Para mí, el fútbol y los mundiales empezaron de la mano. Hasta los seis años, mis primeros recuerdos asociados a un balón de cuero se difuminan en la selva de la memoria infantil. Era muy pequeño y no me llamaba la atención tener que estar pendiente de unos tíos de blanco que perdían siempre. El Real Madrid. Butragueño o Míchel eran nombres que le escuchaba a mi padre en algunas conversaciones con sus amigos futboleros, deseoso él, como buen fan de la Quinta, de que esos jugadores recuperasen su mejor nivel y tumbaran al poderoso Barça del Dream Team. No ocurrió. Así que me enganché al fútbol, realmente, cuando no me tocó animar a los tíos de blanco que tanto perdían. Fue al acabar esa temporada 93/94, la del festival culé con el 5-0 al Madrid, cuando Romario chuleó a Alkorta. También, la campaña de la derrota culé en la final de la Champions. Con los años me enteraría de que aquel 4-0 que le endosó el Milan al Barça fue como un toque de queda para el cruyffismo, filosofía futbolera de la que apenas solo viví su decadencia, pero de la que tanto se hablaría en los años siguientes.
Entonces no tenía ni el conocimiento ni el interés de pensar en esas cosas: era junio, acababa de terminar mi último curso en el parvulario y, con los abuelos en casa, tocaba trasnochar para ver el Mundial. Me tragué casi todos los partidos que pude, sentado en las rodillas de mi abuelo. Además del juego, que ya me empezó a gustar, me movía algo más, algo que con los años se ha ido haciendo más fuerte: lo que pasaba fuera del campo. Lo que me alucinaba de aquel espectáculo era que muchas de las banderas de los países que mi abuelo me enseñaba a pintar –desde pequeño me obsesionan mapas y planos– estaban allí reunidas. Salían en la tele junto a las alineaciones y se colaban en las camisetas de los jugadores, tan chillonas y fluorescentes, cumpliendo al pie de la letra con los cánones que la moda noventera imponía. A retazos, me fui enterando de las historias que hacen grande al balompié.
Que a Maradona, al que toda mi familia le trataba al otro lado de la tele de tubo como a alguien extremadamente familiar, le habían vuelto a cazar en un control antidopaje. De él se decía que había sido el mejor, pero que la droga (¿qué era realmente la droga? ¿por qué se callaban los mayores cuando decían esa palabra y estabas tú por allí cerca?) le había chafado los últimos años de su carrera. También escuchaba que Holanda jugaba muy bien, pero no ganaba nunca, algo injusto para unos chavales que vestían un naranja tan molón. Por ahí decían que lo que hacían Hagi y Stoichkov con sus pequeñas selecciones exsoviéticas era alucinante. En la ternura infantil, los suecos, que quedaron terceros con mitos como Brolin, Dahlin o Larsson o el portero Ravelli en el equipo, por ejemplo, me parecían una superpotencia del fútbol y nunca entendí cómo no se clasificaron para el siguiente Mundial, mientras que a Francia o Inglaterra, que no estuvieron en EE UU, no les daba tanta importancia. Alucinaba con los negros de Nigeria o los árabes de la selección saudí, dos de las revelaciones del torneo. Me enamoré del juego de Roberto Baggio. Hasta les perdoné a los italianos el codazo de Tassotti a Luis Enrique aquel día en el que entre Zubi y Salinas hicieron llorar a la muchachada de un país entero. Los mocosos nos habíamos hecho fans de Caminero antes de descubrir que, por aquellos años, si eras español no te sellaban el visado para traspasar la frontera de los cuartos de final.
