó la pequeña Guadalupe que sigue amamantando el seno de su madre mientras los perros le observaban.
Fotografía: Meeri Koutaniemi