Esta mañana he ido a Primark a comprar calcetines.
¿Y por qué no a H&M, Zara, Carrefour o donde sea que el resto de la sociedad española compra calcetines? Porque hay packs de seis pares por tres euros, según me informó ayer un conocido en una fiesta. Seis pares por tres euros. Ese precio no lo mejora ni un gitano del Rastro. «Aunque solo sirvieran para un uso, ya merecerían la pena», dijo después una amiga; un comentario en apariencia simplón que sin embargo esconde mucha miga. De alguna forma explicita nuestra mentalidad como país del primer mundo: comprar-usar-(chulear)-y-tirar. «Mañana inauguran una nueva tienda en Gran Vía», añadió otra colega.
Inauguración o no, necesitaba calcetines para afrontar el otoño con garantías.
Así, a eso de las doce me he apeado en la parada de metro de Callao y he andado el resto del trayecto mientras escuchaba por los auriculares Slow Train Coming, el primer disco de la trilogía de la conversión cristiana de Bob Dylan. Al cruzar el paso de peatones he visto la cola. Una fila descomunal de gente aguardando su turno para entrar y que rodeaba, como una boa, el edificio. Si fuera un dibujo animado se me hubiera desencajado la mandíbula en ese momento. Un segundo después he sido rodeado por una marea humana que pasaba frente al Primark, aminorando la marcha y arremolinándose en los aledaños, como para ver mejor qué se cocía allí dentro. He tratado de salir de allí, pero al girarme me he dado de bruces con un tipo en silla de ruedas que a duras penas se abría paso entre la multitud.
–Que sólo es una tienda, joder –le he oído decir en voz alta.
Era feo. Cara sindrómica. Su voz, nasal. Iba va mal vestido y probablemente oliera todavía peor. Pero su comentario quejumbroso, dirigido a todos y a nadie, al mismo tiempo, me ha parecido de una clarividencia abisal. Si hubiera leído el Nuevo Testamento, hubiera podido añadir: «y el que tenga oídos, que oiga».
Me he apoyado en una de las vallas azules que separaban la cola del resto de viandantes, he sacado el móvil y he ido tomando apuntes de lo que veía:
1) Tipas haciendo selfies cuando por fin logran entrar, como si en el interior les esperar un concierto de los Rolling Stones
2) Un tipo disfrazado de minion y dos tipas disfrazadas de conejitas reparten bolsas azules a la entrada que potenciales compradores llenarán con camisetas por cinco euros, camisas por diez y pantalones por veinte.
3) También a la entrada otras tipas con camisetas de «I, corazón, Primark» reparten mapas y panfletos, como si en vez de una tienda de ropa se tratara de los Museos Vaticanos.
4) Una reportera de Telecinco retransmite para las noticias diciendo lo que la cámara ya ve, pero no le gusta la toma y la repite.
5) Gente saliendo de la tienda con bolsas de cartón en las manos y globos azules, como si se tratara de un parque de atracciones o un mitin del PP.
6) Tanta ha sido la afluencia de gente que ha venido hasta la policía con dos furgones antidisturbios y sus agentes repartidos por las inmediaciones, por si acaso, ¿por si acaso qué?
7) A izquierda y derecha, grupitos de gente se apoyan en las vallas azules que ordenan las colas, observando entrar y salir a la gente, como jubiletas delante de una construcción.
8) Veo todo eso, y veo que todos comparten la misma cara, una cara de éxtasis, de placer colmado, como si salieran con las pupilas dilatadas de un after. O como si estuvieran presenciando algo grandioso, una maravilla del mundo moderno como lo fueron, del antiguo, la Gran Pirámide o el Faro de Alejandría.
¿De dónde sale tanta gente ociosa? Un viejo parece interceptar mi pensamiento.
–Nunca había visto algo así –le dice a uno de seguridad.
–Es el Primark más grande de Europa –le contesta el otro.
Entonces veo a un señor trajeado, pelirrojo y de piel clara. Su sonrisa es la de un hombre satisfecho, que acabara de echarse un farol al póker y ha ganado, o se haya cepillado a la más guapa de la discoteca. Me acerco a él. «Manager», dice la tarjeta que cuelga de su cuello.
—Esto es alucinante –lo abordo con un comentario intencionadamente halagador.
Hubiera apostado que era irlandés, pero me contesta en un perfecto acento castellano castizo.
–Date cuenta que son cinco pisos. Es como un cortinglés. Ahora mismo tenemos 108 cajas abiertas —y arquea las cejas, como diciendo: somos la hostia.
Dos pavas, con seseo latino, le preguntan si hay rebajas, o algo. El manager les contesta que no. Aun así les anima a entrar.
–Son solo cinco minutos de cola. Luego por la tarde va a estar imposible.
–¿Dónde comienza la cola? –le preguntan.
–A la vuelta de la esquina –les contesta con celeridad–. En la calle Desengaño.
A mandíbula batiente. Me imagino en ese momento a un Dios, Yahvé, Alá, Karma o Azar, o a cualquier tipo de fuerza cósmica primigenia encarnada en forma de Nelson, de los Simpsons, carcajeándose.
Al final desisten de entrar.
–Al menos que nos den una revista –se queja una de ellas, y se van.
