“El universo que existía en un individuo ha dejado de existir. Ese universo es asombrosamente parecido al universo que todavía se refleja en las cabezas de millones de seres vivos”
Vasili Grossman
Existen recuerdos que deberían permanecer enterrados para siempre. Hasta que alguien se encarga de profanar nuestra memoria. Cuando el día 28 de septiembre de 1988 las selecciones de básquet de Estados Unidos y la Unión Soviética saltaron a la cancha del Gimnasio Jamsil de Seúl, la estadística decía que los norteamericanos habían jugado 83 partidos en toda la Historia de los Juegos Olímpicos y sólo habían perdido uno: la final de Múnich de 1972. Precisamente aquella había sido la última vez en que las dos súper potencias se habían visto las caras en la competición olímpica de baloncesto. En Montreal ’76, Yugoslavia había eliminado a los soviéticos en semifinales y los respectivos boicots en las siguientes citas de Moscú ’80 y Los Angeles ’84 habían aplazado la revancha durante 16 largos años.
Aquel partido de 1972 tuvo un final triplicado. Los tres últimos segundos se disputaron tres veces. Tres universos distintos para una única conclusión: 50-51 y la medalla de oro para la URSS.
A falta de tres segundos, Doug Collins había puesto un punto por delante a EE UU tras anotar dos tiros libres. Una confusión entre el banquillo de la URSS y la mesa de anotadores impidió que los árbitros concedieran en primera instancia el tiempo muerto solicitado. El juego se reanudó y se interrumpió al instante. Primer simulacro. Ante las reiteradas protestas del banquillo soviético, los árbitros decidieron conceder el tiempo muerto y repetir los últimos segundos. Pero cuando se reanudó el juego, la bocina sonó al instante. Segundo simulacro. Los jugadores americanos celebraron la victoria, pero los tres segundos no se habían disputado. Y fue entonces cuando, dando otra vuelta de tuerca, el secretario general de la FIBA, el británico Renato William Jones, decidió bajar de su asiento en el palco del Baskethalle de Múnich hasta pie de pista y ordenar con los dedos pulgar, índice y corazón que se debían jugar los últimos tres segundos. Lo que sucede una vez es como si no hubiese sucedido. La vida no iba a dar muchas oportunidades a los jugadores soviéticos; el baloncesto les iba a dar hasta una tercera oportunidad de ser eternos.
Hasta aquel instante el mejor jugador del partido había sido, sin duda, Sergei Belov, la gran estrella rusa. Frecuentemente comparado con Jerry West por su elegancia a la hora de lanzar, había dado una lección al mundo durante toda la final. En un partido tenso y errático, él llevaba anotados 20 puntos (de 49 totales de su equipo). Y ningún otro jugador en el partido llegaría a anotar ni siquiera una decena de puntos. Parecía claro que el último tiro se lo jugaría él. Pero el técnico de la URSS, Vladimir Kondrashin, tenía otros planes. El balón lo tenían que poner en juego los soviéticos desde la línea de fondo, debajo de su propia canasta. Ivan Edesho, el hombre encargado de iniciar la jugada, había practicado balonmano cuando era más joven y sabía mejor que nadie cómo lanzar un pase en largo. El balón atravesó toda la cancha y fue a parar a las manos de Belov, pero de otro Belov, Alexander. Se trataba de un joven pívot de 20 años, la estrella emergente del Spartak Leningrad, el club que también dirigía el seleccionador Kondrashin. El nombre de ambos quedó unido para siempre a partir de aquella canasta. Alexander Belov estaba bajo el aro rival vigilado por dos defensores estadounidenses, visiblemente desquiciados. Belov saltó y atrapó el balón en el aire. Jim Forbes acabó por los suelos en su intento por agarrar el balón y el pequeño Kevin Joyce apenas pudo mirar como Belov anotaba una fácil canasta que reescribió la historia del baloncesto. “Ahora sé que Dios existe”, proclamó el coleccionista de medallitas Leonidas Breznev, tras enterarse de la victoria de los suyos.
