El periodista y el historiador suelen mezclarse como dos afluentes que desaguan al compás para ensanchar las aguas del río que nos lleva. «El historiador viene a ser como el periodista del pasado por eso de la constatación de datos y la verificación de fuentes, ¿no?», comentó hace unos días uno de esos periodistas que comenzó siendo historiador durante uno de esos oasis de intelectualidad que ofrecen hasta las noches más duras. Combinar las dos pasiones sirve para comparar épocas y darse cuenta de que los tiempos cambian poco. Arriesgando por esa senda y cortando algo de maleza quien escribe cree ver más de un paralelismo entre el Procés de independencia que se vive en Catalunya y la hasta hace poco inviolable Transición del franquismo a la democracia que se vivió en España hace cuatro décadas. Las líneas que están a punto de brotar son simplemente un juego literario de influencia periodística-histórica. Influencia, no pretensiones. Importante matiz para ser consciente de que la Historia es irrepetible pero, a veces y con las peculiaridades de cada tiempo, da la sensación de plagiarse a sí misma como si de una obra de Vivaldi se tratara.
¿Que Artur Mas no se parece a Adolfo Suárez? Correcto, Artur disfrutó durante su crecimiento de cachorro convergent de todas las comodidades que al joven Adolfo los infortunios familiares le negaron. Por eso su anhelo y motivación máxima fue trepar por la escala del poder para llegar a lo más alto. Correcto, Artur tiene una formación de hijo ilustrado y multilingüe de la alta burguesía catalana que podría emparentarle con Manuel Fraga, especialmente después de pasar siete interminables años en la oposición pese a comandar a las fuerzas del Antiguo Régimen (permitidme la correlación entre franquismo y pujolismo como ideologías predominantes; pese a que llegaron y se mantuvieron en la poltrona por métodos que nada tienen que ver –Pujol era un demócrata corrupto; Franco, un asesino que dio rienda suelta a la corrupción– los abusos del poder económico durante sus eternos mandatos, 23 frente a 36 años, sí podrían compararse). Sin embargo, el bueno de Artur ha sabido cambiar su rictus severo de Fraga por una sonrisa y un desparpajo ante los medios que recuerdan día tras día al Suárez de la Transición. Para Mas, el Procés es su Transición particular, él, el Moisés que debe llevar a su pueblo al puerto deseado pese a las dificultades externas e internas.
Igual que Suárez tuvo que convencer a los republicanos de que él, un hijo del franquismo, era el hombre que les iba a devolver la democracia, Mas ha lidiado con una reticencia similar entre el independentismo de tota la vida, mayoritariamente de izquierdas. «Ahora estos de Convergència sí que van en serio», escuché decir a unos catalanes que conozco, que no son precisamente estúpidos y no quieren ser españoles desde que tienen uso de razón, hace más de un año. De la misma forma que el fallecido presidente del Gobierno, Mas ha cautivado a bastantes de sus enemigos tradicionales a fuerza de jugarse el pellejo en un ejercicio de improvisación política digno de enmarcar. Sin duda, esas ganas de poner toda la carne en el asador pese a saber que puedes quemarte la mano es imprescindible para liderar un proceso donde se pretende desmontar todo el sistema imperante, más si cabe si, como le pasaba a Suárez y le ocurre ahora a Mas, tu rostro representa todas las esencias del régimen que queda atrás. Si Suárez tenía que quitarse de encima el cadáver maloliente de un franquismo que agonizaba, Mas tiene que contener al unionismo de Unió –valga el pleonasmo– y las ganas de Duran i Lleida de seguir desayunando cada mañana en la suite del Ritz. Además, la clase empresarial de Catalunya, que allí siempre ha tenido pie y medio en CiU al saber que el PP poco tenía que hacer frente a su clon catalán, también le ha confesado sus suspicacias. «¿Qué es esto de venderse a los asamblearios, Artur? ¿Qué es esto de abrazar a David Fernàndez en plena euforia patriótica? ¿Será una broma, no?»
