Ir al cine.
He aquí uno de los divertimentos que como todos se puede compartir con alguien o disfrutar tan ricamente a solas (como ir a la playa cuando la tenemos cerca o escuchar el Réquiem de Mozart en la Ópera, por dar dos ejemplos igualmente gratos que hay quien se pierde por no tener al lado una mano que agarrar).
Hay costumbres a las que somos invariablemente fieles, y la de ver pelis en pantalla grande ni la subida salvaje del IVA ha podido erradicarla de la fuente de los deseos de los más cinéfilos (he oído a gente decir que ya no van al cine porque la entrada es cara, que es cierto, pero son los mismos que no encuentran grandes diferencias entre Rambo y El Señor de los Anillos o que creen que el porno es cine de autor. Para qué desengañarlos).
Una vez has tomado la decisión y según marca la tradición, el ritual que haces siempre es el mismo, variando cada uno lo mínimo a razón de las manías propias.
Se trata pues de llegar, ponerte a la cola (no te gusta sacarte la entrada por internet, sería traicionarte a ti mismo), esperar de pie mirando el panel donde están los títulos y reafirmarte en la elección que quieres, que es la que traes pensada de casa. Meditas mientras si vas a comprar palomitas y una Coca helada —no, mejor no, que luego eructo— y cuando te toca el turno le hablas a quien te atiende con un tono que es distinto dependiendo de lo que quieres. No será el mismo si vas solo o acompañado, si el acompañante es masculino o femenino, si la peli es un drama, de acción o lo ultimísimo de Tarantino, de Costa-Gavras o de Enrique Urbizu. Cada género sugiere un timbre de voz (uno es versátil y tiene registros para todo) y por eso no se le ponen las mismas ganas al nombrar en alto un pastelón americano tipo comedia romántica que un enredo familiar argentino, una de asesinatos en serie sangrientos, un dramón británico ambientado en el siglo XVII, una bélica en los Balcanes o la sensacional Birdman (¡oh, dios mío!), que has leído que es viral y ya la consideran una verdadera obra maestra.
Y feliz y expectante y con tu entrada en la mano, cuando por fin te sientas en tu butaca numerada (eres un lince si la encuentras a la primera), te acomodas como puedes (después de haber hecho levantar a media fila), te recuestas (si no te tocan las rodillas delante) y cruzas la pierna para sentirte como en casa (haciendo contorsionismo), de repente se apagan las luces y el sonido invade la sala (¿por qué siempre lo ponen altísimo?) y te despeina y te deja sordo sin que hayas podido preverlo, tal es de sorpresivo el primer impacto. No hace falta más que un comienzo prometedor que te hace callar a ti y a las doscientas personas sentadas a tu lado para que las siguientes dos horas te olvides de que eres tú y creas que eres otro, u otra, alguien que ha salido de la pantalla y está usurpando tu identidad. Porque ir al cine es precisamente eso, transmutarte en alguien que te tiene a su merced, que te arranca de tu asiento y te engulle, te transporta, te conduce, te empuja, alguien que te hace llorar a moco tendido o reírte a mandíbula batiente, alguien que te reta en duelo con otro o te pone a hacerle el amor al amor de tu vida, que te suicida tirándote de un puente, que te hace sentir que estás dando a luz en un parto fácil, que te provoca acobardarte por perder millones en Wall Street, que te lleva a dar la cara ante un tribunal que te va a juzgar por un delito no probado, que te arrodilla para pedir clemencia, que te sube a un avión para pilotarlo, que te debilita por dentro o te hace un héroe. Ése eres tú por dos horas, un Bogart, un Fernán Gómez, un De Niro, un Sir Laurence Olivier, o una Hepburn, una Sofía Loren, una Carmen Maura, una Marion Cotillard, hasta que las luces de la sala vuelven a encenderse y la psicomagia se desvanece, aunque persista todavía en tu cabeza mientras pasan los créditos. A veces hasta en el corazón queda algo. A veces vuelves a respirar normal. A veces vuelves a ser tú.
Para ser ficción no está mal esto del cine, eh.
Fotografía: Victoria Clemente