Los símiles familiares se suelen utilizar tanto a nivel de calle como en los platós de televisión cuando se debate (en las ocasiones que se puede y quiere debatir, que son escasas) sobre las razones que puedan tener o no tener los catalanes que piden la independencia del resto de España. Emancipación es la palabra. La hija que, harta de no lograr la convivencia con una madre más bien madrastra, reclama su espacio y su derecho a marcharse. Hasta ahora, si nos atenemos a los argumentos que han mostrado PP y PSOE a nivel estatal, los partidarios del «no» poca campaña han tenido que hacer en un escenario que no contempla la solución más lógica, simple y pura. La vía democrática que, les guste a algunos o no, reclaman al menos dos millones de los siete que viven en Catalunya. Parece mentira que nos hayamos olvidado tan pronto en estas latitudes de cómo rugen los cañones para que nos espante el rugido de unas urnas.

¿Hay un descontento latente en una parte de la población catalana? Quien lo niegue es ciego o se lo hace de forma interesada. Déjenles votar solo a ellos y veremos qué deciden. Reclamar como supuesto referéndum (que no quieres convocar) una votación universal de todos los españoles es un subterfugio cobarde porque, ¿qué tiene que opinar un ciudadano de Laredo, Cantabria, sobre lo que ocurre en Camprodon, Girona? ¿Y al revés? ¿Qué conocen de sus realidades mutuas? ¿Poco, nada? Efectivamente, cada vez se conocen menos y peor. No por falta de información sino por los estereotipos con los que los nacionalismos han vestido una y otra nación, apoyados o impulsados por la anacrónica relación que en España se estableció entre las naciones que forman su territorio allá en el año 78 del siglo pasado, la gran oportunidad perdida para arreglar un país que, como ya dijera aquel, habría sido un gran vasallo si hubiese tenido un buen señor al que servir. O si, por contra, hubiese sabido o se le hubiera dejado elegir en cada una de las grandes encrucijadas históricas que han sucedido a la Guerra de Sucesión de 1700, el origen del problema territorial que estalla en España cada vez que llegan las vacas flacas.

¿Es la crisis el origen del ‘problema catalán’, esa denominación tan obtusamente centralista, como si no sentirse español fuese una enfermedad? Obviamente, no. La cultura, las leyes, las tradiciones, el acervo de los catalanes (y valencianos, baleares y aragoneses; estos perdieron hasta su lengua) pasaron por tres segles de llarga pena desde la llegada de los Borbones a España, tres segles de llarga pena adobados y rematados con 40 años de noche fascista. Franco y sus acólitos ideológicos consideraban a todos los catalanistas (incluso a los de derechas a los que acabó amnistiando, como Cambó), fueran o no independentistas, como un cáncer que había que extirpar para curar una patria enferma. Buena parte de los españoles vivos se educaron en tiempo franquista, así que tres suelen ser las opciones para reaccionar frente a este patriotismo totalitario heredado de la dictadura. O se aceptan las tesis franquistas –con una posición trasnochada y antidemocrática pese a participar en la fiesta democrática–, o se rechaza aparentemente el franquismo en todas sus vertientes para enervarse cuando se pone en duda la unidad del Estado español (muy propia del PSOE), o, por contra, se tiene le tentación de sentirse desagraviado por años de prohibición y persecución, de muerte y humillación, si se es catalán y nacionalista.

El término medio, esa tercera vía que no es más que una vía muerta, ha ido cayendo en el olvido por suponer poco rédito electoral o se ha abandonado desde Catalunya por no tener a nadie en el otro lado abierto al diálogo. Supuestos patriotas, a un costado y otro del Segre y del Ebro, ya se han encargado de hacer descarrilar a la tercera vía a base de vaciar la caja y escupirse reproches cargados de amor a la tierra. Ese tren alternativo ya no circulará nunca más o eso parece. El ‘problema catalán’ está sobre la mesa del Gobierno español y de la mesa no se caerá por sí solo. Viene de lejos en estos tiempos recientes. En el 78, muerto el Caudillo, rebajar a Catalunya como «nacionalidad histórica» en la Constitución no bastó. Otorgando amplias competencias, pensaron en Madrid, bastará para calmarles, pero solo calmó al oficialismo de CiU, derecha rancia en versión catalana, amante del capitalismo más salvaje pese a embadurnarse de modernidad europea tras sus gafas de marca y su discurso reposado.

Aquella farsa constitucional en materia territorial fue reconocer a medias y con la boca pequeña la realidad más enriquecedora de España: su multinacionalidad. ¿Pero qué se podía esperar de un país que engarzó Monarquía y Democracia en un solo anillo para gobernarnos a todos desterrando y ensombreciendo el pasado de los represaliados republicanos? Esa puerta sin engrasar sigue chirriando y nos ha dejado casi sordos. Aquí no hay quien se escuche, más que nada porque hay cosas que nunca se han querido escuchar. Una de ellas es esta: Catalunya es una nación y, como tal, puede pedir su autodeterminación ya que así lo reconoce el derecho internacional. Dejen que el pueblo decida, la Historia está llena de casos similares y se puede escoger ser Escocia o ser Balcanes. Los pasaportes tienen fecha de caducidad porque los estados en los que vivimos aparecen y desaparecen sobre la faz de la tierra como varían, mutan y se modifican los lazos familiares. La familia te toca, no se elige. Las fronteras tras las que naces, tampoco. España y Catalunya comparten pasado, pero igual, tú, siendo de Camprodon tienes un primo en Laredo del que poco o nada sabes y al que tienes que aguantar en las bodas de primos comunes y poco más. Aunque en tu DNI compartáis apellidos, ¿realmente es tu familia? Las leyes no pueden navegar en el mar de los sentimientos, la verdadera argamasa de un Estado. Hablamos del alma, no de textos jurídicos. En Catalunya, un buen pedazo de su ànima lleva demasiado tiempo chillando para que no se le escuche. No hacerlo es confesar sin tapujos la nostalgia por los tiempos oscuros por mucho que se empeñen en negarlo detrás de sus sonrisas preconstitucionales.

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