Ante el balcón de Barañáin amanece un día gris y despierto renovado en la hamaca, metido en el saco y con un par de mantas por encima. Llevo varias jornadas durmiendo poco, el cuerpo se curte, cada vez necesito menos horas de sueño para reponerme. Y los enclaves para descansar siguen siendo de lo más variopinto. Me siento endurecido como el cuero. Una semana, ya, de pernoctas improvisadas. Hago crujir mis inserciones y noto cómo encaja todo mi ser.
Desayuno inconmensurable y ducha renovadora. Un poco de humo, y el segundo café, mientras escucho a la mejor amiga de mi madre ponerme al día con el avanzar de su vida. Qué gran mujer, tan pequeñita.
Pedaleo hasta Estafeta recorriendo el Encierro a la inversa, salgo por la orilla del Arga hacia la estación de ferrocarril. Respiro hondo con las andanzas habituales para ubicar la bici en los trenes de este país, todo facilidades. Cada vez aprecio más viajar ligero de equipaje. Una bici y dos mochilas resulta bastante práctico para lidiar con la conciencia cíclica de las autoridades ferroviarias. Agradable dormitar al sol mientras se levantan las brumas matutinas y el paisaje se va tornando más árido. Zaragoza es el destino. El Mediterráneo, la meta.
En el viaje hacia la Ciudad del Viento, conozco en el vagón a dos chavales maños. A la media hora, se nos acopla un tipo del Cabanyal. Un pícaro de la vida, rondando los cincuenta, cuya bici -con carro de un eje- nos cuenta que le ha llevado desde España a Noruega, y de vuelta, a lo largo del último medio año. Parece, un poco, el típico cantamañanas desnortado tras La Ruta (del bakalao), que cuenta batallas en amalgama de gestas propias y hazañas ajenas. Pero, ahí va con su bici y sus trastos, con la ilusión de montar un bike-hostel en alguna casita dels Poblats Marítims de Valencia.
Uno de los dos chavales, Calde, baloncestista, y “mecano mal montado”, me acompaña con animada y verborreica conversación. Un veinteañero despierto y muy amable con el que llego a Teruel –por esas improvisaciones intrínsecas a los mejores viajes-, y nos vamos de cervezas. Desde la estación al ToricoUn fenómeno que me invita a vernos de nuevo en Pilares, co!
Se nos va la tarde entre risas y me cuenta sus muy interesantes perspectivas de infinidad de asuntos. Con el ánimo elevado por el zumo de cebada salgo pedaleando, tras las huellas de los dinosaurios, en busca de la vía de Ojos Negros.
En un merendero, mientras abrevo a Stendhal y cargo toda el agua que cabe en mis depósitos, llega un biker que baja por el barranco. Frena, y me dice:
Macho, has de volver un kilómetro para atrás. Seguro que buscas la vía verde.
Intercambiamos impresiones y bendigo la solidaridad entre ciclistas. Me explica su perspectiva de la nobleza baturra. Qué integridad –aunque haya de todo, en todas partes- en las gentes de estas tierras azotadas por vendavales. Hablamos de la cultura urbana en ZGZ, y de Buñuel, los frutales y los tambores del Bajo Aragón.
Emprendo camino por la vía en sí. Ayer, en Plazaola, hoy, en Ojos Negros. Me parece increíble esta concatenación totalmente imprevista. El cielo se tiñe de rosa y pedaleo hacia el Alto de Escandón. La diversidad del paisaje que se extiende sobre nuestra milenaria piel de toro sigue asombrándome. Disfruto con el suave descenso, que será predominante desde aquí hasta que observe a lo lejos el castillo de Saguntum. Este tren minero llevaba el hierro hasta los Altos Hornos. Comienza a caer el día, las nubes parece que formen parte de un cuadro de Turner. Las antiguas estaciones de este tendido férreo parecen haber sido bombardeadas, pero sólo es el paso del tiempo, y desidia centenaria.
En una de estas estaciones abandonadas, entre cuyos restos se han habilitado mesas de picnic, decido que voy a pasar la noche. Cómo echo en falta el hornillo y la calidez que confiere a cada campamento. Alimentos e infusiones calientes. Un fuego en la oscuridad, aunque sea azul, siempre aporta una cierta sensación hogareña. Café al hacerse de día. Un caldo de sobre aderezado con zanahorias y patatas. Cebolla pochada con taquitos de jamón. Aquellas raciones liofilizadas cruzando Tierra del Fuego. Los huevos que aquella señora me envolvió con un trapo, en una granja de Asturias, y que sirvieron para cocinar un exquisito revuelto de setas, a los pies del picu Urriellu. Sigo haciendo memoria sobre gastronomía de acampada mientras ingiero rodajitas de fuet con rosquilletas, un par de plátanos y media tableta de chocolate.
La noche estrellada de Neruda, en Atacama, debía de ser casi tan cristalina como esta, indescriptible bóveda de una región despoblada. El firmamento brilla como si desde alguna capa atmosférica hubiesen aumentado los lúmenes estelares. Coño, somos tan infinitamente minúsculos. Me resulta apabullante la inmensidad del cielo mientras me recuesto, en una mesa de pino sobre la que voy, a dormir bajo las estrellas.
El cansancio acumulado no se apodera lo suficiente de mi como para negar la visión a este espectáculo, abrazado por el silencio, sintiéndome como un llanero solitario, como un templario en el desierto. Esa íntima comunión con cualquiera que haya vagado por el mundo con un rumbo difuso hacia un horizonte nítido.
En medio de este desierto, desvelado, me hago otro, conecto los auriculares y me dejo llevar, hasta la hipnosis, por la voz esteparia de Stanich.