“La cosa se ha puesto fea por aquí y la verdad es que cada día me resulta más difícil esta situación. Rosa, te extraño mucho y no sé si podré aguantar mucho más tiempo”.
Firmada de puño y letra de un republicano español deportado al campo de concentración de Mauthausen, esta carta fue la última comunicación que unió a un matrimonio menorquín. Petra Gutiérrez no tuvo tanta suerte. A ella la consideraron durante casi una década como una más entre las cientos de miles de viudas de la República que la Guerra Civil había dejado en la España de los años 40. Mauricio Pacheco Palomero (Guadarrama, Madrid, 1912 – Agen, Francia, 1991), su marido, no dio señales de vida entre 1938 y 1946. Su desafortunado paradero durante la mayor parte de ese período fue el mismo que el del menorquín que escribió la epístola que encabeza la crónica, recogida por el historiador y periodista ibicenco Xicu Lluy en su libro Els nostres deportats. Republicans de les Balears als camps nazis, un preciso y estremecedor relato, un candoroso homenaje a los 71 republicanos de su archipiélago natal que, según sus investigaciones, dieron con sus huesos en los campos de exterminio del III Reich. No sabemos si Mauricio se cruzó con alguno de los isleños que Lluy radiografió en su libro, pero el soldado Pacheco (albañil antes del levantamiento militar del 36 contra la legalidad democrática) pasó cinco años en Mauthausen.
“Mi padre lo pasó tan mal que nunca habló del tema. Lo que nos contaba sobre su vida anterior a la liberación de Mauthaussen por los americanos fue escaso. Para él, poder vivir en Francia y en paz, reunir a su familia, ampliarla, encontrar trabajo… eso fue volver a nacer para mi padre”, rememora en un castellano de erres afrancesadas su hijo Maurice (o Mauricio, como le llama la familia que conserva en Madrid, con los que guarda una estrecha relación). La amnesia del exiliado Pacheco no es caprichosa. Remorar aquella barbarie no era plato de buen gusto para muchos. Lo refleja perfectamente Lluy en su obra, donde hace hincapié en la dificultad de conseguir que unos hombres de más de 80 años dejaran entrar a su grabadora en la caja de sus recuerdos más estremecedores.
Las vejaciones en los campos de exterminio del nazismo eran constantes. Para los deportados, la lucha diaria era seguir vivos al caer el sol
No en vano, lo vivido por el republicano madrileño no debió distar demasiado a lo que sufrieron sus paisanos baleares, la mayoría también deportados a Mauthausen y sus campos-satélite. Según el testimonio de este contingente de pitiusos, mallorquines y menorquines, aquella experiencia resultó una maratón de sufrimiento constante donde la lucha desesperada por sobrevivir se convertía en el pan metafórico de cada día. El pan literal, el sustento alimenticio, escaseaba, por no decir que no existía. Las vejaciones eran constantes. El temor a recibir un tiro por capricho de un oficial de las SS himmlerianas, un riesgo nada descabellado. Los trabajos, eminentemente físicos, a desempeñar para el régimen de Hitler en medio de esa trituradora humana llamada Mauthausen, enclavada paradójicamente a los pies de los bucólicos Alpes austriacos, resultaban inhumanos.
Nunca se sabrá qué lugar ocuparon Mauricio padre y su hermano Justo (también albañil, también soldado, también republicano, también deportado…) cuando una muchedumbre salió a recibir el 5 de mayo de 1945 a los tanques de EE UU que aparecieron para liberar un campo de exterminio que, en la práctica, ya estaba liberado y controlado por los reclusos –con el innumerable colectivo de soldados españoles, esos hombres curtidos tras haber perdido una Guerra Civil y haber sido capturados al poco de haber comenzado una Guerra Mundial, a la cabeza– tras la huida en desbandada de la otrora temible SS. Mauricio, simplemente, calló. Nunca habló de aquella pancarta con la que se evidenció que el control de Mauthausen había cambiado de manos (“Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”, dibujada por el catalán Francisco Teix). Posiblemente, ese fue el único momento de felicidad que pudieron sentir los 80.000 condenados a muerte que no perecieron en aquel infierno austriaco, a diferencia de los casi 120.000 que sí fenecieron entre 1938 y aquella primavera del 45.