Los norteamericanos jamás reconocieron la derrota y se creyeron víctimas de un complot. No se presentaron a la entrega de medallas y existen diferentes versiones acerca de donde se encuentran esas medallas. La más difundida es que se encuentran en una caja fuerte de un banco de Múnich. También hay fuentes que aseguran que las medallas están bajo custodia del COI en Suiza. ¿Pero es el COI un organismo fiable? Existe una versión según la cual esas medallas han desaparecido de cualquier mapa y que si los jugadores estadounidenses las volvieran a reclamar, el COI se vería obligado a reproducirlas. Pero parece que eso nunca sucederá. El testamento de Kenny Davis, uno de los bases de la selección, prohíbe a sus herederos recoger la medalla cuando él haya muerto. Y para que las medallas sean entregadas, todos los integrantes del equipo tienen que aceptarlas de manera unánime.
Al héroe inesperado del partido su canasta no le sirvió para escapar de las garras del KGB y pocos años después fue enviado a Siberia, acusado de contrabando con oro y armas, además de mostrar abiertamente sus preferencias por el modo de vida occidental (dicen que le gustaba vestir jeans). Lo más probable, sin embargo, es que se tratara de un castigo por negarse a jugar en el CSKA de Moscú, el equipo del Ejército Rojo, y querer seguir en el equipo de toda su vida en Leningrado. Alexander Belov aún tendría tiempo de participar en los siguientes Juegos Olímpicos, en Montreal, donde se convertiría en el primer jugador de la historia de las Olimpiadas en realizar un triple doble: 23 puntos, 14 rebotes y 10 asistencias para vencer a Canadá y lograr la medalla de bronce. Pero en 1978 falleció de un angiosarcoma, una forma rara de cáncer en el corazón. Tenía 26 años.
Su antiguo entrenador heredó la medalla de oro de Belov y la guardó el resto de su vida en su apartamento. En una entrevista concedida a Associated Press en 1989, Kondrashin explicó que llevaba una fotografía de su pupilo en el coche y que había convertido el pequeño despacho del gimnasio en el que trabajaba en un santuario en memoria de Alexander Belov.
De modo que, cuando Estados Unidos y la URSS volvieron a verse las caras en Seúl, Belov llevaba una década bajo tierra, las medallas de plata de Múnich’ 72 seguían en paradero desconocido y el partido que había roto la imbatibilidad olímpica de los norteamericanos parecía tan remoto que por momentos es como si nunca se hubiera jugado. Además, como sabemos ahora, el bloque soviético estaba a punto de desmoronarse. La de Seúl sería la última cita olímpica bajo la bandera roja de la hoz y el martillo.La selección soviética estaba dirigida por el incombustible Alexander Gomelski. El Zorro Plateado combinaba los cargos de seleccionador y entrenador del CSKA de Moscú desde los años sesenta, aunque en algunos torneos el régimen lo sustituía por otro entrenador (es lo que sucedió precisamente en 1972 en Múnich) porque sospechaban que Gomelski, de origen judío, podía aprovechar la circunstancia de estar en el extranjero para fugarse del país y huir a Israel. Curiosa desconfianza la del régimen con un hombre que, además de ser un mito viviente del baloncesto ruso, era coronel del ejército. Pero como sabemos, eso era lo más normal del mundo en un país instalado en la paranoia, donde las purgas estalinistas, los gulags, los chivatazos y las excursiones siberianas estaban a la orden del día. Y, de algún modo poco ortodoxo, la desconfianza mutua y la vigilancia omnipresente del KGB era uno de los pocos motivos de unión en el grupo de jugadores seleccionados por Gomelski para acudir a Seúl, que estaba formado por cuatro lituanos, tres rusos, dos ucranianos, un letón, un uzbeko y un estonio. Cualquiera de ellos podía ser un confidente del Estado y todos ellos estaban permanentemente tentados de ganarse un sobresueldo con el contrabando de divisas y artículos diversos cada vez que salían al extranjero, de manera que existía un punto de solidaridad y confraternidad entre ellos. Jugadores míticos de distintas épocas como Alachachan, Tachenko, Belostenny o Myshkin tuvieron affaires de mayor o menor gravedad con las autoridades soviéticas. Incluso se especuló durante muchos años que Gomelski y Sergei Belov estaban a sueldo del KGB para espiarse mutuamente. Y, por supuesto, todos los jugadores que no eran rusos estaban en el punto de mira.
