Pasaban tres minutos de las diez y media de la noche de ese miércoles cuando Dani Alves, pegado a la banda derecha de Stamford Bridge, recibió ese balón que nadie iba a olvidar. Cinco días atrás, un 2 de mayo en Madrid, el Barça había hecho seis goles en el Bernabéu por primera vez en la historia. Apenas hacía un mes que Oto y Anna, en una de las varias noches de ocupación en la Facultad de Letras de la UAB, se habían conocido al terminar una asamblea. Ella le había hablado de un grupo nuevo que se llamaba Manel mientras fumaban un cigarro antes de ir a dormir y dos días después, por Messenger, le había mandado la letra de una canción llamada Roma, la que más le gustaba. Él, adjuntando un emoticono con cara sonriente, había respondido que en realidad no se llamaba Oto sino Marcello Mastroianni y que la esperaba con una scooter al día siguiente debajo de su casa para ir juntos hacia el Trastevere pasando por la Ronda General Mitre.

Todo les parecía rápido y frenético teniendo 20 años. Aquella noche, sin embargo, los dos estaban con otros amigos en el Bar París de la calle Muntaner, lleno del humo de los cigarros –ya que entonces todavía se podía fumar en los bares– que acompañaban el silencio gris y profundo presente entre todas las mesas llenas de Moritz a medio acabar. Algunos ya hacía rato que habían decidido no mirar más la tele y pagar la cuenta en la barra antes de que terminara el partido, resignados ante el convencimiento de que los milagros no existen para los paganos. Fue entonces, en aquel preciso instante, después de que la pelota cayese medio muerta en el área a los pies de Eto’o, tras el fallido remate de Bojan, cuando Oto se agachó para coger el casco del suelo y, removiendo los bolsillos, buscando las llaves de la moto, empezó a despedirse de todos los que se habían encontrado allí para ver el partido.

De repente, Anna le cogió del brazo. Comenzó a sentirse un rumor general y el comentarista se arrancó a subir el tono de voz ante la posibilidad de que aquel pase del camerunés a Messi llegara a buen puerto; con el brazo de ella en una mano y las llaves del ciclomotor en la otra, empezó a repicar, nervioso, con el llavero encima de la mesa al mismo tiempo que Messi levantaba la cabeza para ver a Iniesta absolutamente solo dentro de la media luna y asistirle para que el mediocampista paralizase el tiempo. El mundo se detuvo cuando pasaban 22 segundos y 3 minutos de las diez y media de la noche: Iniesta disparó al primer toque, sin pensarlo, ante siete jugadores del Chelsea que se encontraban dentro de su propia área y un portero que no fue capaz de detener el gol más increíble que nunca habían cantado. Describir el estallido emocional que en ese momento se apoderó de ellos –y de todos– , no obstante, sería un artificio casi barroco y seguramente caería en la banalidad de una prosa poética tan artificial que ni por asomo se acercaría a la belleza y plasticidad de aquella pelota entrando por la escuadra izquierda de Cech.

Después solamente hubo espacio para la catarsis. Ya sea en un bar mirando la tele o en una sede social de cualquier peña blaugrana, en un coche escuchando la radio o de pie y nervioso allí mismo, en las gradas de Stamford Bridge, fueron tantos los que en ese momento saltaron y chillaron que posiblemente el Instituto Geológico de Cataluña registró que aquel miércoles de mayo, a las 22.33 horas, el suelo se movió y una placa tectónica se desplazó 0,001 mm en el sur del océano Índico gracias a un disparo hecho en Londres, a miles y miles de kilómetros de donde estaban ellos dos. En medio de un griterío ensordecedor, se fundieron en un beso eléctrico a la vez que Iniesta se quitaba la camiseta corriendo hacia el córner de la grada norte del campo del Chelsea o, al mismo tiempo también, que un entrenador que leía a Martí i Pol y cenaba una vez al mes con Lluís Llach o David Trueba veía como Pinto le adelantaba en un sprint vacío de racionalidad. A 1.500 kilómetros de ese gol, en un bar de l’Eixample, se desataban millones de abrazos entre amigos, conocidos y saludados mientras de fondo, dispersa, la voz del locutor de la radio preguntaba al corresponsal a pie de césped si veía en la lejanía un Coliseo impotente, una fuente llena de monedas con una mujer llamada Anita Ekberg bañándose en actitud seductora, una loba amamantando a dos niños que se llaman Rómulo y Remo en las orillas del río Tíber o un maravilloso Estadio Olímpico teñido de azulgrana .

Era Roma, la ciudad de la canción dónde Jep Gambardella aún no existía. La ciudad eterna que Anna y Oto imaginaban desde una taberna llamada París gracias a un gol marcado en Londres cuando pasaban 23 segundos y 3 minutos de las diez y media de la noche de ese miércoles 6 de mayo que jamás olvidaron, de un mayo donde terminaron visitando Canaletes cinco veces en tres semanas, de una primavera en la que un equipo de fútbol fue el centro del mundo y de un año en el que el nombre capicúa de ambos cambió tanto la vida de los dos que, durante los cien días que la vivieron frenéticamente juntos, vieron el mundo tan del revés que cuando escuchaban Roma sólo podían entender «amor».

Más información del autor en @roig14

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