Tampoco habló Mauricio de los castigos físicos, del régimen de esclavitud extrema que soportaban ni de las temibles cámaras de gas. Su silencio, lógico desde el punto de vista de los daños psicológicos sufridos, fue el mismo que el de muchos supervivientes del exterminio promulgado por los fanáticos de la raza aria. No en vano, el músico y artista Sigfried Meir, deportado a Auschwitz-Birkenau con solo nueve años desde Fráncfort por su condición de judío alemán, le contó a Xicu Lluy que su vida anterior al campo más famoso de la masacre nazi se había borrado de su cabeza. De hecho, este anciano, nacionalizado francés y residente en Eivissa, llegó a afirmar su “aversión” durante largo tiempo al escuchar su lengua materna, el alemán, que había “olvidado” en beneficio del galo y el castellano, la lengua que le habló el republicano Saturnino Navazo, quien ejerció de padre durante el tiempo de reclusión y a lo largo de su juventud, después de la liberación. Sus progenitores biológicos no sobrevivieron a la barbarie.
En el caso de los republicanos españoles, como Navazo o como los Pacheco, el olvido al que se les sometió tras el fin de la II Guerra Mundial fue doble. No tenían un viejo o nuevo país al que emigrar (Israel, Hungría, Polonia…). Algunos, a imitación de casi todos los judíos sobrevivientes, decidieron emprender el camino de las Américas para reunirse con familiares desperdigados por Cuba, México o Argentina, ya fuera a causa del exilio político posterior al 36 o porque habían dejado atrás la pobreza de la España subdesarrollada de finales del XIX y principios del XX. Mauricio y Justo Pacheco, como muchos otros, se trasladaron al país al que huyeron en 1939. Entonces se habían agarrado, como si de una tabla de salvación se tratase, a Francia y sus verdes campos. La Galia más que madre fue madrastra para muchos, los menos acaudalados y peor posicionados, los que fueron recluidos en campos de concentración al traspasar la frontera, como tan bien reflejaron escritores catalanes como Agustí Bartra en la novela Crist de 200.000 braços.
Como si de arqueología literaria se tratase, Bartra desempolvaba, allá por los años 70 y en primera persona porque lo sufrió en sus carnes, las pésimas condiciones a las que se vio sometido el Ejército rojo (“cautivo y desarmado”) que entró en la democrática República francesa cruzando los Pirineos, con los nacionales mordiéndoles los talones, para dar con sus huesos en campos de concentración donde se les hacinó hasta que fueron necesarios para preparar la inevitable guerra contra la Alemania nazi. De despreciados por un chovinismo galo que consiguió devolver a más de un incauto a su nación de origen con la promesa “de que no se tomarían represalias contra su persona” habían pasado a ser imprescindibles para frenar a las cruces gamadas del invasor germánico. Cuando el mariscal Petáin pactó la rendición con Hitler en 1940, después de unos meses de ridícula guerra por parte francesa, el macabro puzzle se completó. Paradójicamente, entre los impulsores de la archiconocida Resistencia francesa se encontraron muchos exmilicianos de la República española. Aquellos idealistas condenados al fracaso consiguieron, así, una victoria contra el fascismo, aunque fuese lejos de su país, donde otros compañeros habían seguido la lucha en las montañas y se les conocía como maquis.
