El mullido colchón me absorbe impidiendo que el cuerpo donde habito se ponga en pie. El tercer amanecer siempre es el peor. Las inserciones de músculos y tendones gimen al unísono. Una ducha con final gélido despierta mis sentidos. El osito roncador marcha temprano, los chavales, partieron al alba. Fresco y sonriente preparo café, tostadas y me zampo varios cuencos del arroz que sobró en la cena. Se requiere de aportación astringente para compensar las glucomovidas, pues con el paso de los días convierten el tracto digestivo en un tobogán por donde todo se desliza. Con los depósitos rebosantes salgo de la capital oscense, por intuición, buscando el oeste hasta que tropiezo con señalización peregrina y me alejo, otra vez, del asfalto.
¿A que suena muy bonita esa bucólica expresión “lejos del asfalto”? Pues, en ocasiones, la tortura de un terreno muy picado, impracticable, te lleva a suspirar por el firme en buen estado. Como jinete, padezco el martirio de la silla de montar. Los veinticinco kilómetros que recorro por el Camino, hasta el promontorio en que se alza Bolea, me suponen más de dos horas. Las posaderas se sienten percutidas sin piedad. Cada vez que me planto sobre los pedales, la descompresión en los isquion me hace mascullar lamentos. Aprieto los dientes. Si observasen las muecas de los ciclistas cuando suben el Mont Ventoux podrían atisbar la expresión de mi rostro. El viento, el repiqueteo. El viento. Ripios que se meten bajo la rueda trasera mientras intento trazar sorteando regueros y socavones. Si fuera una excursión puntual estaría disfrutando, ahora, no puedo decir lo mismo. El ritmo del pedaleo se trunca constantemente. Levanto la vista y en una colina se recorta la silueta de dos caminantes, los chavales del albergue. Camino una milla con ellos y me agradecen las narraciones de la velada anterior. Alejándome hacia poniente les grito: «Sempre endavant, xics, sempre endavant«.
Un último tramo que parece un camino bombardeado. Pienso en francotiradores y arqueros. Si fuera un emisario, ahora, en campo abierto, estaría a su merced. Pienso en el mimetismo de los camaleones. Me abstraigo del dolor. En la plaza de Bolea se está organizando la verbena para la noche. Me siento en una terraza frente a un café con leche. Es la hora del Ángelus. Les pregunto a unos parroquianos si me podrían indicar cómo proseguir por carreteras secundarias hasta San Juan de la Peña. Me explican que debo ir hacia Ayerbe, que contemplaré el castillo de Loarre, y que luego, cuando la carretera siga el curso del río Gállego, dejaré los Mallos a mi derecha. Disculpe, caballero ¿ha dicho los Mallos? ¿Pasaré por Riglos? En efecto, joven.
Tras el arrebato de emoción, anuncio que me desviaré del Camino. Esas maravillas geológicas de conglomerado me “esperan”, desde el Mioceno. Entonces, un norteño enorme y risueño, me da una palmada en la espalda: «Claro que sí, que el Camino no sólo es el que marcan las conchas».
Al llegar a la altura de Loarre, quedo hipnotizado con la inmensa fortificación. Más imponente incluso que la de El nombre de la rosa. Por un amplio valle sigo en zigzag sobre una tranquila carretera. La motivación reduce sensiblemente el dolor. Giro hacia el norte y diviso a pocas leguas mi destino inmediato. Qué grata experiencia la de ir acercándome a unas formaciones tan genuinas, sobre todo en la carreterita que se desvía hasta Riglos, a los pies de los mallos grandes. Se magnifica su tamaño conforme me aproximo y brillan enrojecidos bajo el sol cenital. Me siento nimio y exhausto, gracias a los últimos, y tórridos, diez kilómetros. Son las tres de la tarde.
Al cambiar a plato pequeño, para un repecho vertical, se ha destensado la cadena quedándose garzada en el desviador. En un lance parecido, no me di cuenta una vez, y con la primera pedalada partí un eslabón. En aquel momento, la milagrosa aparición de Günter me permitió “desfacer el entuerto” con un troncha. Recuerdo que no llevo ninguno entre las herramientas. Pongo a Stendhal boca abajo y con suavidad suelto el amasijo de grasa y eslabones. Resuelto el percance comienzo el ascenso a pedales por una pared –casi desplomada, al 27%– y veo a dos escaladores refrescándose a cien larguísimos metros. Detengo las bielas y procedo como ellos en el abrevadero. Al intercambiar un saludo nos damos cuenta que hablamos el mismo idioma además del español.
Quince minutos más tarde, junto a su furgoneta, sonreímos brindando con cervecitas bien frías, a la salud de los Mallos. La sobremesa se prolonga durante dos horas en apacible sintonía. Desde Alpes y luego por el Pirineo francés vienen huyendo del mal tiempo que les ha impedido acometer algunos retos previstos. Los he conocido al descender de la Visera tras la última vía de sus vacaciones. Son dos tipos de las tierras Osona, de mi edad, que con sincera hospitalidad me invitan a comer y beber, como se suele hacer entre quienes conocen de la comunión en las montañas. Zipi y Zape, con esa complexión simiesca tras media vida escalando, marcas de expresión por la intemperie y la mirada de ambos, clara y limpia. Conectamos, nos damos los teléfonos y un par de enérgicos abrazos. La despedida se cierra con un… «Quan vinguis per Vic, ja saps on tens casa«.
