Apenas 20 kilómetros. Una media maratón. Esa es la distancia en carretera que separa al municipio francés de Collioure de la frontera con España. Para los más osados que decidan hacerlo campo a través, las distancias entre este bucólico pueblecito y el Pirineo catalán se reducen a apenas siete kilómetros. Las pendientes de las montañas pirenaicas descienden suavemente desde los picos más altos, situados en la provincia de Lleida, hacia el Mediterráneo, fundiéndose en una bella estampa costera modelada por la erosión marina y eólica. El azote de la tramontana, un viento con carácter envenenado que bien conocen los habitantes del Languedoc-Rosellón francés y el Empordà, la comarca más septentrional en el este de Catalunya, se hace palpable con notoria asiduidad en esas latitudes. Obviamente, las relaciones entre estos pueblos no se limitan a este viento de componente norte. El comercio fue sin duda un vector de desarrollo y colaboración a ambos lados del Pirineo. A través del intercambio de productos se cuajó una relación que hoy aún persiste. De hecho, el departamento francés de Pyrénées Orientales –otrora territorio español durante más de cinco siglos– mantiene una estrecha relación con Catalunya, con la que comparte afinidades culturales y lingüísticas fruto de un pasado común, si bien la lengua catalana se encuentra en recesión en el Roselló fruto de la política de negación y persecución de las lenguas minoritarias en Francia en los últimos dos siglos.
Y en estas tierras de frontera aparece, inevitablemente, Collioure (Colliure en catalán). No se asoma solamente en el mapa, también lo hace en la Historia. Punto geoestratégico clave en la lucha por el condado del Roselló entre la Corona de Aragón y la monarquía francesa, los apenas 3.000 habitantes de la población reciben hoy miles de turistas cada año, atraídos por el encanto de sus calles, su majestuoso Château Royal (Castillo Real) o la belleza de su bahía, que acoge a los últimos barcos pesqueros en lo que antaño fue un importante puerto comercial. Sin embargo, desde hace siete décadas, uno de los atractivos más importantes de Collioure no se esconde entre sus bulliciosas calles, sino en un lugar mucho más tranquilo. Allí donde el silencio reina sobre lo demás, entre tumbas, nichos y panteones de catalanofranceses descansan los restos de un andaluz llamado Antonio Machado, uno de los estandartes de la Generación del 98 al que se le conocía como «el poeta del pueblo».
Repasar la vida del poeta, desde su infancia en un patio de Sevilla a su juventud en tierras de Castilla, es bucear en profundidad en la historia reciente de nuestro país. Desde la pérdida de las últimas colonias de aquel “imperio donde nunca se ponía el sol” que inspiró a los literatos de finales del XIX, hasta la dictadura de Primo de Rivera o los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII. Tiempos de crisis y reflexión, muy presentes en la obra del poeta. Después llegó el lustro republicano. Una Guerra Civil. El exilio. Esperanzas de cambio y revolución truncadas por el fascismo. La desolación que apareció a colación de la caída de la República en 1939 entre la España que había perdido la contienda desembocó en tromba humana en las calles de Colliuore, ese paso fronterizo. Fue el exilio multitudinario que obligó a un millón de personas a saltar de l’Empordà al Roselló. Entre ellos, el universal Machado.
España como contradicción
“Tengo un gran amor a España y una idea de España completamente negativa. Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo”. Así se expresaba Machado ante la realidad que percibía a su alrededor años antes de abandonar su tierra. Si bien muchos de sus cambios de residencia fueron obligados, entre ellos sus épocas en Valencia y Barcelona, huyendo del avance del Frente Nacional hacia territorio republicano durante la Guerra Civil, el poeta mantuvo una idea unitaria sobre los problemas que acechaban al conjunto español, sin hacer distinciones entre regiones.
