Cuando tenía 17 años y viajé por primera vez al extranjero decidí empezar una particular tradición: entrar en cualquier librería de alguna ciudad europea y preguntar si tenían algún libro de Mercè Rodoreda. Desde entonces lo he repetido siempre que he podido. Pero la diferencia entre preguntarlo en librerías comerciales de gran tiraje o hacerlo en librerías pequeñas no se distingue en el hecho de encontrar más o menos ejemplares de In Diamond Square o Rue des Camélies, sino en que las primeras se limitan en mostrarte dónde encontrar el libro y las segundas, en cambio, en preguntarse por qué lo buscas. En Florencia, hace años, por ejemplo, entré en una Feltrinelli y el chico que me atendió me preguntó “Chi? Rodoreda?” antes de ponerse a buscar en la base de datos del ordenador algún libro suyo y decirme que no tenían nada. Diez minutos después, en cambio, en una librería austera y pequeña de la Via Ghibelina, pregunté lo mismo a una joven librera y su respuesta no la olvidaré nunca: se lamentó de no tener ningún libro suyo, me dijo que de literatura catalana sólo tenía libros de Sant Jordi y Ramon Llull y, sobre todo, me recomendó leer a Katherine Mansfield si lo que quería era probar algo parecido a Rodoreda. Me quedé maravillosamente atónito y le dije, con una sonrisa vergonzosa y una voz cargada de friquismo, que sólo buscaba algo de la narradora catalana por cierto morbo y, sobre todo, por amor a la literatura de un país moribundo y de una lengua que se muere.
No explicaría esta anécdota si anteayer no me hubiera paseado por el Mercat de Nadal del Llibre, una iniciativa del TresC –el club de Cultura de Catalunya– con la coorganización de Estrella Damm i Abacus, la cooperativa que ha conseguido erigir un auténtico imperio en un sector tan difícil como el de la venta de libros y material escolar o cultural. Contó con una agenda repleta de actividades relacionadas con la literatura –o con los libros, mejor dicho– y sirvió, según me pareció comprender estando allí, para despertar la sed de los lectores de cara a la compra navideña de libros. Hasta aquí nada nuevo, supongo. La casualidad quiso que el Mercat se celebrara justamente la misma semana en la que Barcelona fue nombrada por la Unesco “Ciudad de la Literatura” y dos días después que se entregaran el Sant Jordi, el Carles Riba o el Mercè Rodoreda, quizás tres de los premios más importantes del panorama literario catalán. Con estos precedentes, pues, si Jorge Luis Borges hubiera resucitado de ultratumba el pasado domingo y se hubiera dirigido a la antigua pero remodelada Fábrica Damm quizás podría haber pensado que Barcelona es lo más parecido en la Tierra a la Biblioteca de Babel con la que tanto soñaba –aunque seguramente él no la imaginaba en una vieja fábrica cervecera. Por desgracia, creo, no habría aguantado ni un par de minutos allí y se hubiera marchado asustado y asqueado ante esa festa major cultural en la que en un pedazo de terreno era posible juntar a escritores como Eduardo Mendoza, Maria Barbal o Francesc Serés con personajes tan esperpénticos como Josef Ajram, Martí Gironell o Xavier Bosch. Cuando el canon literario de un país prioriza más a los que más venden que no a los que mejor escriben significa que algo no va bien; por eso Borges, lastimosamente, se habría ido con la percepción de haber asistido a distintas actividades, conferencias o charlas en las que, salvando alguna excepción –como el combate de editoriales independientes, por ejemplo, con presencia de L’Altra, Raig Verd, Labreu, Periscopi, Males Herbes y 1984, seguramente los seis sellos más fiables que editan hoy día en catalán–, el objetivo, más que vender literatura, era vender libros.
Montar un mercado navideño del libro la semana en que la Unesco pone Barcelona en el mapa literario mundial es, sin duda, una positiva noticia para cualquiera que ame la cultura, pero un negocio como el de los libros, en el que los productos tienen el mismo precio en todos los establecimientos es, por motivos propios, un negocio diferente y particular. Sin la posibilidad de la comparación de precios, a los consumidores sólo nos quedan dos opciones: la comodidad o la fiabilidad. La comodidad, supongo, la encontramos en los hipermercados, en el centro comercial, las cadenas multinacionales o, en este caso, los mercados ocasionales con una cooperativa de libros detrás. La fiabilidad, en cambio, la solemos buscar en librerías pequeñas, especializadas o de autor, establecimientos que en los últimos años han aparecido de la nada aportando un esperanzador brillo de luz en esta ciudad en la que Laie o La Central, con buen gusto, llevaban ya años tratando de hacernos entender que es posible acordarse de los libros más allá del día de Sant Jordi. Librerías como Nollegiu, La Calders, Casa Usher, Gigamesh, La Impossible, La Caníbal, +Bernat o La Memòria, sólo por decir algunos nombres –y sin olvidar, con el luto entre los dedos, la Negra y Criminal o Pequod– se han convertido en poco tiempo en lugares de peregrinación obligatoria para los amantes de la literatura y, sobre todo, para los que amamos que la traten como lo que es: algo intangible que hace tangible la vida. Son estas librerías, también, las que sin organizar grandes actos en fábricas cerveceras de moda ni con el apoyo de organismos públicos o privados detrás sobreviven día tras día gracias a su trabajo de hormiguilla esperando que la campaña de Navidad, a poder ser, les dé el aire necesario para seguir fieles a ese idealismo irracional que las hace únicas y insustituibles.
Volviendo de nuevo a mis años mozos, escribiendo esta crónica he recordado mi primer día de trabajo en la pequeña librería de Vilafranca del Penedès dónde hice las prácticas universitarias, en plena crisis económica y con el negocio editorial amenazado de muerte debido al auge del libro electrónico o las plataformas digitales. Ese día mi jefe me dijo que “el secreto para ser un buen librero no reside en conocer muchos libros, sino en conocer las personas que quieren leerlos”. Nunca olvidaré esa frase, seguramente por ello desde ese día entiendo que ser vendedor de libros y ser librero son dos cosas muy distintas. El primero vende un simple producto mientras que el segundo habla, escucha, aconseja, recomienda y, juntando todo esto, construye con mimo, como un orfebre, el puente de palabras invisible pero necesario para que nosotros, hipócritas lectores –¡y sin ser hermanos suyos!–, podamos encontrar el libro que llene el vacío de nuestras inquietudes, sea en Florencia o en Barcelona, entre las estanterías de alguna de estas librerías que, más que un negocio, parecen un hogar. Un hogar del que Borges nunca querría marcharse.
Foto de portada: Librería Acqua Alta (Venecia)