Flor rara

 

Andrea aún sigue esperando que la primera tormenta de invierno la sorprenda en el tejado. Todas las tardes espera allí el anochecer y la posibilidad de la lluvia. Se va volviendo sombra e indefinición de formas en la oscuridad, sumergida en pensamientos que nunca me comparte. Apenas ha hablado en estos días. La veo garabateando palabras sobre las tejas, rompiendo puntas de lapiceros y frunciendo el cejo, como si el resultado no fuese nunca el que espera.

 

Tomar su medicina ya no le molesta tanto como antes. Agarra las píldoras entre sus dedos con la costumbre de quién ya tiene práctica en ello. Abre sus labios apenas el espacio necesario para introducirlas y las traga. A veces creo que tiene miedo a abrir demasiado la boca por si se le escapa una palabra.

 

Algunos niños vinieron a verla hace unas horas. Se susurraban cosas que ella podía escuchar pero a las que no contestó. No varió su posición de indiferencia ni siquiera cuándo uno de ellos trató de derribarla lanzándole una piedra. Después de eso, se alejaron entre risas y Andrea también sonrió. Estoy segura de que se siente invulnerable, de que para ella no existe el vértigo ni la soledad mientras pueda seguir en ese tejado.

 

Dejó que pasara una hora y luego entró en la casa para abrazarme. Sentí sus dedos pequeños acariciando mi espalda y el calor de su aliento en mi vientre. Supuso que en realidad era yo quién se había asustado.

 

Sabe que dentro de un par de días tendremos que empezar a venir menos a esta casa. Quizás por eso le ha dado por acariciar las cortinas. Las horas que no está arriba se las pasa jugando con ellas. Se esconde, asoma la cabeza y me mira. Yo finjo no estar atenta a sus movimientos y de vez en cuándo elevo la voz y pregunto: “Andrea, ¿dónde se habrá metido esta chiquilla?, Andrea, ¿andas por ahí?, ¿Andrea?”. Entonces escucho el sonido de sus pasos corriendo hacia la cama. Salta y se queda detrás de mí. Me contempla indirectamente sobre el espejo. Por su gesto supongo que piensa que nuestra imagen sobre el mismo es más real que nosotras dos frente a frente.

 

Siempre le gustaron los espejos. Hay algo en ellos que le fascina. La posibilidad de igualar la realidad, de superponerla al vidrio, siempre le ha maravillado. En lo que era una caja de galletas guarda al menos cincuenta piedras de cristal de diversos colores. Los días de sol se las lleva consigo hasta el tejado. Suele levantarlas hacia el cielo y las hace girar, en un llamamiento a los rayos del sol. Así la sorprendí un día de julio, con el rostro cubierto de varios colores. Rosas, azules, violetas… Me pareció la flor más maravillosa que nunca había visto.

 

Ella ya era así cuando nació. Una flor que hablaba solo con sus ojos. Movía sus manitas pequeñas y se agarraba a mi dedo índice para contarme cosas. Su silencio estaba lleno de conversaciones que yo imaginaba tendríamos entre las dos.

 

Andrea no necesita decirme nada, pero yo a veces la busco, la siento sobre mis piernas y la obligo a hablarme desde su boca. Entonces me hace preguntas que yo trato de responderle. Le intrigan los niños que vienen a verla pero nunca se cuestiona por qué tratan de derribarla. Sólo quiere comprender por qué la diferencia se considera algo malo. Yo le explico que ser diferente es una bendición y entonces ella junta sus manos, crea un círculo invisible y poniéndolas sobre mi cabeza, me corona. “No tenemos la culpa de ser ángeles, ¿verdad?”. Y yo le respondo: “No, ningún ángel tiene la culpa de serlo”.

 

Cuándo le diagnosticaron su enfermedad yo le hablé del cielo y de los ángeles. Yo le hable de lugares más allá de las casas y de los niños. De esta ciudad y de todas las ciudades. Le conté que ella era un ángel de mirada azul, de camino y de regreso. Le conté tantas cosas durante tres horas que, abrazadas, se durmió sobre mi hombro, agotada de mi voz. Cuando despertó, había asimilado que era realmente un ángel y que no debía tener miedo.

 

Han caído algunas gotas de lluvia sobre la acera. La escucho reír, tanto y tan alto. Por primera vez en días parece estar de regreso. No debería estar a la intemperie, pero no puedo negarle esa alegría.

 

Todos deberíamos celebrar los cambios, sean de clima o de cualquier clase.

 

Andrea me recuerda lo sencillo que puede ser el camino de la felicidad.

 

Tiene el don de convocar a los cielos sean para el llanto o para la risa. Sé que si llueve o si hace sol, es sólo porque ella lo desea.  

 

Flor rara by Negra Tinta. © Negra Tinta 2014. Ilustración de Jorge Berenguer para Negra Tinta.

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