El mismo día que la foto de Aylan Kurdi conmovía al mundo, otro niño sirio, del que no sé el nombre, también se hacía viral, felizmente de otra manera. El chaval, de apenas ocho o nueve años, aparecía ante una cámara explicándole a un policía húngaro en un muy correcto inglés que, si paran la guerra que destroza su país, ellos volverán; que no quieren venir a Europa, sino vivir en paz en la tierra de sus padres. El sintagma «hay que parar la guerra de Siria» ha sido transformado en eslogan. Es correcto: parar aquella barbarie es una obligación moral no sólo de Europa, sino de todos los países occidentales y también de China, de Japón y de Rusia. Pero la guerra se para guerreando, naturalmente.

Ir a la guerra en Siria, como digo, además de un imperativo ético, es una cuestión que afecta directamente a nuestra concepción geoestratégica, además de a algunas otras cosas. El modo en que se está configurando el escenario político en el Medio Oriente ha socavado de pleno las bases del status quo en el que nos movíamos desde la II Guerra del Golfo. Las consecuencias directas y coyunturales de la guerra de Siria (y también de la que se está desarrollando en paralelo en Irak, que es un apéndice del conflicto sirio) las estamos viendo: un caudal incesante de desesperados que huyen de la muerte y cruzan países, uno detrás de otro, anhelando llegar al corazón de la Europa unificada, donde al menos pueden soñar con una prosperidad mínima. Este caudal, como toda huida masiva de personas a través de fronteras, valles, carreteras, mares y ríos, lleva aparejada toda la colección de tragedias y desgracias imaginables: todos los éxodos son catástrofes humanas. El problema migratorio es la cola de un pez muy grande al que hay que atacar justo en las entrañas: la guerra.

Lo que está pasando en Siria entra en la categoría, según los analistas militares, de guerra sucia. No hay buenos ni malos, o al menos no en la manera nítida en que estamos acostumbrados a clasificar los conflictos cuando centramos en ellos nuestra mirada, sobre todo si ocurren muy lejos de casa y necesitamos un relato sencillo y rápido: la terrible falacia cognitiva que denominamos fast truth. Un precedente muy remoto de este tipo de guerras sucias puede considerarse la Guerra Civil española, puesto que en ambos bandos contendientes hubo enfrentamientos entre facciones que, en teoría, combatían juntas contra el enemigo común.

Pero en Siria, esta situación se produce, desde el principio, a lo bestia, dada la complejidad del asunto. El mundo islámico, grosso modo, vive turbulencias debido a la lucha por la supremacía espiritual que mantienen los dos grandes movimientos divergentes dentro del Islam: el chiísmo y el sunismo. La Guerra Fría que sostienen Irán (baluarte del chiísmo) y las petromonarquías del Golfo (atalayas del sunismo) desemboca en enfrentamientos en las que estas dos potencias se dan de hostias en escenarios secundarios (Siria, Yemen, Irak) a través de sus aliados en estos teatros de operaciones.

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Lo que se conoció en un principio como «bando de los rebeldes sirios» no es más que una nomenclatura muy vaga. Los rebeldes sirios son en realidad muchos rebeldes sirios: el Ejército Libre de Siria, un conglomerado de milicias y cuerpos del Ejército sirio que hicieron defección al principio de la guerra, y que llevaba el peso de los combates contra Asad hasta el auge de las facciones islamistas; Jahbat Al-Nusra, filial de Al-Qaeda, y el Frente Islámico, financiado con dinero y armas por el wahabismo (movimiento extremista emparentado con el sunismo radical) saudí. Todos estos grupos, coaligados muy frágilmente entre sí, dominan zonas del sur del país, en la frontera con Israel, y una gran bolsa de territorio al norte, en torno a Aleppo, así como una región muy próxima a Damasco.

Enfrente está, como todo el mundo sabe, el Ejército sirio leal al régimen anterior, comandado por Bashar al-Asad, quien sostiene su esfuerzo bélico con el apoyo más o menos encubierto de Rusia y, sobre todo, Irán, a través de Hezbolá o directamente con un puente aéreo de suministros entre Teherán y Damasco. Asad es alauita, como la dinastía reinante en Marruecos; el alauismo es una corriente doctrinal islámica prima hermana del chiísmo.