Uno de los momentos más duros de la vida de Machado fue sin duda la muerte de Federico García Lorca a manos de las tropas sublevadas en agosto de 1936, en la Granada natal del autor del Amor brujo. Machado así lo reflejaba en uno de sus más célebres versos: “El pelotón de verdugos no osó mirarle la cara. Todos cerraron los ojos; rezaron: ¡ni Dios te salva! Muerto cayó Federico. –Sangre en la frente y plomo en las entrañas–. Que fue en Granada el crimen sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada…” Lorca, andaluz como Machado, compartía el ideal republicano. El granadino, al igual que el sevillano, tenía un compromiso con España, lo cual no restaba crítica, dolor o resignación a sus escritos. El ejemplar más universal de la Generación del 27 llegó incluso a residir dos años en Nueva York, donde vivió el colapso del capitalismo fordista y el consecuente crack del 29. Pudiendo quedarse en la Gran Manzana, regresó a España desde donde llegaban aires de cambio. Lorca fue uno de los intelectuales más comprometidos con la II República, colaborando activamente con los gobiernos de Manuel Azaña. Apenas unas semanas después del inicio de la Guerra Civil, Lorca sería apresado y fusilado. Escocía su ingenio irreductible, sus versos capaces de “alterar el orden social”.
El asesinato de Lorca a manos de los fascistas marcó profundamente a Antonio Machado durante la Guerra Civil
La sinrazón sobre la poesía, la barbarie sobre la cultura. Machado, Unamuno, Rubén Darío y otros intelectuales de la época ya se carteaban acerca de ello antes de que comenzara la guerra. Nunca un sueño tan grande como el del poeta sevillano tuvo tan poco recorrido. Sus ansias de libertad se vieron truncadas cinco años después de que aquel avión llamado II República, que despegaba en abril de 1931 en busca de democracia, libertades e igualdad, fuera derribado por esa otra España temerosa de que todo cambiara, de que caducase definitivamente el absolutismo que había gobernado casi toda la historia española anterior.
Para más inri, a Antonio Machado la otra España, esa a la que compuso rimas, se le apareció en su propia familia. Su hermano Manuel, que en su día llegó a participar en la redacción del borrador del himno republicano, cambió de bando, convirtiéndose en miembro de la Real Academia Española de la Lengua, dominada por los franquistas, y pasando a escribir poemas arengando o conmemorando victorias del Frente Nacional. “Las dos Españas”, término acuñado por Antonio Machado que ha quedado para la posteridad, eran reflejadas en sus versos, como si de una premonición se tratase: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios… una de las dos Españas ha de helarte el corazón…”
A contracorriente de los vientos totalitarios que soplaban en Europa, la II República no cuajó en el imaginario de ciertos grupos con poder, influencia y contrastada experiencia militar. Otro avión pasó a dominar el espacio aéreo español. Su nombre era Dragon Rapide, la aeronave con la que Francisco Franco salió desde las Canarias hasta Tetúan, desde donde comandó a los insurrectos contra la legalidad democrática. Tres años después de aquel vuelo con destino el continente africano se haría con la victoria de la contienda. Ese cambio de tripulación marcaría el devenir del avión, de “la marca España”, de nuestra historia más reciente. Quien se lo iba a decir a Machado, el cual, el célebre 14 de abril de 1931 izaba la bandera del Ayuntamiento de Segovia exclamando: “Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor”.
Represión intelectual
Las palabras de Machado no fueron un brindis al sol. Uno de los colectivos más golpeados duramente por el golpe de Estado franquista, la Guerra Civil y la posterior dictadura es la comunidad intelectual del país, encabezada por poetas y dramaturgos quienes, con la única ayuda de su palabra intentaron contraatacar a las armas, la represión y la privación de libertad. Algunos no se bajaron del barco pensando que el capitán siempre debía permanecer en él, aun cuando el barco se hundiera. Lorca fue fusilado en Granada; Unamuno pereció en Salamanca tras semanas de arresto domiciliario después de plantarle cara a los golpistas que en un principio apoyó. Miguel Hernández fallecía en la prisión de su Alicante natal, exhausto por las duras condiciones de vida. Otros pudieron marchar lejos y salvar sus vidas. Así, fuera de nuestras fronteras, otras ciudades y países tuvieron el privilegio de escuchar y leer los versos de algunos de nuestros poetas más consagrados. Juan Ramón Jiménez, a caballo entre Cuba, Estados Unidos y Puerto Rico; Rafael Alberti, entre París, Buenos Aires y Roma, y Luis Cernuda, con sus períodos en Inglaterra, México y Estados Unidos, son solo los ejemplos más destacados. En el ámbito del cine, el turolense Luis Buñuel buscó acomodo e inspiración en México y convirtió en universales sus películas, censuradas sin compasión en su España natal.
