Cuando vi La Gran Belleza no sabía quién era Paolo Sorrentino. Cuando la terminé, no me apetecía otra cosa que bucear en Internet y saber más cosas de aquel tipo. De aquella historia. De Sorrentino sólo he visto sus tres majors, su Grand Slam: Il Divo, La Gran Belleza y La Juventud. No soy ningún erudito, sino aspirante a cinéfilo. Como ya estoy un poco escarmentado, no contaré mis batallitas cinematográficas, ni hablaré de lo que no sé. Me gusta pensar, en cambio, que sé algo sobre historias. Sobre historias e imágenes. Por eso me atrevo a hablar de Sorrentino sin caer en el diletantismo: es fácil parapetarse en las propias percepciones.
Sorrentino pretende curar las heridas con belleza, como si fuera alguna clase de terapeuta; como si un cineasta pudiera descorchar su condición de cuentacuentos y convertirse, derramado, echando espuma, en taumaturgo que sana imponiendo palabras, historias. Al fin y al cabo, la memoria gráfica del homo sapiens está hecha de eso. Esas tres obras que cito son estudios fragmentarios de temas que nadie procura mirar de frente prácticamente nunca: la vejez, cuyo corolario siempre es la muerte; el dolor, la soledad, el pasado, la incomprensión, el deseo, a menudo insatisfecho. Todos estos temas, ignorados a propósito por el común de los mortales, son los que explotan en la cara sin avisar. Por eso Sorrentino parece querer tamizarlos con algo tan efímero y subjetivo, pero al tiempo, tan plástico, tan insoslayable, como la hermosura.
En La Gran Belleza, su Jep Gambardella parece un trasunto del personaje de Mastroianni en la Dolce Vita de Fellini. Ambos periodistas, ambos caminantes sobre las brasas encendidas del gran mundo romano, ambos crápulas curiosos que no salen en bicicleta los domingos por la mañana ni hacen bricolaje, ni almuerzan a hora fija, los dos nadan entre imágenes oníricas de miseria humana. Pero Jep es viejo, y Marcello Rubinni es joven. Los dos mantienen encuentros fugaces con hembras opulentas, pero uno persigue el aroma agridulce del incierto futuro, y el otro dibuja siluetas y claroscuros en la noche de sus propios recuerdos. Del pasado.
Se le compara también con Fellini, pero tanto en Il Divo como en La Gran Belleza y La Juventud, Sorrentino parece evocar Nos habíamos amado tanto, la película con la que Ettore Scola hace una semblanza genial de cómo unas vidas se recuerdan a sí mismas rememorando los puntos del laberinto en que sus respectivos hilos se tocaron, se enredaron, chocaron entre ellos y se desviaron paras siempre. También es Sorrentino un creador de imágenes excepcional, como otro de los miembros del panteón cinematográfico italiano, Antonioni. Pero donde el hombre que se proyectó hacia la Historia en los ojos de Monica Vitti, en su melancólica finezza, en sus labios de Piero della Francesca, juega con la fealdad de las cosas modernas, injertando al hombre sobre el asfalto de la ciudad y desarraigándolo, echándolo con desdén sobre un paisaje al que no pertenece, Sorrentino recrea Roma en su magnificencia sublime. La Rávena industrial, la Milán de hormigón, la Italia fabril y postmoderna, fea, urbana, sucia, gris, abyecta, vacía de carne humana, frente a los Alpes de un verde y un blanco que revientan, o a la Italia de oscuras bambalinas cosida puntada a puntada por Giulio Andreotti.
Sorrentino no es línea, no es manso en la narración de sus historias, sus críticos dicen que no cuenta sino sketchs, anuncios, y él se burla también de eso. Sus películas, como las novelas de Tolstoi, no tienen un objeto preciso o medible que pueda responder al significado convencional de trama. Sorrentino es hipérbole y desmesura, quiere filmar la respiración y el latido del relato, de la vida; quiere describirnos su manera de percibir la realidad metiéndonos dentro de ella, como si entrásemos en la cabeza de un pintor impresionista y luego en la de un surrealista, y pudiéramos ver a través de sus ojos. Napolitano recuerda a Maradona, como él reconoce, su infancia, y no lastima la fotografía que han guardado sus retinas, sino que homenajea al ídolo roto. Italiano, retrata al hacedor de la Italia contemporánea, a la eminencia gris de la democracia cristiana, pero considerándolo digno no sólo de respeto sino incluso, a veces, de reverencia, cosa que comparándolo con los directores españoles actuales, causa rubor: no ignora la perversión, no excusa la sombra, sino que corta transversalmente a Andreotti y luego lo descompone en su propio lienzo, juntando las piezas al modo en que Picasso pintó el bombardeo de Guernica: amontonando bloques asimétricos hasta crear un conjunto armónico, finalmente, bello.
Porque, como dice uno de los secundarios de La Juventud, el joven actor que no quiere encasillarse en el papel de robot y prepara una interpretación de Hitler, uno puede quedarse con el horror o con el deseo, y yo elijo el deseo. Sorrentino lo viste, en un momento de la película, de Hitler, de un Hitler cansado, feble, cojo, a punto de entregar, como dicen los alemanes, la cuchara. Lo sienta en una de las mesas del buffet del balneario suizo magnífico donde transcurre la película, y el actor que teme ser para siempre, en la memoria del público, un autómata, desgarra al que lo está viendo tras la pantalla con una tos y un puñetazo de irritación que no son sino la transubstanciación del deseo: admirar el lomo terso del mal, embelesarse ante la decrepitud imponente del monstruo. Ser un humano, un ejemplar tan repulsivo como admirable en su descenso hacia el Averno.
Reconoce Sorrentino que el arte es una evasión ante la realidad extenuante, y yo, que no lo conozco de nada, pienso que quizá, cuando abre un cuaderno y empieza a ordenar las ideas que luego materializará en un guión, lo que se le ocurra a Sorrentino es contar episodios artísticos autónomos, interrelacionados entre sí por un fino hilo de Ariadna, pero que tienen vida propia por sí mismos. La monja inválida que sube las escaleras de la basílica en Roma, con la cara desencajada por un sablazo de agonía; Jep Gambardella amaneciendo sobre una discoteca romana, toda llena de vasos y botellas, de mujeres que hace un rato eran bombas sexuales y ahora, a la luz del día, sólo son viejas pintadas, y él mismo también es un viejo; Miss Universo metiéndose en la piscina, Michael Caine preguntándose quién es y Harvey Keitel, seguramente sintiendo la última erección de la vida de su personaje, diciéndole que qué importa, si es Dios. El Costa Concordia embarrancado frente a la costa toscana, Maradona realizándose mediante una pelota de tenis, obeso y asfixiado, Andreotti confesándole al cura que Dios no vota, y la escena en la que él, el Estado italiano hecho carne, se admitía todo lo sucio de su vida, toda la ponzoña, todo lo hecho en nombre del poder, cómo aniquiló lo concreto para salvar lo abstracto, con un monólogo brutal.
Eso es para mí Sorrentino, la ambición que tuvo Kubrick de animar pinacotecas, insuflarle vida a los cuadros, con Barry Lindon. Esa vieja pretensión del hombre, inaudita, de pegarle un martillazo al mármol de Moisés y exigirle que hable.