Los herederos de los Pacheco siguen viviendo en el sur francés, concretamente en Mont-de-Marsan. Entre ellos todavía se encuentra la matriarca de la familia, Petra, nacida hace casi 98 años en Talavera de la Reina. Mauricio hijo desconoce dónde capturaron a su padre y a su tío Justo. Ambos vivieron muy unidos hasta la muerte de este en 1973. “No soltaban prenda. Sí que sé en cambio que cruzaron la frontera por Canfranc. Lo sé porque, muchos años después, cuando se volvieron a encontrar en Francia, mi madre peregrinó a pie hasta ese puerto de montaña para agradecer la liberación de su marido”. Casi centenaria, la resistencia vital de Petra está fuera de toda duda. Había que ser muy dura de mollera –casi al nivel de lo vivido por su marido en Mauthausen– para aguantar el tipo en el Madrid posterior al 28 de marzo de 1939, cuando el “¡No pasarán!” se convirtió en papel mojado. Sobre todo si eras la mujer de un republicano desaparecido en el frente y tenías a una pequeña de dos años en brazos. «Y más sin familia a la que acudir. Estuvo bastante sola todo ese tiempo», afirma María Isidora Gamo, esposa de Mauricio y nuera de Petra.
Carmen, la hija mayor del matrimonio, había nacido en 1937, en plena Guerra Civil. Los gemelos Maurice y Angelines, sus dos hermanos, fueron alumbrados doce años después. En la Francia de la posguerra mundial, en 1949. “Mi madre no se lo podía creer cuando le llegó una carta de mi padre explicándole que estaba vivo, diciéndole que los nazis le habían tenido recluido en Austria durante cinco años, contándole que Justo, su hermano, había estado siempre con él… En 1948 pudo arreglar los papeles para marcharse de España”, sigue el hijo varón, que pisaría por primera vez el país de sus progenitores en 1958. Mientras el régimen nacional-católico comenzaba a palmear por el dinero que entraba en la Península a través del plan que inspiró el Bienvenido Mister Marshall de Berlanga, Petra Gutiérrez llegó a Hendaya y traspasó la misma frontera en la que Franco le dijo a Hitler con un atrevimiento sin igual que España no podía devolver a Alemania el favor bélico en la II Guerra Mundial. Maurice recuerda aquel viaje de niñez. También, el que en 1968 le llevó a recorrer la Costa del Sol con unos amigos a bordo de un Citröen. Pero ninguna visita a sus raíces le marcó tanto como el viaje a sus raíces que emprendieron los Pacheco en 1973.
Por primera vez, 34 años después de su forzoso exilio, Mauricio Pacheco Palomero iba a regresar a su tierra, a Guadarrama, donde aún vivían algunos de sus hermanos (el resto, se había desperdigado por la región madrileña, especialmente por San Lorenzo del Escorial). “Poco antes de que Franco muriese, se aprobó una ley que permitía a los exiliados regresar a España sin temor a posibles represalias –apunta Maurice–. Mi padre, que se había nacionalizado francés por si acaso, se atrevió a pasar la frontera. Justo, mi tío, no pudo hacerlo. Falleció ese mismo año. El pobre nunca tuvo suerte: cuando se establecieron en Francia se casó, pero su mujer murió durante su primer embarazo”.
El hijo aún recuerda la emoción en el rostro de su padre según se acercaban a Madrid, un Madrid del que ya no quedaban recuerdos de la República que defendió el soldado Pacheco, pero que suponían la recuperación parcial de sus orígenes, el sudor de su frente y la sangre de su lucha. Desde el exilio, Mauricio vio cómo moría el dictador y a la dictadura convertirse en democracia en una Transición ahora en tela de juicio. Vendrían más viajes hasta su muerte, en Agen (a medio camino entre Tolouse y Burdeos, no muy lejos de la raya y los montes que separan a españoles de franceses), pero ninguno tan largo como el que inició en 1939 y concluyó en 1973. Con una escalofriante parada en Mauthausen (Austria), estación de penitencia de la que nunca fue muy amigo de explicar. Su éxito fue sobrevivir al holocausto más famoso de la Historia.