Nací a orillas del Río Bravo una tarde de miércoles en que el otoño parecía duraría para siempre, por lo menos eso me contó la abuela. Mientras crecía, la tierra olía a ocre, ‘el otro lado’ era verde y El Puente era el lugar donde nacía la educación cívica. Desde aquel lejano entonces la disímil frontera entre México y Estados Unidos ha sido para mí un territorio único: tierra de todos, tierra de nadie. Aquí no se dice “estaciona la camioneta”, decimos “parquea la troca”. Aquí no se presta un encendedor, se “pasa la laira”; aquí llamamos pa’tras cuando se trata de regresar la llamada telefónica de alguien. Aquí huele a carne asada, a cerveza gringa, a Bravos del Norte, a tierra que arde, a río sinfín, acento norteño, mirada que quema, fuego en la luna, nostalgia del futuro, imaginación del pasado, días iguales, diáfanas tardes… aquí la vida se confunde con el ocaso.
Vivía en una casa donde mis mejores amigos eran cuatro inmensos nogales que no daban nueces sino hojas de todos colores. Una liana colgada en lo mas alto de un mástil era mejor que un aburrido Atari en desuso. La construcción de infinitos caminos para cochecitos eran mi patria, y no hacía falta nada más allá que la luz del sol. Las diferencias que teníamos con los de calle arriba y calle abajo se arreglaban en un partido de béisbol donde una piedra tirada en el suelo servía de base, y un coche rojo estacionado a lo lejos era la barda del cuadrangular.
Los días pasaron y empecé a ver a Piedras Negras a la distancia. Con cariño añoré a la familia en la frontera; leí de su explotación minera, de sus gobiernos corruptos, de los días en que poco a poco esa tierra prodigiosa se volvió dominio de unos cuantos, territorio de alacranes en el poder, de autoridades coludidas con el narco, de refriegas a la luz del día, balaceras sin nombre, policías sin más ley que la que impone el grupo criminal Los Zetas. Me doy cabal cuenta de ello mientras leo en Negratinta la crónica en que el periodista Quitzé Fernández documenta, con puntos y comas, los secuestros, los silencios, las noches interminables, las desapariciones, los días cómplices de la nada, del terror. Mientras leo su crónica recuerdo otros días menos aciagos, evoco la tarde en que la pelota de béisbol sobrepasó el coche rojo y todos festejamos. Mientras leo su crónica me invade la nostalgia de luz, de paz, de días con menos balazos y más juegos callejeros, en donde todos éramos una comunidad, en donde todos éramos piedras en un mismo campo.
Desde aquel entonces existía -como hoy existe y existirá mientras tengamos al principal consumidor de drogas en el mundo como vecino- el negocio, el bisnes, el chanchullo, la rolada. Desde aquel entonces, siendo muy niño, sabíamos quién se dedicaba a qué, cómo y cuándo. Los pequeños mafiosos eran solo eso: burreros que traficaban de aquí para el norte, con cierta complacencia de la comunidad y la autoridad y donde se sabía existía un sui generis código de ética: nadie se metía con niños, mujeres, ni familiares. Hoy día no queda nada de ello; se secuestra en lugares públicos, se tortura, se mata, se hace picadillo, se deja el cuerpo en lugares públicos como mensaje a grupos rivales. Quitzé Fernández se mete allí, cava un poso del que saca lo que otros desean tapar. Documenta lo que otros callan por miedo e indefensión. Publica lo que no es fácil publicar; en tierra Zeta ser periodista es un acto de osadía. Quitzé, caballero de armadura tinta, viste de valiente y su crónica parece no tener fin en un Piedras Negras que se repite en todo el noreste mexicano: tierra de todos, tierra de nadie.
Posdata en botella de mar
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