Estados Unidos era el favorito indiscutible del torneo. Habían ido arrasando a todos los rivales que se habían encontrado hasta el momento (a la débil selección de Egipto le endosaron un humillante 102-35) desplegando una defensa asfixiante y exhibiendo un poderío físico aplastante. La URSS llegaba al partido con algunas dudas. A la derrota inaugural contra Yugoslavia se le sumaba el sofocón que habían sufrido dos días antes en el encuentro de cuartos de final, en el que habían sobrevivido a los 46 puntos de Oscar Schmidt, para derrotar a Brasil en la prórroga por un ajustado 110-105.
El duelo que centraba los focos era el de los dos pívots, David Robinson y Arvydas Sabonis. El Almirante aún no había debutado en la NBA, pues su carrera como marine se alargaría hasta 1989, pero ya era considerado uno de los mejores centers del mundo. Sabonis, por el contrario, era un veterano de guerra, un joven de 23 años que había librado batallas en todos los frentes desde 1982. Ya había sido campeón del Mundo y de Europa, pero tenía las rodillas y los pies destrozados y llegaba a la cita de Seúl de milagro, tras recuperarse de una lesión que le había dejado sin competir durante los últimos 18 meses. Ambos se habían visto las caras dos años antes en la final del Mundobasket de España, con una ajustada victoria de los norteamericanos, y en el duelo particular Robinson había superado a un Sabonis en plenitud física, a pesar de que en la memoria colectiva han quedado varias jugadas icónicas en las que el lituano retrataba al estadounidense: un mate en su cara, un soberano tapón y, sobre todo, un monstruoso palmeo en el que Sabonis arrolla a su rival.
El duelo en Seúl, sin embargo, no se decantaría por el juego interior de uno u otro equipo. Gomelski sabía que, si a Sabonis le aguantaba el físico, la contienda estaría igualada debajo de los aros. Lo que le venía preocupando desde hacía años era soportar el rodillo físico que aplicaban los exteriores estadounidenses. La URSS había contado tradicionalmente con jugadores exteriores de gran calidad, como Jovaisa, Valters o Homicius. Sin embargo, eran tipos ligeros a los que les costaba soportar la exigencia física a la que les sometían los norteamericanos. Durante la primera mitad de la década, Gomelski anduvo buscando al jugador que pudiese sostener su perímetro. La gran esperanza a principio de los ochenta había sido José Biriukov, que en un Europeo junior había tuteado a Drazen Petrovic. Pero Biriukov, que nunca llegaría a lo que prometía de juvenil, se nacionalizaría español y Gomelski tuvo que escarbar en las profundidades del territorio soviético hasta encontrar un diamante en bruto: Sarunas Marciulionis.
El escolta lituano estaba siendo el mejor jugador del combinado rojo en Seúl y en él estaban depositadas buena parte de las esperanzas de dar la sorpresa. Enfrente iba a tener a dos jugadores de gran calidad y poderío físico (Mitch Richmond y Dan Majerle), pero la baja por lesión de Hersey Hawkins dejaba a los norteamericanos huérfanos de su mejor tirador exterior. Los bases del combinado USA eran mediocres y no suponían ninguna amenaza para las tropas del Zorro Plateado.
Marciulionis acabaría el partido con 19 puntos, siendo uno de los más destacados de su equipo, pero rápidamente se cargó de faltas. Antes del descanso, ya estaba con cuatro personales, al borde de la eliminación. Y el jugador clave del encuentro fue su sustituto en el banquillo. Rimas Kurtinaitis hizo su aparición a los cinco minutos de empezar el partido luciendo su porte desgarbado, los calcetines blancos tapando las pantorrillas y sus inconfundibles bigote y mullet rubios. Era otro talento lituano pulido por el coronel Gomelski. Y, en su caso, fue el gran benefactor de su carrera. Como explica Juan Carlos Gallego en sus imprescindibles Crónicas lituanas, al inicio de su carrera Kurtinaitis tenía una afición desmedida por las juergas etílicas: “Sus orgías alcohólicas son conocidas y alcanzan eco nacional cuando Rimas aparece en varias fotos ataviado de un sombrero y unos calcetines blancos… y nada más”. Gomelski lo reclutó para su CSKA de Moscú y le hizo elegir entre el básquet y la bebida. Fue un mal lituano, pero un gran jugador.
