Querida Europa,
son tiempos duros. Las aguas que vieron a Zeus convertirse en buey para raptarte, han visto y siguen viendo llegar barcazas llenas de gente. Son desesperados, huyen de la guerra en Siria, en Iraq, en Afganistán; del hambre en Bangladesh, en Eritrea. Vinieron, vienen y seguirán viniendo porque tú, Europa, eres su tierra de promisión. De Grecia escalan los Balcanes, porque Alemania es la meta, Canaán. Pero tú, Europa, has olvidado quién eres. Cuando había dinero, y el maná de los fondos de cohesión fluía más que el Éufrates hacia el delta de las partidas presupuestarias de ayuntamientos, mancomunidades, diputaciones, comunidades autónomas, ministerios, secretarías del Estado, universidades, sindicatos, partidos políticos, asociaciones, clubes deportivos, tú, Europa, eras adulada como la más bella de entre todas las mujeres.
Todos te hacían la corte, pero era moneda falsa, ahora ya lo sabes. El europeísmo era la mercadería de moda; Bruselas nunca imponía, como pasa hoy: cedía, aprobaba, concedía. En el lenguaje, querida vieja amiga, está absolutamente todo. Lo que fuimos y lo que somos.
Ahora ya no hay dinero, y tú, Europa, no eres sino setecientas pequeñas y fragmentadas Europas. Setecientas taifas, la historia de siempre. Nadie cree en ti, porque tañe la campana de la responsabilidad, y ese es el reverso de la libertad: el compromiso, la lealtad de uno mismo para con los demás. Y todo esto no es otra cosa que farfulla más o menos grave, más o menos relevante, más o menos entretenida, cuando lo que entre manos se nos ponen son Estados nacionales que han de ser rescatados. Más, querida, vieja y denostada amiga Europa, tórnase dramático cuando ya no se trata de inyectar liquidez a los bancos para que millones de jubilados puedan cobrar su pensión, sino de niños, mujeres y hombres asfixiándose dentro de un camión. En el salón de nuestra casa, Europa.
Son tiempos difíciles. La idea de unirse confederalmente en un único Estado, con un gobierno, con un parlamento, con un tribunal supremo, se está acartonando, volviéndose amarilla como las banderas esas que los catetos ponen en sus casas, de España, del Betis, del Madrid, de Andalucía, de Catalunya, al darles el sol del verano. El solazo está pegándote fuerte a ti, Europa, y nadie se acuerda de que tú no tienes la culpa: nadie te corteja ya, viéndole el fondo a tus bolsillos. ¿Recuerdas cuando tu cuenta corriente rebosaba, y no te llamaban Tomás nada más, sino Don Tomás?
Querida y vieja Europa. Necesitas un ejército común. Nada extraordinario: algo como lo que hoy es la OTAN. Una fuerza básica con varios cuarteles desde los que poder operar abarcando el Mediterráneo, el mar del Norte, el Atlántico; necesitas una política común e innegociable para acoger el flujo migratorio, sobre todo para que cuando éste se desborde debido a pozos sépticos diplomáticos como el que sacude el Medio Oriente, tú, Europa, no veas impotente cómo se mueren en tus calles las mejores generaciones de Siria, de Iraq, de Libia, de Egipto, de tantos lugares sin futuro. Necesitas que crean en ti. Necesitas que tú seas, Europa, la personalidad política, jurídica y constitucional que soñó Napoleón y por la que lucharon los padres del Tratado de Roma. Necesitas ahuyentar a los demagogos, a los Cleones, a los agoreros, a los jerarcas del egoísmo nacionalista.
Necesitas ser, querida amiga Europa, el Súper Estado en el que ningún muro puede construirse por decisión propia e irrevocable de catastróficos salvapatrias. Necesitas mirar dentro de ti y rescatar la visión trascendental: la que te permita afrontar hecatombes humanas con la entereza del estadista, echando fuera de ti la palabrería, el humo y la carraquería de los mediocres.