Y, sin embargo, bastantes empresarios catalanes podrían tener motivos para sentirse agradecidos por la indulgencia judicial que el Procés le ha otorgado a algunos. La corrupción de la que huye CiU son los muertos de los que huía la dictadura. Mas ha tenido que regatear hasta al fantasma del 3% hecho carne por fin mediante las confesiones de Jordi Pujol, el president-caudillo. Un fantasma del tamaño, en términos económicos, del que representaban los muertos republicanos de los que Suárez se olvidó para poder, según explicaba el abulense, propiciar el advenimiento de la democracia. Las amnistías se consiguen a base de banderazos y consignas patrióticas. Lo llaman hermanamiento, pero en esa familia unos comen rancho y otros chuletón. Aun así, la esperanza ha tomado la calle, las manifestaciones multitudinarias han vuelto a escena, la democracia habla de nuevo en su versión real, la ciudadana. Y, pese a todo, impera desde fuera de Catalunya la sensación de que la ingenuidad sigue presente en más de uno casi 40 años después. Se escucha que la ola independentista ha superado a CiU, que la gente es la que manda, que Catalunya será un Estado nuevo que se autogestionará a la perfección protegida por una frontera de la corrupción endémica del carácter español. Se obvian bien camufladas por la ilusión del nuevo comienzo (esperado por algunos desde hace muchísimas generaciones) todas esas dificultades que atraviesa el país que echa a andar por sí mismo convertido en Estado y, lo más grave, parece hacerse la vista gorda con el falso mito del catalanismo pujolista, mitología que debería convertirse en leyenda negra por la desfachatez de un partido que saqueaba una nación avalado por una serie de mayorías absolutas ganadas a base de recordar en campaña que desde Castilla, la nación vecina, se robaban los recursos que legítimamente pertenecían al pueblo catalán.
En Catalunya, los movimientos sociales, vecinales y políticos que acabaron fundando las Candidatures d’Unitat Popular llevan a cabo una incesante tarea desde la misma Transición. Han sido durante toda la democracia lo que fue el Partido Comunista en la España de Franco. La oposición invisible pero más valiente contra los desmanes que nadie quería ver o nadie podía denunciar. Primero se organizaron para entrar en los ayuntamientos. Después llevaron al Parlament a tres valientes diputados que han sabido remontar las corrientes de la hipocresía política como salmones salvajes. Ninguno se ha dejado llevar por la comodidad del hemiciclo. Han dicho las cosas por su nombre, con todas las letras pesase a quien pesase. Le han recordado sus delitos contra la dignidad humana a banqueros como Rodrigo Rato y Narcís Serra (curiosamente, dos ex vicepresidentes del Gobierno central, uno popular y otro socialista). Han hecho ejercicios de transparencia constantes y, lo mejor de todo, no pretenden perpetuarse en la política ya que firmaron un pacto personal para permanecer solamente una legislatura en el escaño. ¿Cómo es posible que con todos estos condicionantes a David Fernàndez le embargue la emoción nacionalista hasta el punto de abrazar a Artur Mas el pasado domingo? ¿La patria vale más que el estado de la patria para un internacionalista que reclama la libertad de los palestinos, los mismos a los que Mas ningunea para abrazar al sionismo? Nadie que entienda en qué consiste la democracia puede negar el derecho a los catalanes a votar y a marcharse si así lo deciden. Más de dos millones se movilizaron el 9N, la mayoría para pedir el ‘sí’. Es un porcentaje a tener en cuenta, sobre todo por la forma pacífica y festiva en la que lo hicieron. No obstante, la sensación de estar haciendo historia con la que muchos votaron –que se ve, se lee y se palpa a través de las redes sociales–, esa trama de película hollywoodiense culminada con el abrazo de Mas y Fernàndez mientras suena Lluís Llach de fondo y una cámara aérea de TV3 recorre los parajes más bellos del Principat tiene sus riesgos. Los que ven en el abrazo la comunión entre las dos Catalunyas, la católica-conservadora y la revolucionaria-sindicalista, tradicionalmente enfrentadas por motivos obvios, podrían olvidar que la independencia no vale más que un desahucio, una acción preferente o una carga de los Mossos d’Esquadra con posterior tortura policial. Es cierto que ese abrazo del oso es el primer renuncio de un portavoz que llegó en camiseta al Parc de la Ciutadella hace tres años para decirle al president que se hablaría de independencia en esa plaza, pero que primero había que resolver, por ejemplo, la brecha social que se está abriendo en Catalunya como consecuencia de los teoremas económicos neoliberales que aplica el Govern de Convergència i Unió desde que recuperó el poder en 2010.