Al ritmo que deshago el camino de vuelta a la carretera voy girando la vista en cada curva, y les digo a los Mallos: “Hasta la próxima, cabrones, no os mováis de ahí”. De nuevo en la carretera me dirijo hacia el centenario pantano de la Peña. Antes de adentrarme en el desfiladero que llega al embalse me detengo en un mirador, último punto desde el que se observan los megalitos de Riglos. La serpiente de alquitrán se enclava entre preciosas paredes escarpadas. Una paleta con toda la escala de grises, me imagino, que pintada por un Titán, grafitero clandestino, escapado del Tártaro.
Tranquilo paseo hasta Anzánigo desde la inconsciencia de lo que aún me queda por afrontar. En un mesón me orientan para llegar hasta donde pretendo si encadeno dos carreteras antiguas y angostas, algo más de distancia a cambio de tranquilidad. La tarde se me echa encima y el terreno siempre tiende hacia subir. El dolor de posaderas sólo es un lamento agudo ocasional. Mis nociceptores ya no dan más de sí y dejan de transmitir estímulos. Durante tres horas avanzo cuarenta kilómetros. La temperatura es agradable, a nivel muscular me noto entero. El tercer día siempre es el peor y ya llega a su fin. Mañana estarás mejor que hoy. Y lo sabes. Intento absorber energía del paisaje, una sucesión de bosques que revisten todos los relieves. En moto, sería una gozada subir este puerto que ahora tengo por delante. Son las nueve de la noche. El sol se precipita por el horizonte.
Unas diez millas, calculo, me restan para llegar. Las glucomovidas me inyectan combustible cuando sobrepaso la barrera de los 100K. A tenor de la altitud alcanzada, intuyo que no queda mucho más por subir, y con la mente ya casi en blanco, me adentro por un túnel de floresta que me lleva hasta un monasterio cuando ya agoniza la luz. Espera, este no es el sitio que busco. No puede ser. Cuando era pequeño vine a San Juan de la Peña y en mi memoria había un gigantesco acantilado debajo del cual surgía un claustro en una especie de fortín. Estoy en una falsa meseta y no veo nada que se parezca a esa imagen. Blasfemo con fuerza. Me pesa la fatiga entre las sienes. Observo que hay un hotel en el complejo monástico y, también, un restaurante desorbitado. Aquí no pienso detenerme. Han pervertido la paz que hubo en este lugar. En qué punto me habré equivocado, pero si… coño, acabo de leer en un cartel: Monasterio de San Juan de la Peña.
Enciendo el frontal para rebuscar algo con que saciar el agujero gástrico. El arco de luz pasa por encima de un panel informativo. Me acerco, y en un mapa descubro que, a mi espalda, lo que me ha confundido es el monasterio nuevo. Si continuo por esa carretera, que parece morir allá delante, llegaré enseguida al otro. Al “auténtico”. Al monasterio del ermitaño. Me subo de un salto a Stendhal y bajo volando unas curvas empinadísimas hasta aparecer frente a un gigantesco acantilado con su claustro y su fortín. Ahora, sí que sí. Aúllo como si fuera un huargo de los Stark.
Con el entusiasmo jadeante de un niño exploro, dando brincos, el enclave que nace de la propia montaña. Se ha esfumado el cansancio. Subo por unas escaleras, esquivo el charco formado por la escorrentía que gotea desde quince metros de altura, y continúo por una pasarela de pino hasta toparme con una cueva idónea para extender mi habitación esta noche. Murmuro al cielo una oración agradecida por haber llegado a salvo. Libero a Stendhal de los bártulos y me doy cuenta de que no he repuesto agua. Pero tú estás tonto o qué. El agua, nano, el agua… ¿cómo se te ha olvidado? Sumando lo que me queda hay poco más de un litro. No hay fuentes en los alrededores. Maldigo mi imbecilidad pero no quiero irme de esta cueva y, a la vez, me rallo con la sed y con las consecuencias de no rehidratarme guay. Doy unos pasos hacia el exterior y al salvar, again, el charco me cae una gota en las gafas, levanto la vista y se me ocurre una idea.
Poco después de la medianoche, tendido cual Robinson en su morada, me invade el sueño. Me he bebido toda el agua que tenía y he conseguido otro medio litro, gota a gota, al disponer los botellines y todo lo que se me antoja como receptáculo de plástico, en el centro del charco. Cuando amanezca, tendré aun más agua, y eso me tranquiliza. Como dormir al amparo de la Naturaleza, allá donde nos ofrece cobijo en su magnanimidad. Se deslizan como pantallas flotantes las imágenes de la jornada por mi cine mental, y la voz de Keats susurra «La belleza es la verdad, esto es todo lo que sabes de la Tierra, todo lo que necesitas saber».