No lo digo yo, lo dice Lagrimita. Y su intención es conseguir la alcaldía de Guadalajara como candidato independiente. Es un payaso. Pero uno profesional y algunos ven esto como una burla y, otros, como la mejor crítica y reflejo de la decadencia de los partidos políticos tradicionales de nuestro país. Él mismo lo dice en uno de sus lemas: “Es tiempo de que un payaso de verdad gobierne”. Y con esto hace eco de una de las críticas más ligeras que tiene la ciudadanía desde hace años respecto a nuestros políticos.
Y digo más ligeras porque, según El Informador, una de las propuestas de Lagrimita es “sacar a los animales del gobierno”. ¿A quién no le vienen a la mente las tepocatas, víboras prietas, pejelagartos, chapulines, ratas y demás animalitos de la biosfera? La propaganda funciona.
Pero la candidatura de figuras públicas, de gente que se ha vuelto famosa por cuestiones ajenas a la política, no es nueva ni empieza con Lagrimita y Cuauhtémoc Blanco, ni termina con Silvia Pinal y Ana Guevara. Tampoco es exclusiva de países sin educación, como quieren plantear algunos, y para muestra ahí están Ronald Reagan y Arnold Schwarzenegger. Lo nuevo en el caso mexicano es que Lagrimita se postule como candidato independiente y que, además, sea “un payaso de verdad”. Los más escépticos dicen que ni siquiera logrará el registro pues no conseguirá las firmas necesarias (y, menos, con las copias de las credenciales electorales de los firmantes). Pero, independientemente de que logre ser alcalde o no, y cómo es que logre gobernar si gana (habría que recordar que muchos partidarios de Evo Morales estaban segurísimos que sería un pésimo presidente –yo incluido– y ha resultado mucho mejor que la mayoría de sus pares del continente) sería conveniente preguntarnos sobre esas dos singularidades: qué pasará dentro de diez años con los partidos y los candidatos independientes, por un lado y, por otro, por qué causa tanta consternación un payaso.
Los candidatos independientes y los partidos políticos
El ejemplo más a la mano que tenemos para hacernos de una idea es Colombia, tanto por las similitudes culturales como por el conflicto armado que lamentablemente vivimos. Allá las candidaturas independientes en igualdad de condiciones provienen de la Constitución de 1991. A partir de entonces Colombia ha dado, por lo menos, dos de los mejores alcaldes del hemisferio: Antanas Mockus (Bogotá) y Sergio Fajardo (Medellín). Ambos aplaudidos tanto por políticos de izquierda como de derecha alrededor del mundo. Otro de los célebres candidatos independientes es el ex-presidente Álvaro Uribe sólo que él, a diferencia de los anteriores, no ha sido querido por la izquierda política sino más bien acusado de cualquier cantidad de crímenes (desde internacionales, como la intervención en Ecuador para atacar un campamento de las FARC, hasta de vínculos con el narcotráfico y violaciones a los derechos humanos, como los llamados “falsos positivos”).
Con estos tres muchachos podemos empezar a vislumbrar qué nos puede suceder acá. En el mejor de los escenarios, en México aparecerá gente como Mockus y Fajardo (ambos profes de matemáticas) que dejará en ridículo a los partidos fuertes tradicionales pues serán mucho mejores alcaldes que los emanados de éstos. Lo anterior, por supuesto, hará aún más mella en los ya de por sí debilitados partidos políticos. Incluso podrá suceder, como en el caso de Uribe, que sean los partidos políticos los que busquen aliarse con los independientes (para ver si algo les toca) en lugar de que sean los propios partidos los que postulen a famosos.
Hasta aquí todo va bien: la democracia se vuelve más plural e incluyente y puede ser vacuna contra chapulines, plurinominales y demás. En el mejor de los escenarios, un movimiento así propiciaría que más y mejores personas se decidan a participar en la política y, por tanto, tengamos en un futuro mejores políticos y administradores públicos (a diferencia de lo que pasa en la actualidad donde muchas de las personas más capaces y preparadas del país parecen tener aversión a los partidos y, si hacen política, prefieren hacerla desde las ONGs u otro tipo de instituciones). Ojalá.