En el caso de Machado, el pueblo de Collioure solo pudo disfrutar del genio sevillano en los últimos momentos de su vida. Sea por el cansancio acumulado después de tres años de guerra y continua huida, sea por la tristeza y rabia de ver a su hermano en el bando nacional cuando ambos habían entonado con fuerza el himno republicano, el poeta andaluz dejaba España, “su España”, cruzando la frontera francesa a finales de enero de 1939. Tan solo tres semanas después de que el tren procedente de la localidad fronteriza de Cerbère dejara a Machado y su familia en el pueblecito de Collioure, el poeta fallecía en el idílico asentamiento de la Costa Vermella (Côte Vermeille), cuya simétrica Costa Brava, que se extiende desde el imponente cabo de Creus hacia el sur, fue inspiración de otro de los referentes del talento que derramó la edad de plata de la cultura hispana: Salvador Dalí, quien acabó viendo con buenos ojos al bando nacional, pudiéndole más su condición de burgués acomodado de Figueres que su amistad y proyectos con Buñuel o Lorca.
En la actualidad, la sencillísima tumba de Machado se ha convertido en lugar de peregrinación. Allí está enterrado junto a Ana Ruiz, su madre, fallecida solo tres días después de su hijo. Miles de curiosos, turistas, poetas o simpatizantes de la causa republicana desfilan cada año ante sus restos. Algunos de ellos le escriben esperando quizás una respuesta desde el más allá del poeta sevillano. Uno de sus más acérrimos seguidores, el cantautor catalán Joan Manuel Serrat visita de vez en cuando el camposanto local para rendirle homenaje. No obstante, es en una de sus canciones donde le brinda el mejor de los tributos: “Murió el poeta lejos del hogar / le cubre el polvo de un país vecino / al alejarse le vieron llorar / caminante no hay camino / se hace camino al andar”. Son versos de Cantares, uno de los poemas más conocidos del andaluz –toda una predicción sobre lo que sería su sino– que Serrat incluyó en uno de sus primeros discos: ‘Dedicado a Antonio Machado, Poeta’. Editado en 1969, seis años antes del fin de la dictadura, venía a restaurar su figura y abrió los versos del republicano a una generación de jóvenes que habían nacido en la posguerra y a los que el régimen había hecho ignorantes en lo que a la cultura prebélica se refería. Poco después, el Nano del Poblesec repetiría jugada con Miguel Hernández, otro de sus poetas de cabecera.
En plena dictadura, Joan Manuel Serrat rehabilitó la figura del literato sevillano musicando algunos de sus poemas más conocidos
Algunos se preguntan por qué las cenizas de Machado no descansan en territorio español. En Collioure lo tienen muy claro: el poeta no se mueve de allí. Además de los lazos afectivos creados con los descendientes del literato o la hermandad con la ciudad de Soria, provincia que inspiró al poeta en sus renombrados Campos de Castilla, el innegable activo turístico que representa para la localidad les hacen defender con uñas y dientes el legado de Machado como suyo propio. Tal vez Machado hubiera querido que sus cenizas regresaran a España. O tal vez no. Quizás hubiese querido permanecer donde está, al lado de su madre –muerta poco después del poeta en la misma localidad– aquella cuya historia compartida le hizo ser española y francesa en diferentes períodos.
España y Francia, los dos países de la vida de Machado, comparten su legado. El municipio de Collioure, por el contrario, tiene el honor de acogerle en soledad si bien éste, español universal no habría dejado su Madrid republicana de haber terminado el cuento de otra manera. Ya lo decía su hijo José en su libro Últimas soledades del poeta Antonio Machado: «De esta cadena que marcaba la línea divisoria entre España y Francia…fue también la línea divisoria entre la vida y la muerte”.