A mí el capitalismo me la pone dura”. Con este ímpetu se expresa uno de los personajes de la inquietante La punta del iceberg, película recientemente protagonizada por una creíble Maribel Verdú que, en su voluptuosa cumbre física, interpreta a una directiva encargada de elaborar el informe sobre varios suicidios que han tenido lugar en las oficinas de la gran empresa para la que trabaja.
Este largometraje expresa con exactitud los tiempos de alta competitividad hacia los que, con progresividad y mala letra, nos vamos dirigiendo. En Nightcrawler, Jake Gyllenhaal es un joven oligofrénico que, cansado de vender chatarra robada y arrastrarse para que alguien, por dios, le contrate, descubre un filón económico en el reporterismo freelance sobre sucesos en Los Ángeles. Completamente absorbido por la lógica de la supervivencia en la selva, su praxis no conoce límites: si hay que cambiar la posición de un cadáver o allanar la morada de una familia tiroteada para hacer buenas tomas a cambio de 300 dólares y una emisión en el informativo de la mañana, se hace. Y punto.
La película adquiere un halo místico –y una todavía más sorprendente credibilidad– si la vemos como una prolongación de Donnie Darko, film de culto protagonizado quince años antes por el mismo actor. El adolescente que solía ver conejos que anunciaban el fin del mundo se desarrolla e intenta deshacerse de sus traumas estableciéndose por su cuenta en Los Ángeles, convirtiéndose en un individuo absolutamente infeliz, carente de escrúpulos y, en definitiva, sumergiéndose de lleno en un establishment tan enloquecido como él, con unos resultados finales más que satisfactorios: tan pronto como se sumerge en la espiral de grabaciones gore y carreras a la redacción de informativos, se siente beneficiario de un sueldo, poseedor de un buen Challenger, insertado en la sociedad y, por lo tanto, redimido.
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En el mundo de hoy, Producto Interior Bruto es sinónimo de progreso. Esto significa que la mejoría de todos los aspectos de una sociedad se encuentra hoy absolutamente condicionada por la cantidad de dinero que haya generado en un determinado período de tiempo. No importa cómo, ni por qué: por norma general, la sabiduría convencional acepta que el individuo improductivo es un individuo poco deseable.
Haciendo un encomiable ejercicio de retrospección crítica, John Kenneth Galbraith alzó su voz experta en sistemas económicos y alertó en 2004, pocos meses antes de fallecer, sobre una realidad bastante poco tranquilizadora: por primera vez en la historia, la medra social no se rige según criterios culturales o de creación artística. Hasta no hace muchos años, los grandes poderes económicos siempre habían buscado poder jactarse de la cercanía y el mecenazgo a los mejores artistas de su tiempo.
Esto ha desaparecido. La deriva identitaria, a cuenta de los presupuestos anuales, está acentuando todavía más la significación despectiva de todo aquello que esté relacionado con algunos estratos de la cultura actual. La dedicación a ciertas causas de índole artística, que de manera intrínseca se encuentra relacionada con la reflexión crítica, constante y más o menos velada sobre la realidad, está hoy tan mal vista que sólo los más valientes del patio, o los más idealistas –o los más ingenuos, quizá– tienen ganas o recursos para embarcarse en ello hasta acabar convirtiéndose en contrapeso fiable.
Aquellos que lo consiguen no están en condiciones de vivir con normalidad. Criticados por una mayoría social acostumbrada a compartimentar las opiniones en ideologías, suele suceder que la obstinación de aquel con suficiente sensibilidad como para otear la realidad de manera cristalina acabe flaqueando. Es fácil pensar que el silencio es la solución. La dificultad estriba en no permanecer callado.
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En La conjura de los necios, John Kennedy Toole quiso darle al público lo que anhelaba: una sátira del genio incomprendido con la que cualquiera pudiera sentirse identificado. Su muerte privó al mundo de su talento. La publicación póstuma de la obra ahorró problemas a unos editores que le rechazaron en vida en numerosísimas ocasiones. John Kennedy Toole creyó vivir, en la tormenta previa a su suicidio, una conjura contra sí mismo –contra el genio– que acabaría propiciando su enfermedad mental.
Este escritor no se mató; a este escritor le mataron. A este escritor le querían muerto. Y como a él, a muchos otros. La lista de escritores no tolerados –“incomprendidos”– por su entorno no es escueta. El peso de la realidad acabó enloqueciendo hasta la muerte a David Foster Wallace, Hunter S. Thompson, Stephan Zweig o Virginia Woolf.
Pocas cosas hay más irritantes para los arrogantes y los poderosos que alguien poseedor del don de las palabras. El que maneja las palabras, maneja la realidad. El don de la elocuencia está hecho, desde el inicio de los tiempos, para ejercer un control delicado sobre las mentes, del mismo modo que la práctica del sexo consiste en, delicadamente, hacerse amar un instante. De hecho, si quieren follar, si de verdad quieren no parar de follar, lean. Lean mucho. El mayor deseo de aquellos que no han leído será verles a todos muertos.