Lo malo es que el peor de los escenarios es nada halagüeño. Por un lado, en un país infestado de grupos armados con muchísimo dinero, ¿quién cree usted que sea el más probable patrocinador de muchos candidatos independientes?: Sí, ése mismo que está usted pensando, el que también ha patrocinado candidatos allá. Por otro lado, ¿qué pasa si no aparecen gente como Mockus y Fajardo sino más como Marín, Moreira, Mauricio, Mancera, Abarca, etcétera? ¿O qué sucedería si en realidad esto de los candidatos independientes es sólo una jugada para facilitarles la chamba a los caciques locales, para que ya no tengan que cambiar de partido si no los postula el suyo (Cota, Monreal, Moreno Valle, Camacho Solís, etcétera) y así, como en Colombia, hasta que los partidos tradicionales se vayan diluyendo hasta casi desaparecer?
Más aún, existen dos diferencias sustanciales entre México y Colombia en lo que respecta a la política. En primer lugar, el poder judicial en México ha tenido menos triunfos y más escándalos que el poder judicial en Colombia durante los últimos 15 años. ¿Quién y cómo se pondría freno a los abusos de un gobernante “independiente”? Y, en segundo lugar, está el grado de institucionalidad de ambos países. Si bien es cierto que el aprecio de la ciudadanía a sus instituciones y la funcionalidad de éstas varía de lugar a lugar en un mismo país, en general también parece que los colombianos confían más en sus instituciones que los mexicanos y, también, que las instituciones colombianas son en general más eficientes y eficaces que las mexicanas.
Así, en este momento, las candidaturas independientes no significan nada en sí mismas: pueden significar una mejoría pero también pueden exacerbar los peores vicios de nuestra política. Entonces, ¿por qué causa tanta consternación Lagrimita?
Un candidato payaso
¿Recuerda usted a Rafael Acosta, alias “Juanito”, el candidato y luego delegado efímero de Iztapalapa? ¿Recuerda cómo se rasgaban las vestiduras los comentaristas? La base de la democracia, esa que dicen avalar esos mismos comentaristas, es que todo ciudadano tiene el derecho a votar y a ser votado. Pero parece que eso sólo les gusta a algunos cuando se dice de dientes para afuera. No cuando se pone en práctica. En la práctica parecen gustarles los candidatos que sí “parecen candidatos”. Es decir, aquellos que se ven bonitos (digamos, como Roberto Palazuelos), que son fresas (digamos, como Ebrard o casi cualquier candidato del PAN) o que lo aparentan (digamos, puede tener eso que la clase alta llama “origen humilde” pero ya se dio su blanqueada, como Porfirio Díaz, y ya usan saco y corbata, traje sastre o, gracias a López Portillo, guayabera). Si es alto, blanco y de preferencia con apellido extranjero se puede dar el lujo de hablar “como la gente del pueblo” e incluso traer botas de charol y hasta rebozo. Si no, salvo lopezobradoras excepciones, no. Imagínese nada más a Josefina Vázquez Mota en huipil hablando de las mentadas tepocatas, víboras prietas y chachalacas. Si es mujer, se pone por delante su currículum para que se note que está preparada (salvo, claro, que dirija un sindicato, digamos, el de maestros); pero si es hombre entonces no importa que apenas se vaya a titular de la licenciatura, que no haya leído ni tres libros en su vida o que se niegue a responder en público preguntas que sabe cualquier chamaco de primaria.
En resumen, pareciera que cuando a algún candidato, como a Lagrimita o a alias Juanito, se le tacha de no ser competente, de no estar preparado para gobernar, más bien sólo se muestra la punta del iceberg, de ése que esconde todos nuestros prejuicios de género, raza y clase. Ése que nos impide creer que en realidad todos tenemos derecho a votar y ser votados.
¿O será que nos duele en el fondo de nuestra apatía que un payaso, o un galán de películas porno, se atreva a hacer lo que nosotros no hacemos?
Fotografía: Wikicommons. Inácio Lula da Silva y Álvaro Uribe.