Desde siempre, uno de los trucos de un buen manual de golpe de estado consiste en crear un problema para el que tú mismo eres la solución. Así lo hizo, por ejemplo, Hitler con la S.A., que, fundadas por él, sembraron el caos y el miedo por toda Alemania hasta que llegó al poder a fin de, entre otras cosas, acabar con ellas. Aunque tampoco es necesario crear el problema, basta con potenciarlo, agradarlo o echar leña al fuego, para tener un enemigo común al que echarle la culpa de todo, como hizo la derecha española con los anarquistas antes de la guerra, Franco con la confabulación internacional de rojos y masones o el PP, hoy en día, con el nacionalismo -y el nacionalismo con el PP- y con la, supuesta, izquierda radical antisistema, ya que las soluciones negociadas y tranquilas no dan ningún gran rédito electoral y es mucho mejor ser la “mano dura” necesaria para terminar con los problemas, aunque estos no sean otros que la reacción natural a tu política, pues, y he aquí la gran ventaja, para ser “mano dura”, el pueblo tiene que darte todo el poder. Es algo que apasiona a los políticos con tendencia totalitarista, ya sean de izquierdas o derechas; se nutren del caos que ellos mismos tienden a crear, azuzan al contrario hasta convertirlo en un perro rabioso, a fin de tener así una excusa para matarlo y parecer justos y necesarios. Se necesitan los unos a los otros.
Por desgracia, los moderados y realistas nunca pasan a la Historia y son los primeros en ser eliminados en cualquier proceso político revolucionario. Los moderados no suelen ser héroes, siempre son traidores para uno u otro bando enfrentado, como, por ejemplo, ocurrió con los mencheviques y socialistas durante la Revolución Rusa. Porque, cuando, cada cierto número de años, la maquinaria fanática renace de su última destrucción -para ello necesita que nazcan una o dos generaciones nuevas que no hayan vivido sus desastres- y se pone en marcha, se comienza a escuchar de nuevo eso de “estás con nosotros o estás contra nosotros”, esa terrible afirmación que justifica todos los excesos y que millones de personas, que sólo quieren vivir en paz, sean obligadas a luchar las unas contra las otras o a vivir con miedo, con la boca bien cerrada, para no ser acusadas de traidoras o contrarrevolucionarias.
El proceso de fanatización de la sociedad es lento y constante, y se nutre de estas políticas del problema urgente, del estás conmigo o estás contra mí. Y, por desgracia, de un tiempo a esta parte, lo estoy comenzando a ver a mi alrededor. Cada vez más personas piden un golpe de timón, una mano dura, sin darse cuenta de que una mano dura es dura contra todos y termina por abofetear incluso a los que tiene a su lado. Y , además, jamás se ha dado el caso de una mano dura que, tras probar el poder, se lo devuelva gustosa al pueblo que se lo dio. Por otro lado, noto que, poco a poco, tenemos menos capacidad de racionamiento y se hace más caso a los idiotas, porque todo radical es un idiota incapaz de comprender al contrario. Cuando consultamos la prensa, ya no buscamos tanto contrastar, informarnos, tratar de dilucidar la posible verdad, como confirmar lo que ya creíamos, lo que ya sabíamos de antemano, estar con los de nuestro bando, y la propia prensa lo sabe y lo potencia para tener más lectores y visitas en un círculo vicioso de desinformación amarillista. Y en cuanto a lo que a mí me toca, la literatura, noto que cada vez la gente es más literal en todos los aspectos, cada vez entendemos menos las sutilezas, cada vez tenemos menos sentido del humor. De un tiempo a esta parte, si escribes, por ejemplo, la típica horterada de «eres hermosa como una rosa», lo más probable es que alguien suelte ofendido «¿qué tienes contra las rosas?» o «las mujeres pinchamos porque somos guerreras, ¿qué pasa?, ¿te molesta, machito?» o «totalmente de acuerdo, el amor se pudre» u «odio las rosas, qué asco».
Si escribes «muerto el perro, se acabó la rabia», te insultarán por hacer apología del asesinato de perros. Los ejemplos del fanatismo creciente son constantes, porque el fanático no sabe leer entre lineas, porque el fanático es enemigo del Arte, que jamás puede ser político ni útil, como sí lo es la propaganda, y se basa, precisamente, en lo que el fanático detesta; en ponerse en el lugar del otro, en lo universal. Porque el fanático, rico o pobre, patrón u obrero, de izquierdas o derechas, lo lleva todo al terreno personal, porque estás con él o estás contra él, porque el fanático se cree único y especial y no soporta que le digan que es normal, porque el fanático es, básicamente, alguien rencoroso que echa la culpa siempre a los demás, a los enemigos que necesita para tener una razón de ser, alguien que, en el fondo, odia la libertad, sobre todo la ajena, sobre todo la libertad de no estar de acuerdo con él . Y no quiero resultar tremendista, pero esta situación es el caldo de cultivo perfecto para los totalitarismos, que siempre ofrecen una solución dura y definitiva contra los radicales y fanáticos del otro bando que ellos mismos crean y fomentan, porque siempre hay bandos, división, partición, unos que tienen razón y otros que son enemigos. Basta, por ejemplo, con ver cómo se están magnificando algunas actitudes en Twitter y en las redes sociales, que no pasan de ser lo que opina un cretino cualquiera, pero que, gracias a los políticos que tenemos en nuestro país, estúpidos unos y totalitaristas los otros, y a los procesos judiciales que están emprendiendo para censurar lo que aquí se dice, gracias a la prensa sensacionalista que sigue el juego con tal de tener audiencia, corremos el peligro de caer en su trampa y convertir a estos cretinos bocazas en héroes, en mártires de la libertad de expresión, y darles así aún más excusas a muchos políticos para solucionar el problema que ellos mismos han creado; para convertirse en esa “mano dura” que algunos desean ser.
Las revoluciones no ocurren cuando “tienen que ocurrir”, no, qué va; por desgracia, las revoluciones, como demuestra la Historia, ocurren cuando están “a punto de ocurrir”, cuando “no queda otro remedio”, que es muy diferente, que es la situación buscada por los totalitarismos. Toda revolución -lo que comúnmente entendemos como tal, no su utilización publicitaria para referir procesos pacíficos- suele terminar siendo un fracaso del ser humano, de la inteligencia y de la sociedad. La mayoría de los héroes son fanáticos estúpidos del bando que ganó la partida, los mártires pobres diablos que se han convertido en un símbolo porque ya no pueden opinar y el pueblo la carne entre dos panes de ese bocadillo que se disputan. Además, por mucho que nos guste decir eso de que “no se puede hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos”, la Historia siempre nos demuestra que, si no tenemos mucho cuidado, al final, descubrimos con espanto que la mayoría de los huevos se han roto, incluso los nuestros, y los pocos que quedan los tiene en su poder alguien que no está dispuesto a compartirlos.
Ahora ya podéis insultarme, si queréis. Da igual, en eso consiste la libertad de expresión. En cualquier caso, no se me ocurre actitud más valiente que no contribuir al supuesto problema que unos y otros se ofrecen, gustosos, a solucionar cuanto antes si les damos todo el poder.
En definitiva, como dijo Bertrand Russell en su célebre afirmación, “la mayoría de los problemas del mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”. Sólo confío en que los primeros, que son la minoría, aunque gritona, no terminen por ser, una vez más, la única voz posible.