Pablo Iglesias podría ser ahora mismo el alcalde de Madrid, pero él lleva meses, puede que años, soñando con ser presidente del Gobierno. Ambición legítima, pero desmesurada para el líder de un partido con tan corta historia y tan escasa estructura, dos factores fundamentales para ganar unas Elecciones Generales. Cada día parece más lejano el deseo de Iglesias porque Podemos se desangra por el costado izquierdo. En cuestión de días, según se acercan las primarias que elaborarán las listas que los podemitas presentarán a las Legislativas del próximo otoño, varias columnas de críticos se han puesto en pie de guerra contra el núcleo irradiador de los Iglesias, Errejón, Bescansa o Alegre. Los críticos no están solos. No son ya Teresa Rodríguez y Pablo Echenique. Les acompañan cargos electos en las últimas Municipales, miembros de esas candidaturas de confluencia que han permitido a la nueva política gobernar instituciones tan importantes como los ayuntamientos de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Valencia, A Coruña o Santiago de Compostela. Y, además, cuentan con el apoyo de formaciones como Compromís, Equo y las ramas sanas que le quedan a Izquierda Unida, representadas por Alberto Garzón, el político de mayor relevancia que más convencido está de que, «para asaltar los cielos», el voto de los perdedores de la crisis debe recaer en una sola papeleta y no dividirse entre media docena de opciones.
Hace un año escribía que Pablo Iglesias tenía tres enemigos que no le iban a perdonar ni media porque el excelente resultado de Podemos en las Elecciones Europeas les había asustado. El primer enemigo era la derecha neofranquista. El segundo, el presunto socialismo de los neoliberales monárquicos del PSOE. El tercero, el comunismo atávico que representa esa verdadera izquierda extremista que sueña con nuevas Cubas y le compone odas a Stalin. Sin embargo, el peor de los enemigos del nuevo partido estaba dentro de casa y se llamaba ambición. O soberbia, si lo prefieren. En este último año, cualquiera que se haya acercado a las estructuras y los círculos podemitas habrá comprobado rápidamente que solo un mensaje estaba destinado a gobernarlos a todos: el que emanaba del núcleo duro de profesores de Ciencia Política de la Complutense. Discurso a discurso, debate a debate, tuit a tuit, el encanto de los primeros tiempos, de presentaciones modestas en teatros de Lavapiés o primarias reales y abiertas por internet, se ha ido evaporando sin remedio. Todo pragmatismo ha sido bueno para conseguir el objetivo final y olvidarse de todo lo demás. Solo importa llegar a La Moncloa por lo civil o lo criminal. Tan amante de Juego de Tronos como se precia ser, Iglesias ha preferido ser Lannister a ser Stark.
A Podemos le están haciendo más daño las deserciones y críticas internas que los ataques de la derecha mediática basados en los supuestos fraudes de Monedero y Errejón. La cúpula, cada día más alejada del suelo, ha actuado de manera contraproducente. El motivo, tal vez, sea el vértigo que produce subir en las encuestas y ver que la caída puede ser dura. Desde que el establishment empezó a ponerle palos en las ruedas a Podemos, el partido se ha preocupado exclusivamente en mantener a sus nuevos electores, a esa gran masa de personas golpeadas e indignadas por la crisis, pero que nunca se habían implicado en política y que no se reconocen explícitamente como «ciudadanos de izquierdas». «La centralidad del tablero» ha llevado a Podemos a silenciar para el gran público temas como el republicanismo o el federalismo que teóricamente se le presuponía a la formación morada. Mientras se intentaba no espantar a los nuevos fans se iba perdiendo el apoyo de los activistas tradicionales. Al mismo tiempo, inflado de orgullo, Iglesias metía a toda Izquierda Unida en un mismo saco y se veía incapaz de llegar a acuerdos con coaliciones tan arraigadas y con tanto trabajo hecho en sus territorios como Compromís en el caso valenciano.
No tenía miedo el Secretario General del partido victorioso. En cada ciudad, en cada provincia, en cada región (salvo Andalucía y Aragón) tenía a un personaje afín llevando las riendas de Podemos. Más que un sistema de círculos ciudadanos demócratas, las delegaciones podemitas empezaban a parecerse más a franquicias de una multinacional encabezadas por gerentes encantados de repetir los lemas de la empresa para aumentar las ventas. Los clones de Iglesias han ido brotando a lo largo y ancho de España. Se les puede reconocer, rápidamente, por su adulación al líder, la repetición de los mensajes oficiales, las citas a Gramsci sin haber leído una línea del pensador italiano, la indefinición en temas fundamentales, el desconocimiento que tienen del territorio en el que viven y, especialmente, por la prepotencia a la hora de erigirse como la fuerza legítima para derribar al Régimen del 78, calificando casi de traidor al indignado que quiera presentarse a unas elecciones en una lista alternativa a la morada. Son los ungidos del 15-M. El discurso, a fuerza de repetirse sin renovarse, se ha acartonado. Podemos, en su línea oficial, no ha dejado de diagnosticar los males del país, achacándoselos a esa casta que nos fabricó una estafa a la que llaman crisis. Muchos ciudadanos, por tanto, se han acabado cansando de escuchar el mismo concierto una y otra vez. Tenemos el diagnóstico, ¿pero dónde están las posibles soluciones?