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Los lealistas controlan Damasco, todo el acceso a la costa del país, y gran parte de la frontera con el Líbano, el aliado tradicional del régimen. Asad lucha contra los rebeldes y también contra el Estado Islámico, la fuerza externa que desde 2012 se ha hecho con vastísimas regiones del interior de Siria y con todas las fronteras orientales del país, llegando al norte a contactar con Turquía.

El Estado Islámico ha sido la palanca que ha levantado y sacudido un conflicto estancado por la equidad de las fuerzas en liza. Financiado oscuramente –podemos intuir sin mucho esfuerzo que quienes llenan de gasolina sus camiones y de balas los kalashnikovs, son los emiratos que patrocinan nuestros estadios y equipos de fútbol–, el Daesh ha crecido también por la deserción de numerosos combatientes del Ejército Libre de Siria; combate tanto a éste como al ejército de Asad y en realidad su estrategia, sabida, es la aniquilación de todos los enemigos del sunismo radical y la expansión universal de su disparatada teocracia.

Dispersos en varios bastiones, se encuentran los kurdos: al norte, en el territorio tradicional del Kurdistán sirio; al sur de Homs, y al Este en una considerable extensión de terreno bajo la frontera turca. Aquí son los guerreros y milicianos del Consejo Supremo Kurdo, las conocidas como Unidades de Protección Popular (YPG), quienes reciben un fuerte apoyo de sus hermanos marxistas-leninistas turcos del PKK. En efecto, el mismo PKK que figura en las listas de bandas terroristas del Departamento de Estado de los EEUU y del Consejo de Europa.

La situación, tras cinco años de guerra de exterminio en este Jardín de las Delicias del Bosco, sólo puede ser resuelta con una intervención militar europea. Dado que los Estados Unidos, en el momento actual, son reticentes a otra guerra en Oriente Medio tras la nefasta retirada iraquí en 2011, Europa debe tomar la iniciativa por primera vez en su historia. El único modo de parar el drama de los refugiados es atajar la cuestión fundamental. Pero la guerra (que no es más que otra de las armas con que cuenta la diplomacia) ha de venir acompañada de un plan: un proyecto de futuro para Siria que abarque al menos 30 años, y en el que estén implicados Rusia, China e Irán, puesto que sin la colaboración directa o indirecta de estas potencias, cualquier intento europeo de desalojar al Estado Islámico de sus posiciones sirias quedaría frustrado antes de comenzar.

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En este momento concreto, parece que Asad no va a ganar la guerra; pero él y los kurdos –enemigos irreconciliables– son los únicos que representan entidades políticas más o menos firmes con las que empezar a reconstruir. La cuestión es alcanzar un pacto que lleve implícito el ostracismo de Asad una vez terminado el conflicto, así como un compromiso claro por la autonomía del Kurdistán sirio. Apoyándose en las fuerzas que sobre el terreno parecen más cercanas al entendimiento con Occidente, el propio Occidente ha de dar el paso. Y el paso es la guerra. Asumiendo, no obstante, el peaje emocional de ver regresar a muchos de nuestros soldados en ataúdes tapados con la bandera y asumiendo, naturalmente, que la guerra es muy cara y seremos los europeos los que habremos de pagarla.

Pero el horror sólo se detiene así. Probado está en la Historia. Los hashtags, las flores y las manifestaciones de indignación en las plazas están muy bien. Pero si vis pacem, para bellum. Aylan Kurdi era de Kobani. Su padre había huido a principios de año, cuando la caída de la ciudad en manos de la horda barbuda parecía inminente. Pero Kobani no cayó. Los kurdos resistieron, pobremente armados. Siguen resistiendo y ampliando su bastión alrededor de la ciudad, símbolo de una lucha que mantienen sin ayuda de nadie.

Fotografías: Wiki Commons

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