El alcohol era el otro punto de comunión entre los componentes del equipo soviético. Todos bebían, independientemente de su origen. El alcohol estaba tan unido a la idiosincrasia baloncestística que en los años ochenta en Lituania la gente cuando iba a comprar una botella de vodka pequeña pedía una Masalskis (apellido del base titular del Zalgiris) y si quería una botella grande pedía una Sabonis. El gigante lituano no fue ajeno a los arrebatos dipsómanos: es legendaria su borrachera en Barcelona, ya en 1992, tras vencer la medalla de bronce con Lituania, que le impidió asistir a la ceremonia de entrega de medallas al día siguiente.
En Rusia utilizan el término zapói para referirse a un determinado tipo de borracheras. Como explica Emmanuel Carrère, “zapói es un asunto serio, no una curda de una noche que se paga, como en mi país, con una resaca al día siguiente. Zapói es pasar varios días borracho, vagar de un lugar a otro, subir en trenes sin saber adónde van, confiar los secretos más íntimos a desconocidos casuales, olvidar todo lo que has dicho y hecho: una especie de viaje”.
Kurtinaitis fue el verdugo de Estados Unidos en Seúl, anotando cuatro triples para acabar con un total de 28 puntos. La última jugada del partido, con los soviéticos venciendo ya por cuatro puntos, acaba con un pase a Kurtinaitis, que se encuentra de palomero bajo la canasta rival. Anota los dos últimos puntos del partido con una bandeja similar a la de Belov en Múnich. Son dos puntos que sellan la victoria y que evocan la canasta ganadora de hace 16 años. Kurtinaitis desentierra el corazón de Belov en esa última jugada que desata la euforia soviética. Yugoslavia espera en la final, pero hay tiempo para una penúltima borrachera. Ya se encargará Sabonis un par de días después de poner en su sitio a Petrovic y compañía.
Tras aquella derrota en Seúl, EE UU empezó a reclutar a las grandes estrellas de la NBA para representar a su país. Arrasaron en los Juegos de Barcelona y Atlanta. En Sidney, el lituano Jasikevicius estuvo a punto de desenterrar una vez más el fantasma de Belov, pero falló un triple postrero que hubiera dado a los suyos el pase a la final. Tendrían que volver a pasar 16 años para que los estadounidenses volvieran a perder un partido olímpico. Lo hicieron en Atenas y lo hicieron por triplicado: en el partido inaugural contra Puerto Rico, en otro encuentro del grupo frente a Lituania y en semifinales contra Argentina. Después de Atenas, vuelta a la senda del triunfo en Pekín y Londres, derrotando en ambas finales a España. En Río de Janeiro son los indiscutibles favoritos, pero en la fase de grupos han sufrido para sacar adelante varios partidos. En semifinales se enfrentarán a su más reciente enemigo, la España de Pau Gasol. Lituania, por su parte, estaba realizando un campeonato inmaculado hasta que se toparon precisamente con España. Kurtinaitis, ex ayudante de la selección báltica, se encargó de rociar de gasolina la figura de Gasol. Tras un partido de preparación en que el español tuvo una mala actuación, el lituano afirmó que le daría vergüenza salir a la pista en ese estado de forma. Gasol guardó en su memoria las palabras de Kurtinaitis y el día que se jugaban el ser o no ser en los Juegos, España humilló a Lituania (109-59) con un Gasol encendido. Desde esa derrota, Lituania ha ido cuesta abajo: derrota contra Croacia para cerrar la fase de grupos y eliminación en cuartos de final, barridos por la emergente Australia. Rusia, inmersa en la controversia del dopaje estatal, ni siquiera participa. Tampoco ninguna de las otras antiguas repúblicas soviéticas.
A finales de febrero de 2010, la ciudad de San Petersburgo se levantó una mañana sobrecogida después de enterarse que alguien había profanado las tumbas de Alexander Belov y de su antiguo entrenador, Vladimir Kondrashin, enterrados en el cementerio del Norte. Quien hurgó en esos túmulos aprovechó para llevarse una parte del monumento funerario en memoria de Belov. Desapareció una reproducción en metal de una mano sujetando una pelota de baloncesto. Puede que esa mutilación no fuera, como creyó la policía rusa en un primer momento, un acto vandálico de unos ladrones, sino que forme parte de un zapói. Nunca lo sabremos. El paradero de la mano y la pelota de metal es tan desconocido como el de las medallas de plata de Múnich’ 72. Hay objetos que nunca deberían ser desenterrados.