El manager se queda. Continúa animando a entrar a los transeúntes. Para entonces, la reportera de Telecinco encara el decimonoveno intento de transmitir la noticia. La cola sin embargo no ha menguado en tamaño. Al revés, la boa continúa enrollándose alrededor del edificio
Sin mucha poesía ni gramática me pregunto: ¿Qué pollas es todo esto? A tenor de lo presenciado, «todo esto», el Primark, es como un concierto de los Rolling Stones. Y es también como un parque de atracciones. Y es también como una catedral. Y es también como un evento en campaña electoral. Y es también como un museo. Y es también como una discoteca. Y es también «el horror, el horror», en boca de Marlon Brando en el ocaso de Apocalipsis Now.
Es ese horror el que me interpela: ¿Qué vas a hacer? ¡Posiciónate!
No seré quien se fustigue por la situación actual del mundo. Ni alguien que observa nuestra sociedad con displicencia y aires de entomólogo. No soy un ermitaño en potencia ni tampoco un misántropo. No soy un idealista, de hecho, me irritan esos militantes de las buenas causas que se dedican a culpabilizar al vecino. Tampoco me planteo, ni como tecleante ni como psiquiatra –en ciernes–, hacer el macuto, dejarlo todo y plantarme en un país de África a repartir palabras y pastillas. Ni cualquier época pasada fue mejor ni coincido con esos agoreros que preconizan el fin de la humanidad.
Mi temple es otro. Conócete a ti mismo, decía el pórtico del templo de Apolo. Carácter es destino, añadió Heráclito.
Me gusta mi mundo. De hecho lo encuentro fascinante. Ésta es mi época y éste es mi lugar. Sin embargo, miro alrededor y compruebo que a lo largo de los últimos años, la Gran Vía madrileña ha sido colonizada por un puñado de multinacionales que son las mismas que visten, dan de comer y entretienen a Norteamérica, Europa, buena parte de Asia y de Sudamérica. Conocéis las marcas, para qué repetirlas. Comida y ropa, comida y ropa.
¿Dónde están los cines, los teatros y los pequeños negocios? ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo me afecta? Quiero decir, ¿puedo hacer algo al respecto?
Y en caso afirmativo, ¿qué exactamente?
–A lo que hay que aspirar es a ser responsable –me dice, días después, mi hermano mayor–. Tener unos principios éticos, pocos pero buenos. Y regirte por ellos. Por ejemplo, no compro más que dos veces al año, y no lo hago tanto por placer como por necesidad.
–Pero aun así llevas puestos unos calzoncillo de Springfield, una camiseta de H&M, y un jersey de Zara –le replico.
–¿Dónde compro si no la ropa? –se defiende él.
Mi hermano tiene razón. Comprueba la ropa que llevas encima en este momento. Me apuesto a que a ti también te ha vestido alguna de estas multinacionales del textil. Queremos ser responsables pero tampoco tenemos muchas posibilidades reales de serlo. ¿Merece la pena, por tanto, el esfuerzo? Además, ¿a quién le importa dónde compro los calcetines? ¿Que yo no compre calcetines en Primark va a cambiar algo?
Diría que no. Entonces, ¿para qué hacerse si quiera estas preguntas?
Pienso en Eduardo Galeano, que escribió: “mucha gente, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Vale, Eduardo. Pero, ¿cuánta es mucha gente? Y ¿qué significa exactamente hacer cosas pequeñas? Para los existencialistas franceses escribir era una forma de actuar sobre el mundo. Así, me digo que escribir esto es hacer algo. No sé si grande, pequeño o minúsculo, pero algo al fin y al cabo. Quizá logre provocar algún tipo de emoción en ti. Quizá logre que asientas y repitas conmigo: “Primark es sólo una tienda”. Sin embargo, si pese a leer esto tú terminas también haciendo la cola del Primark, cenando en el McDonald’s, y asumiendo que es imposible hacer bien las cosas cuando no te dan opción de hacerlas bien…
¿Qué hemos logrado entonces?
Por otra parte, si la gente sigue queriendo ropa, y la quiere bonita, y la quiere barata. ¿Qué se puede hacer? ¿Cerrar las tiendas? ¿Regularlo a través de leyes? ¿Educar a la gente? En última instancia, estamos hablando de actuar sobre el deseo de la gente por consumir, y de su libertad para hacerlo. ¿Es eso legítimo? ¿Es ético? Y todavía más, ¿es posible? No se pueden destruir los deseos. Puedes soterrarlos, redirigirlos, tratar de obviarlos. Pero no puedes destruirlos. Además, y eso lo saben los psicoanalistas, cuanto más prohíbes un deseo, más lo alimentas.
Paradójicamente, tal vez la opción más sabia consista en no hacer nada. La pasividad como actitud vital. Slavo Zizek, ese azote del capitalismo y rockstar de la filosofía, examina este mismo conflicto entre la expansión del capitalismo y la conciencia ecológica en el documental The Pervert’s Guide to Ideology. Y dice: “Quizá, sin este momento propiamente artístico de auténtica pasividad no podría surgir nada nuevo. Quizá, sólo pueda surgir algo nuevo mediante el fracaso, la suspensión del correcto funcionamiento del mecanismo presente en el mundo en el que vivimos, donde nos encontramos. Quizá esto es lo que hoy necesitamos más que nunca”.
¿Es una gilipollez lo que plantea Zizek? ¿O es de una terrible lucidez? No lo sé.
Al final me marcho del Primark abrumado, pensando que no entiendo nada. O que no quiero entender nada. O que lo entiendo todo pero me horroriza lo que entiendo. O que es algo demasiado demencial para ponerse si quiera a pensar en ello. Pero, sobre todo, me marcho sin calcetines. Me vuelvo a poner los cascos. Dylan canta en ese instante «When you gonna wake up?».
Pues eso, ¿cuándo vamos a despertar?