A Podemos se le ha acusado por elaborar un programa económico desde la utopía. Sin embargo, algunas de las tesis económicas del partido están respaldadas por teóricos de reconocido prestigio como Piketty, Krügman o Stiglitz. El problema no es plantarle cara al IBEX-35, es no querer explicar y debatir en conjunto las alternativas al capitalismo salvaje que marca el tic-tac de nuestros días. Las prisas de la soberbia implican decisiones rápidas de fácil comprensión. La educación y formación de la masa ha dejado de ser una prioridad para el partido. Deseoso de no aburrir, Iglesias ha reducido el posible ideario de Podemos a cuatro consignas repetitivas, gastadas y simplistas. Los debates quedan, como si de una república platónica se tratara, reservados para un grupo de elegidos, para esa capa de podemitas que son capaces de descifrar los tuits que escribe Errejón. Nadie calculó, o eso parece, que el espectador que reflexiona con los argumentos de Iglesias en Fort Apache es el mismo que no puede aguantar su gesto agrio cuando se enzarza con Inda o Marhuenda en La Sexta Noche.
Monedero se largó cuando vio que sus compañeros de Comité pasaban más tiempo repitiendo la perorata de «los de arriba y los de abajo» en platós de televisión que dialogando con los círculos. La proyección mediática para construir una política diferente es importante, pero la conexión con la calle es más que vital. No obstante, cuando entrevistamos a Monedero el pasado invierno, en esos momentos en los que el partido estaba en la cresta de la ola de las encuestas, este intelectual al que la política ha rechazado como si fuera un cuerpo extraño en su organismo aún defendía las tesis de la dirección. Mejor un secretario general que un triunvirato, mejor ser pragmático que excesivamente democrático, mejor hablar de ciudadanos honestos y ciudadanos corruptos que de izquierda-derecha, un eje tradicional que no servía para explicar el momento actual. Paradójicamente, a los renovadores de la res pública se les ha visto el plumero por su obsesión de copiar las estructuras tradicionales de los partidos convencionales. «De la casta». Iglesias cada día se parece más a un caudillo que al representante de la voluntad popular. Cada día es más Felipe y Errejón es más Guerra.
Sin caer en maniqueísmos (chavistas versus antichavistas), los que conocen a los rectores de Podemos de sus tiempos universitarios señalan que no están haciendo otra cosa que calcar su comportamiento en Somosaguas, cuando reventaban charlas de Rosa Díez. Más de uno tiene claro que Iglesias y sus fieles están siguiendo un plan establecido en el que cada vez se aceptará menos la crítica interna. La historia, entonces, se repetiría. Moscú, La Habana, ¿Madrid? Otra vez habría que darle la razón al maestro Orwell, que ya vio en Rebelión en la granja que cuando la revolución entra por la puerta, la reflexión salta por la ventana.
Otro de los santuarios en los que se dieron las últimas pinceladas a Podemos («por-la-democracia-social») fue un restaurante argentino situado en la serranía segoviana donde los compañeros de Somosaguas tenían costumbre de reunirse. Allí, un chico con coleta al que todavía no habíamos visto en las grandes cadenas solía unirse a las conversaciones de mesas ajenas si se tocaba algún tema que le resultara interesante o desconocido, deseoso de escuchar y de aprender. Aupado a la secretaría general del partido del momento, aquel Pablo Iglesias que aseguran que existió da la impresión de haber pasado a mejor vida. Ahora quien se reúne con la gente y pisa la calle es una alcaldesa con aspecto de jubilada llamada Manuela Carmena.
Podemos sueña con ser Syriza, olvidándose de las diferencias fundamentales que separan a las formaciones. Syriza es una coalición «de la izquierda radical» y Podemos un partido que mira por encima del hombro a sus posibles compañeros de confluencia. Syriza lleva una década presentándose a las Elecciones Generales y Podemos sueña con ganar en sus primeros comicios. El ascenso de Syriza no ha sido fácil: saliendo desde posiciones muy débiles ha llegado a ser el gran partido del Parlamento griego gracias a la convicción de sus líderes y a la crisis económica que ha golpeado al país heleno de una manera más fuerte que a España en los últimos años. En Syriza ha debido primar la paciencia por obligación y, en cambio, en Podemos la paciencia es un estorbo que apartar en el camino hacia la gloria. Alexis Tsipras, el chico del momento, primero fue candidato a la alcaldía de Atenas y luego fue ascendiendo en la coalición. Para Iglesias, la alcaldía madrileña, la ciudad donde se ha criado, el lugar donde le conocían mucho antes de su pico de popularidad, era un objetivo menor. Él estaba llamado para ser eurodiputado y para encabezar «el asalto a los cielos». Si no es capaz de darle una vuelta de tuerca al asunto, puede que en unos meses, cuando dirija un grupo de diputados sin capacidad para gobernar en el Congreso, se dé cuenta de que Carmena, Colau o Ribó pueden transformar la realidad desde la humilde trinchera municipal mientras que él se queda en tierra de nadie en el desierto de la política estatal. La impotencia de Iglesias sentado en su escaño, sin mayoría y sin alianzas, podría plasmarse en un lienzo que llevara por título El hundimiento de los soberbios.