Después de tener que esperar cinco años a que Michael Chabon dejara de escribir todo tipo de libros y se decidiera por fin a publicar una nueva novela, las primeras reseñas de Telegraph Avenue tuvieron el efecto de un anticlímax. Porque, ¿una novela sobre una tienda de discos alternativa regentada por dos amigos bastante pintorescos? ¿Después de que Nick Hornby escribiera en High Fidelity todo lo que se podía escribir sobre el tema? ¿¿A quién se le ocurre??
Por suerte mis temores resultaron prematuros e infundados porque Telegraph Avenue es muchas cosas, pero definitivamente no es una novela sobre una tienda de discos. Es una novela sobre dos amigos, y sus mujeres, y sus hijos, y sus padres. Y el barrio en el que viven, y la época en la que les ha tocado vivir. Una novela fundamentalmente sobre los sueños e ilusiones de unos hombres que en un momento de sus vidas perdieron el tren y se quedaron mentalmente estancados en una juventud eterna mientras se casaban o no y tenían hijos de manera más bien involuntaria sin haber sido capaces de superar sus propios problemas filiales con sus progenitores.
Como ocurre en todas las novelas de Chabon, el exceso es la norma: una multitud de hijos, de mujeres, de bebés, de figuras paternas, de enredos sin solución que el lector no puede llegar a tomar completamente en serio porque los propios afectados tampoco saben muy bien con qué actitud enfrentarse a la vida que se les pone en contra. Pero a diferencia de otras novelas del autor, en Telegraph Avenue el caos argumental sí que funciona, como hilo narrativo y también como leitmotiv de la obra.
Ante la pregunta cada vez más repetida de para qué sirve la literatura en estos tiempos de crisis, este libro puede ser una buena respuesta: la literatura como manual de uso de una vida que viene sin instrucciones ni puntos de atención al cliente, para aprender que se puede ser un perdedor sin morir en el intento a través de historias tan poco ejemplares como verosímiles. Un incómodo espejo que saque al lector de su zona de confort y le confronte con el rubor del autorreconocimiento.