Fotografía de Daniel Rubio
Sois muchas y eres una. Miras el espejo del cubículo con una mueca de desacuerdo, abres la puerta o corres esa cortina que suena como un collar de perro. Meditas. Sacas primero la cabeza, lo justo para avisar a tu pareja o a tu amiga. No evitas nunca otear el entorno, y si hay mucha gente o si te cruzas de pleno con un par de ojos desconocidos que parecen haber estado observándote antes de que repararas en ellos, sales al pasillo y exhibes la prenda con un pesar plomizo sobre los hombros. Recibes el comentario de tu acompañante. Oyes y no escuchas. No apartas la mirada del espejo. Sus palabras te suenan como limosnas y tu dignidad no te permite aceptarlas.
Tus pupilas perpetran extraños vaivenes: a base de pasar y repasar, quieren allanar aquellas zonas que detestas o que ignoras a diario como si fueran recuerdos malos y disipables. Hay una queja silenciosa en tus labios. Pasas y repasas a la chica del reflejo, sin embargo, esquivas su cara para no llenarla de reproches. Vuelves a cerrar la puerta, dices que vas a ponerte otra prenda. Antes de quitarte la que llevas, cambias de postura, «así no», giras, «así no», levantas los hombros, los retraes, «tampoco, tampoco», alargas la espalda, consigues una contorsión artificial.
–No, no hay manera.
Con tanto movimiento intentas algo que no sabes, buscas parecerte a un molde que resuena en tu cerebro, a una silueta con aura de virtud, validez, éxito y felicidad. Te lo han insuflado desde niña, cientos de carteles y pantallas soplan cada día sobre ti un mensaje que, a veces, en días como hoy, te hace sentir casi minusválida.
Tu cuerpo, la forma de ceñirse unos pantalones diseñados para la belleza de pocas y el agravio y la frustración de muchas, las ondas de la celulitis, esa palabra que se pronuncia con el mismo temor que la palabra cáncer, ese ‘problema’ que te recuerdan a ti, mujer, los anuncios de la tele y de la radio, esa cosa que se ‘sufre’ o se ‘padece’ cuando el 90 por ciento de las mujeres la tenéis, entre otros motivos, porque sois mamíferas y hermosas y dais vida… todo esto, amiga, te hace creer que cualquier ser humano te rechazaría en carne y alma, y lo que es peor, te convence de que tendrían razón para hacerlo.
Sales del probador vestida igual que viniste, no vas a ponerte nada más, llevas bajo el brazo, arrugadas, las pruebas del fracaso. Dejas el montón de tela sobre la mesa de la entrada y te vas sin saber que tu belleza, como la de todas las mujeres, empieza por los párpados. Te marchas sin descubrir, por ejemplo, que en la expresión lastimosa de tus pestañas vibra la hermosura de la humildad o que es casi una tentación erótica la posibilidad de provocarte una sonrisa que se abra y se cierre a modo de abanico, levantando brisa, aliviando la vida.
Tus labios parecen un candado, un reto, un camino. Quisiera que alguien te dijera que en tu clavícula beberán los pájaros y que tus muslos recuerdan a las dunas del desierto o al Mediterráneo erizado. Deberías escucharlo: en tus brazos sólidos hay una sugerencia de lucha y de valor, en tus dedos se intuye una pericia para teclear los órganos de la esperanza y tu barbilla se cierra como una presunción. Amiga, tus rodillas levantan una isla diurna, un refugio para el náufrago donde es apacible respirar y sobrevivir.
La dependienta te da las gracias. No respondes. Te esfumas lentamente.
La ropa no se inventa para servirte de abrigo, sino de aspiración, es absurdo que el ser humano deba adaptarse a las prendas que él mismo se fabrica. ¿Ves la trampa? Buscan la carencia y la inseguridad. ¿No lo ves? Date cuenta y sonríe, sonreíd todas, bellas tristes, por favor.