Me frotaba los ojos al ver como en USA era de día cuando aquí era de noche, durmiéndome sobre las piernas de mi abuelo. “El mundo, hijo, el mundo…” Con los círculos concéntricos que formaba el césped en unos estadios tan grandes donde el calor abrasaba. “Es que cortan el césped así…” Con el colorido que le ponían los mexicanos a las gradas para animar a Hugo Sánchez, el otro gran ídolo paterno, un crack que sonaba, definitivamente, a otra época, a otro fútbol. “Metía goles como churros…” Y hablando de color: el bigote y las patillas del estadounidense Lalas (“encima se creerá que está guapo”) no tenían rival. El defensa parecía sacado de una de esas pelis de vaqueros con las que matábamos las tardes en las que ya no había que ver el Tour de Francia porque Indurain ya lo había ganado.
Pasó el verano y volvimos al cole. Con el estímulo del Mundial todavía vivo hice mi primer álbum de cromos. Quería conocer a todos los jugadores, saber sus posiciones, su palmarés, sus características físicas, los títulos que había ganado cada club, las temporadas que llevaba en Primera… Era flipante abrir el paquete en el que te podían salir Romario o Bebeto, o los sonrientes Mazinho y Mauro Silva, los héroes de aquella Copa ganada por Brasil. Parreira, el seleccionador brasileño, te salía en el Valencia, que además había fichado a Salenko, el pichichi en USA’94. ¡Con el brasileño en el banquillo y el ruso en la delantera el Valencia no podía perder en el Luis Casanova (que no Mestalla)! Quedaron décimos, a Parreira le echaron a mitad de campaña y Salenko metió apenas cinco o seis goles como ché. Ahí, sin querer, empecé a descubrir que el verano tiene esos espejismos que se acaban muchas veces cuando se enfría septiembre. La magia mundialista, el aroma de lo extraordinario de ese torneo que enfrenta a 32 países –entonces, 24– durante un mes, se esfuma con la rutina otoñal. Pero a mí me quedó un fetiche de aquel evento.
No fue una camiseta ni un muñeco de aquel perro goleador –Striker– al que contrataron como mascota. No. Lo que me llevé, literalmente, fue una guía de la competición que le arrebaté a mi primo mayor cuando fuimos en agosto a ver a la familia al pueblo. Ahí estaba todo y a toro pasado me la estudié con atención. De Paul McGrath, la rocosa estrella de la granítica Irlanda, a Xabier Azkargorta, el chamán de la selección boliviana. Todo. La historia de los mundiales al completo para descubrir quiénes fueron Pelé, Beckenbauer, Paolo Rossi, Eusebio, Puskas, Ghiggia… Lo curioso, como que al fútbol, que era una palabra que venía del inglés, lo llamaran soccer los yanquis, un país que hablaba precisamente en inglés. Y también lo trágico, incluidas las tragedias de Zambia (accidente de avión) o Yugoslavia (guerra civil), que habían apartado a esas selecciones de la competición.
Al final de la revista, unas páginas recreaban las variantes tácticas más famosas de la historia; otras, las jugadas más espectaculares de los campeonatos, e, incluso, había un anexo con las nuevas normas que la FIFA iba aplicar, entre ellas la de colocar el nombre sobre el dorsal (puesta en marcha precisamente en EE UU), la prohibición de la cesión al portero, los tres cambios por partido, el gol de oro y el premio de tres puntos por victoria, entre otras innovaciones que ya suenan a antiguo. Es que, amigo, ya han pasado 20 años. El tango canta que no son nada, pero uno se va haciendo viejo. Esa guía mundialista robada a mi primo me ancla a ese pasado y esta sección que hoy comienza en Negra Tinta servirá para repasar los recuerdos que un grupo de locos por el fútbol conservamos, directos o indirectos, fieles o adulterados, de los protagonistas de los mundiales que hemos vivido en directo o diferido. No será un repaso lógico ni justo, simplemente un amasijo de recuerdos con olor a cuero y césped, con aroma futbolero. Como todo comenzó para mí en Estados Unidos, la Copa del Mundo del 94 será el eje de mis historias. Hacia adelante y detrás me desplazaré en el tiempo.
¿Nos acompañáis en este viaje?