Si Suárez y Carrillo protagonizaron una historia de amor imposible en los 70, Fernàndez y Mas podrían estar en la misma tesitura. Veremos hasta qué punto Fernàndez acepta convertirse en un pez de pecera, hasta qué punto renuncia a sus aspiraciones autogestionarias de siempre en favor de la independencia, hasta qué punto cambia la estrella roja de la estelada por la azul, al igual que Carrillo cambiara el morado de sus banderas por el rojigualda de la enseña monárquica. Vamos a observar –y las encuestas ya lo anticipan– con probabilidad el improbable hasta hace poco ascenso de Esquerra Republicana de Catalunya. Correcto de nuevo, Oriol Junqueras no cautiva al objetivo como González, pero es el Felipe de esta historia. El invitado que nadie esperaba es quien se comerá el pastel. Ambos, Junqueras y González, tienen más carisma del que podrían evidenciar en un primer momento. Ambos saben razonar para darle la vuelta a la tortilla. Ambos parecen lo suficientemente de izquierdas para calmar al buenismo progresista, pero lo suficientemente centrados como para no incomodar al poder económico.
Los dos se comportan como el presidente en la sombra mientras el presidente en la luz (Suárez en los 70, Mas en la actualidad) acapara las portadas y se gana los elogios de la prensa internacional por su valentía, brillando con la belleza de un sol crepuscular. Junqueras, como González, está a las puertas llegar y besar el santo que ni el ingenio de Carod-Rovira ni la prepotencia de Puigcercós supieron encontrar. Un político desconocido hasta hace cinco años se hace cargo de un partido casi en ruinas y lo lleva a ser la primera fuerza de la oposición y a juguetear con un gobierno formado por un partido (CiU, igual que UCD en su día) que se desgaja por querer poner en práctica lo que sus estatutos reflejan (independentismo y democracia) pero su alma no siente (¿qué hay más, autonomistas en CiU o franquistas en UCD?). Junqueras puede devolverle a ERC las cuotas de poder de las que gozó en la II República, exactamente igual que lo que hiciera González con el PSOE después de dar el golpe de mano entre los socialistas en aquel congreso del 74 en Suresnes. Si así fuese, ¿qué se podría esperar de los republicanos en caso de que gobernaran tras la independencia? ¿Un país nuevo? ¿En qué se parece Junqueras a Companys? El aval de Esquerra como parte del Tripartit no es demasiado potente en este sentido, aunque es verdad que las caras de su cúpula son ajenas a aquellos años. De hecho, pese a que su gestión les dejó tocados, gracias al aire fresco de Junqueras han sabido renacer como un ave fénix para comandar nuevamente el carro del independentismo, esa etiqueta de la que el PSC se ha alejado con pavor (desapareciendo del mapa) y que Iniciativa aún no se atreve a ponerse, estancando como es tradicional su techo de votantes.
El federalismo del Procés es el republicanismo de la Transición, la opción denostada por las renuncias de sus teóricos defensores. Independencia es igual a paraíso, igual que lo fue la monarquía parlamentaria en el 78. La tercera vía no se contempla en el referéndum vinculante a realizar igual que no se contemplaba la opción republicana cuando se votó esa Constitución que solo se puede mover para rebajar los derechos ciudadanos y laborales de los españoles. Los momentos históricos son para vivirlos con devoción sagrada, no es momento para la autocrítica. Quien critica no es patriota ni revolucionario, según el apelativo que toque en el momento. Supongo que, al menos, a algún intelectual se le ocurrirá no dentro de mucho homenajear a la figura de Pasqual Maragall, el Manuel Azaña de nuestros tiempos, un tipo demasiado brillante y demócrata para la política que no supo arrimarse a buenos aliados mientras le preparaban la guillotina en su propia casa. Y quien haya visto Juego de tronos ya sabe lo que le ocurre a Ned Stark al final de la primera temporada. Ese homenaje sería apenas una victoria simbólica, pero sería una victoria al fin y al cabo.
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¿Y el PP de Sánchez-Camacho? Siempre queda la opción de escribir «Blas Piñar» en YouTube y ver un par de vídeos en busca de las siete diferencias. Yo solo he encontrado una, la evidente. El líder de Fuerza Nueva tenía discurso, trasnochado, pero discurso. La presidenta del PP catalán es hija de su tiempo, el de la decadencia intelectual de los políticos. Solo Albert Rivera se salva, que para algo fue campeón de España de retórica.