No sé cómo lo han hecho pero han conseguido que mucha gente diga que la tele les hace compañía. Puedo aceptar esta afirmación si sale de boca de gente mayor –aunque me entristezca que dejemos a nuestros mayores con la única compañía de la luz azulada de la pantalla. Cuando no existía la tele, las personas mayores de la familia eran el centro de la casa. Tenían historias que contar y se les escuchaba. La experiencia tenía un valor dentro del seno familiar. En los países llamados subdesarrollados aún se les escucha, siempre que no se tengan parabólicas cerca. Lo que no termino de entender es cómo personas que viven con personas son capaces de decir que la tele les hace compañía.
Las personas hacen compañía; al menos, si me apuras, los animosos hacen compañía. La tele entretiene –negativa o positivamente, eso ya es otra historia. No hay que tergiversar el sentido de las palabras, de eso se encarga la televisión cuando durante años hemos asociado «ver televisión en grupo» con «estar en familia». Parece que lo que ha de hacer una familia cuando está en casa es sentarse delante de la pantalla. Todos disfrutando con el mismo programa de una forma que desde hace mucho tiempo nos venden ciertos lanzamientos televisivos como “formatos familiares». Hay padres que se molestan cuando su hijo adolescente se mete en su habitación (quien sabe si a leer un libro) en lugar de ver la tele con la familia. Quizás prefiera hacer otras cosas antes que ver El Hormiguero o La Ruleta de la Fortuna. Estar con la familia no es ver la tele juntos. Es hablar de todo tipo de asuntos de forma distendida. La televisión no favorece el diálogo. Dicen que los smartphones tampoco, pero puedo asegurar que dejan una vía libre a la comunicación: la auditiva. Es evidente que para una mejor comunicación es más aconsejable el contacto visual, algo que podemos poner en duda si damos como válido un comentario de Eduard Punset en el que decía que llevaba tantos años con su mujer que no necesitaba mirarla para notar su presencia. Aunque, claro, también es cierto que se separaron.
No me extraña, la gente con muchas inquietudes arriesga parte de su vida conyugal. Eso confirmaba Carlos Blanco –gurú del emprendimiento, conferenciante y business ángel profesional. Estaba tan metido en su pasión por los negocios que le costó un matrimonio. Lo que quiero decir con esto es que a veces es mejor tener a alguien toqueteando el teléfono que viendo la televisión. Por algún motivo que desconozco, nos molesta más que nos hablen cuando vemos un programa que cuando enviamos un mensaje, ojeamos el Facebook o seguimos a un famoso en Twitter. Tengo que dejar claro que cuando alguien nos habla debemos voltear la pantalla del ordenador hacia abajo y tratar de contactar visualmente con la otra persona. Si no es contacto visual, al menos que la vista no esté en el aparato electrónico. También hay que aprender a diferenciar cuando nos hacen un comentario que requiera dejarlo todo y cuando no es más que una frase suelta que sólo requiere asentimiento para hacer ver a la otra persona que la hemos escuchado o vamos a escucharla. El tipo de comunicación que tenemos con cada persona es diferente. Hay gente que necesita plena atención y otras que no tanta.
Pero los tiempos han cambiado. La televisión más popular consume al espectador como lo hace la heroína con un pobre desalmado que ya no puede abandonar la maldita droga que le está consumiendo. Ante la televisión hay que estar en alerta permanente. Sentarse a verla sin pensar es dejar que otros piensen por ti mismo. ¿Existe algo más vil que eso? Cuando algunos decimos que en la televisión existe un gran número de psicópatas no lo decimos en broma. Presentadores como María Teresa Campos o Jorge Javier Vázquez no son gente con escrúpulos, pero aun así creen que hacen algo útil por la sociedad. Sacan provecho de la soledad de las personas para venderles mierda con unas artimañas solo equiparables a las que utilizan (y han utilizado) los servicios bancarios para colocar productos de alto riesgo como las tan comentadas acciones preferentes. La diferencia es que la televisión te roba el cerebro y el banco, el dinero.
Una persona puede pasarse toda una vida viendo la ‘caja tonta’ y no darse cuenta de qué es noticia y qué publicidad. De repente te hablan de un deporte nuevo (normalmente, practicado por ricos) que los presentadores o periodistas televisivos recomiendan como quien recomienda comer ensalada a diario. No es raro ver en las noticias a un cocinero hablando de dietas saludables… mientras en su pecho se puede ver el logo de un producto alimenticio. Ni en los informativos puedes confiar porque la publicidad allí se ha colado. Primero lo hizo en forma de cuñas que separaban las secciones (política y sociedad de deportes; deportes de la información meteorológica), pero desde hace unos años vemos a presentadores de telediarios –en cadenas privadas– promocionando coches, gominas o desodorantes. De hecho, ciertos presentadores de los noticieros españoles conforman el grupo de rostros televisivos en quien menos se puede creer. Que tengan un halo de supuesta autoridad –heredada por los años que llevan en antena y por el oligopolio que han disfrutado ciertos canales de información– induce a los televidentes a la convicción de que reciben información verídica y objetiva.
La inmadurez colectiva señala a aquellos que ponen todo en duda: nos llaman paranoicos. Son los mismos que creen más en una enciclopedia editada por un gran grupo editorial que en la Wikipedia. Otorgan la autoridad de la verdad a las manos de unas pocas personas/empresas que se dedican a escribir la Historia desde el punto de vista del ganador de la guerra. En nuestra televisión contemporánea, los malos del ‘peliculón’ son los profesores, los controladores aéreos, las enfermeras, los autónomos, los ciudadanos que se hipotecan para tener un hogar… En definitiva, el malo eres tú, ciudadano de a pie sin medios para ser escuchado por miles de personas cuando necesitas alzar la voz. Pero, sin embargo, colaboras dándole el poder a la tele, el poder para convocarte cada día a las 15 horas para ver su propaganda disfrazada de información. Le otorgas el poder a la tele cuando aguantas miles de anuncia antes y durante la emisión de tu película favorita. Gracias a internet –y sin necesidad de descargarla o visionarla ilegalmente– tienes la posibilidad de verla cuando quieras, pero te han enseñado a verla cuando ellos lo digan. Te dijeron que necesitabas cien canales cuando sabían que no puedes ver más de cinco o seis con regularidad sin tener que volverte loco. ¡Qué importa, mientras pagues los 90 euros que cuesta el abono al cable de la felicidad! Watch all you can. De eso se trata, de ofrecer un sinfín de productos que no podrás consumir. Curiosamente, no ocurre lo mismo con la navegación por internet a máxima velocidad, donde España sigue siendo un país trasero en Europa en cuanto a la relación de calidad y velocidad con las tarifas que fija el oligopolio de las telefónicas. Sí aumentaran la banda, bien saben que muchos lo aprovecharíamos para consumir internet de forma independiente.